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Norberto Luis Romero, escritor: “No podría vivir sin crear, sería un ser castrado”

Norberto Luis Romero, escritor argentino de novela fantástica y de terror

José Miguel Vilar-Bou

Norberto Luis Romero (Córdoba, 1949) fraguó su universo artístico durante su infancia y juventud en Argentina, pero es en Europa donde desarrolló su obra. Heredero de la rica tradición hispanoamericana del cuento fantástico, descubrió, a su llegada a España en 1975, un país cuya literatura llevaba siglos anclada en el realismo. Partiendo de Borges y Cortázar, evolucionó rápidamente hacia una narrativa de deslumbrante originalidad, llena de mundos tormentosos y extraños. Nunca temió abordar asuntos incómodos, difíciles: la deformidad física, la enfermedad, la demencia, el sexo como abuso y tormento, el mal. Todo ello con una prosa hermosa, vivísima. Sus cuentos fantásticos, profusamente premiados en los ochenta y noventa, mantienen hoy toda su capacidad de transgresión, sorpresa y desconcierto. Han sido traducidos a inglés, francés, italiano y alemán, y difundidos en Estados Unidos. En España, sin embargo, han quedado inexplicablemente fuera del foco. El tiempo juega, en todo caso, en su favor: La desnuda obra de Norberto Luis Romero se reivindica por sí misma. A sus 67 años, reside en Colonia, Alemania. Sigue considerándose un transgresor: “A mí ya no me cura nadie. Ni la literatura, ni las artes plásticas, ni nada”, afirma con humor.

¿Cómo es el desafío de ser escritor cuando uno es disléxico?

Muy grande, primero porque mi primer reto fue tratar de escribir bien, correctamente, para que me entendieran y entenderme yo. Fue un trabajo enorme de aprendizaje y de repetir una y otra vez lo escrito. Eso en mis comienzos significó escribir al menos veinte veces cada original, a máquina además, por los errores de tipografía que cometía. Tenía y sigo teniendo ese problema. Es un handicap, sí, pero creo que lo he resuelto bastante bien.

Una debilidad que terminó por fortalecerle.

Seguramente sí, porque algo de lo que estoy orgulloso respecto a mi obra es que está bien escrita. Ten en cuenta que yo no planifico nada. Improviso absolutamente todo. No soy consciente de lo que me va viniendo más que cuando lo escribo. Es una especie de catarata y ahí es donde interviene el factor técnico, el hacer que todo ese material en bruto que recogí sea legible, esté bien organizado y se entienda que es una narración coherente y no un cúmulo de disparates. Por eso una novela me lleva como mínimo cuatro años. Entre otras cosas porque tengo que reescribir, repetir, corregir.

Usted empezó a escribir siendo casi un niño. ¿Cómo dio el paso a la escritura?

No hubo tal paso. Ambas fueron siempre una sola cosa, sin frontera entre la escritura y la lectura. A los once años, si yo leía un cuento, inmediatamente tenía que escribir algo que se me ocurriese a partir de él. Lo que pasa es que me iba enseguida por los cerros de Úbeda, no terminaba, o no sabía cómo seguir. Mi primer cuento recuerdo que fueron sólo un par de frases, porque tenía la atmósfera nada más. Ni el argumento ni las palabras, sólo la atmósfera.

¿Cómo descubrió usted los libros?

Tuve no una infancia pero sí una adolescencia bastante conflictiva, en la cual estaba muy solo y los libros, los que había en casa y los que yo fui comprando, fueron una forma de estar acompañado, de dialogar. Un diálogo absolutamente grato, porque la literatura, y en mayor parte la fantástica, me permitía entrar en un mundo que no me resultaba hostil. El real sí lo era. A la par, yo era muy aficionado a leer sobre naturaleza, insectos… Me llamaba muchísimo la atención ese mundo… que sí funcionaba bien.

De hecho, los insectos están muy presentes en su obra. ¿Eran todas estas lecturas un refugio?

Totalmente. Esos mundos eran perfectos. En los mundos de la narrativa, de lo fantástico, nada es hostil. Yo podía manejarlos. Leía, imaginaba… y todo era grato. Aun los cuentos de terror eran gratos.

¿Cuáles fueron los primeros libros que le causaron una impresión profunda?

Yo vivía en un pueblo muy pequeño, en una localidad de la sierra en Córdoba, Argentina, donde no había librería especializada de ningún tipo. Sólo una papelería donde uno compraba las cosas que necesitaba para el colegio. Pero también había libros, muchos de la editorial Sopena, recuerdo. Y yo, cada vez que iba, me quedaba mirándolos pensando en juntar algo de dinero y comprar alguno. Por otro lado, en casa teníamos libros de la editorial Tor, de los años treinta y cuarenta concretamente. Entre muchas otras cosas, esta editorial publicaba narrativa fantástica, policial y de ciencia ficción en unos libritos amarillos con un papel absolutamente ordinario. Ahí empecé a leer a Poe, Jack London… Lo que había a mi disposición era limitado, pero también muy ecléctico. Por ejemplo, yo mezclaba estas cosas con una edición ilustrada de “La Divina Comedia” que era una preciosidad. La entendía a medias, porque tenía diez u once años. Sin embargo, me quedaba fascinado con aquellos personajes que estaban en el infierno… En los siguientes años fui leyendo a Lovecraft, Bradbury, Calvino, Borges, Cortázar, Buzzati, Silvina Ocampo, Denevi, García Márquez, Bioy Casares, Topor, Schowb, Lispector, Machado de Assis, Filisberto Hernández, Saki, Bierce…

¿Escribió mucho antes de publicar?

Pasaron muchos años, sí. Al principio me costó terriblemente por mi problema de dislexia. Hice muchos cuentos. También dos o tres novelas que terminé tirando a la basura. De los cuentos, unos pocos sobrevivieron en mi primer libro, “Transgresiones”.

¿Por qué estudió cine?

Nunca se me pasó por la cabeza estudiar literatura, gracias a Dios. Yo quería ser escenógrafo y en Córdoba no había ninguna carrera específica sobre esto, pero sí estaba cine y una de las asignaturas era escenografía. Así caí en ese mundo. Al final, la escenografía se tocaba apenas en el programa y la carrera era otra cosa, pero me gustó, seguí adelante, la terminé y trabajé en la industria del cine un par de años. Luego hice publicidad y dibujos animados, y después lo dejé totalmente.

¿Qué encontró usted en la literatura que no hallase en lo audiovisual?

Lo audiovisual requiere de una serie de elementos que tienes que manejar, mientras que en la narrativa no necesitas más que papel. Yo no puedo hacer nada audiovisual si no tengo una cámara, los medios para hacer posproducción, el sonido… Estás más cercado por fronteras. Necesitas dinero. Tampoco puedes trabajar solo. En la narrativa no necesitas nada. La literatura es una cosa solitaria… Es una de sus ventajas.

Su primer libro será “Transgresiones” (Alción, 1986). En él late la personalidad y originalidad que van a caracterizar sus cuentos de madurez, pero también se percibe el influjo de dos nombres: Borges y Cortázar. ¿Se siente de algún modo heredero de su manera de entender el cuento fantástico?

En algún momento me sentí un heredero directo de Cortázar, de Borges en parte también, y de otras múltiples lecturas que tuve de joven, no particularmente del “Boom”. Los autores del “Boom” empezaron a llegar en el momento en que estaba yo escribiendo mis primeros cuentos, pero yo ya frecuentaba otros cuentistas del resto del mundo. En todo caso, cuando alcanzas determinada madurez, ya no te sientes heredero de nadie más que de ti mismo. Escribes con tu herencia interior: tus vivencias, tu mundo personal… Esa es la herencia verdadera si uno es un escritor auténtico, original.

¿Qué supuso para usted el descubrimiento de Cortázar?

Cortázar me abrió las puertas. Yo estaba convencido de que había que escribir sobre temas importantes, con grandes personajes, y pensaba que no los tenía. Pero leyendo a Cortázar comprendí que eso no era necesario, porque la importancia, o la trascendencia, no residen en el tema, los personajes o la acción, sino en que hagas lo que seas capaz de hacer. Cortázar lo logra en esos cuentos donde nada es aparentemente trascendental. Él me abrió el cielo. Con él se me fueron los miedos: Ah, no hace falta contar la gran historia, se puede hablar de otras cosas, mientras tengas un mundo propio que te respalde.

¿Por qué Argentina parece ser terreno abonado para la literatura fantástica?

Porque la hubo siempre. Mientras en España primaba una literatura absolutamente realista y costumbrista, en Argentina la literatura fantástica se hizo desde siempre. Además, allí llegaban los libros de fuera. Aquí no. Cuando llegué a España me encontré con que había poca tradición del género a pesar de que algunos autores o lectores se empeñaban en decir que sí la había. ¿Dónde? ¿Dónde está la tradición del cuento y de la literatura fantástica en España? Yo no la veo por ningún lado.

En 1975 cruza usted el Atlántico y se instala en Madrid. ¿Por qué decidió venir a Europa?

Yo siempre estoy huyendo. Entonces huía de lo que era Argentina en aquel momento. Comenzaban las grandes persecuciones de la dictadura. A mí no me perseguían. Pero también veía que se venía encima una crisis económica brutal, que la industria del cine en la que yo trabajaba se iba al garete. Por otro lado, siempre había querido salir, irme. Así como en mis cuentos hay muchas mudanzas, parece que también yo necesito mudarme, cambiar. Las mudanzas son metamorfosis. No sé si es que huyo de mí mismo, o que me canso de mí mismo. Llevo tres años en esta casa y ya estoy buscando una nueva.

Conoció usted la España de la Transición y el Londres de los setenta. ¿Qué impresión le dieron?

Mi impresión de España tuvo dos caras: Por un lado me encontré un país muy luminoso, sin militares ni policías por la calle como sucedía en Argentina, pero por otro vi mucho atraso. Yo venía de una década, la de los setenta en mi país, donde los estudiantes, aparte de estar manifestándonos en la calle todo el día, veíamos obras de teatro con desnudos. El mayo francés estaba muy reciente, no había censura, estábamos al tanto de todo: del arte internacional, de las últimas vanguardias, de los libros. Luego, con la dictadura militar, la cosa cambió. Pero al llegar a España me encontré, por ejemplo, con que “Jesucristo Superstar” estaba prohibida. No había minifaldas. Recuerdo a la gente vestida de oscuro, y a las chicas todas igual con unos abrigos horrorosos… En Londres sí hallé lo que buscaba: esa apertura de criterios, esa posibilidad de verlo todo… Lamentablemente no pude quedarme porque allí era un “sin papeles”.

La muerte de Franco lo pilló a usted en España.

Murió al poco de llegar yo. Había entrado a trabajar en Televisión Española y recuerdo que vino mi jefe y me dijo: “Hoy tienes que trabajar todo lo que haga falta, porque se ha muerto Franco y hay que hacer ediciones especiales”. No tuve ningún problema porque cuanto más trabajaba más ganaba.

Será en Europa donde desarrolle su obra y forje su madurez creativa. De inmediato se aleja de influencias iniciales para introducirse en mundos truculentos, perversos, regidos por leyes desconcertantes. En “El momento del unicornio” (1995) ya despliega plenamente esa visión de la realidad como pasada a través de espejos deformantes. ¿Cómo nació este libro?

El proceso de creación es fragmentario, en el tiempo y el espacio. Unos cuentos son muy viejos, otros no tanto. Algunos ya habían aparecido en otro libro, todos habían sido publicados en revistas. Y obedecen a diferentes espacios no geográficos, sino interiores, o estados de ánimo, como quieras llamarle. Yo les llamo ámbitos. Nunca me propuse escribir un libro de cuentos sino cuentos, que al cabo he ido reuniendo por uno u otro criterio. En el caso de “El momento del unicornio”, el criterio fue la calidad. Prefiero que los cuentos sean bien distintos unos de otros. El nexo, si lo hay, si lo he logrado, es la voz, mi voz propia, o mi mundo interior. Ahora pasa una cosa: Que cada cuento se vive de forma diferente, algunos con una sonrisa de felicidad, y otros, cuando no salen a la primera y te ves obligado a volver atrás, rectificar, corregir… Ahí disfrutas de otra manera: Disfrutas del oficio, de las herramientas. En “El momento del unicornio” hay cuentos de los que a la primera salieron, sin ningún esfuerzo, y que disfruté cada línea porque era yo quien dominaba la narración y no era el propio cuento quien tiraba de mí. Esos que se resisten a ser conducidos hacen que te sientas contravenido. Sigues siendo el dios creador de ese pequeño mundo, pero ves que hay cosas que se te van de las manos y tienes que llevarlas de nuevo al camino correcto. He disfrutado con todos ellos. De no haber sido así los habría abandonado y a la papelera. Porque cuando un cuento se te resiste es porque no estás todavía preparado para contarlo, no es el momento.

En ese y en libros posteriores ahondará usted en una serie de obsesiones, como la deformidad física. En el relato “Diario del taxidermista” la aborda desde la brutalidad, pero también desde la poesía.

Retrato la deformidad física porque es lo que salió mal en el mundo. Es parte del lado oscuro del ser humano que exploro en mis libros, puesto que la deformidad, si no es física, es del alma. Y todos tenemos alguna, en el fondo.

En una ocasión dijo usted con humor: “No soy un escritor de terror, sino de asco”. Lo cierto es que lo escatológico es otro elemento recurrente en su obra. Lo vemos en el relato “El banquete del señorito” o en la que fue su primera novela, “Signos de descomposición” (Valdemar, 1996).

Lo dije con humor, pero hay mucho de verdad ahí. En efecto, “Signos de descomposición” es una novela muy escatológica. Es un terreno en el que me muevo con mucha comodidad. Tal vez con mucho conocimiento. Para mí es otro modo de llegar al lado oscuro del corazón, que es tan importante como el luminoso. Desgraciadamente, la corrección política en que vivimos sumergidos hasta el cuello pretende que toda la parte animal y de instintos y pasiones del ser humano no exista. Pero no es cierto: Somos malos, muy malos.

Precisamente tiene usted querencia por los malvados, a través de cuyos ojos vemos el mundo en sus relatos. Pero no son villanos al uso, sino seres laberínticos, a menudo inconscientes de su propia maldad.

Me apasionan los malvados, sí. Los encuentro divertidos. Es que los personajes muy buenos deben de ser aburridos, me parece a mí.

La sexualidad es otro motor clave en su narrativa, pero aparece de nuevo como algo lóbrego, truncado.

No ya truncado, sino que hablo claramente de una sexualidad castrada. En muchas de mis obras aparecen castraciones. La castración es un tabú, algo que tememos. Por supuesto, el sexo es muy importante, y está permanentemente presente en la vida y en el arte. Pero siempre se trata la parte más buena, la más romántica. Pocos autores asumen la cara dolorosa del sexo, que existe.

Además, en usted el sexo va a menudo de la mano de la muerte.

Es que la muerte es uno de los fenómenos artísticos más maravillosos de la vida. Es de una riqueza visual absoluta: La muerte es la desintegración, la podredumbre… Mucho más interesante a nivel plástico que el nacimiento, me parece.

Son todos elementos que confluyen en su novela “Isla de sirenas” (Valdemar, 2002) donde, entre muchas otras cosas, encontramos un personaje que escribe cartas falsas a su abuela haciéndose pasar por el hijo muerto de ésta.

Sí, para mantener la ilusión de la pervivencia, y de la familia. A lo mejor porque mi familia quedó destrozada muy pronto por una serie de muertes, yo sigo añorando ese núcleo familiar donde existen todos los roles: están los padres, los abuelos, los tíos, los hijos… todos. Conviven, se ven, se visitan, se quieren. Todo eso desapareció para mí en un momento de mi vida. Por eso, creo, siento esa añoranza.

Sus novelas tienen alma de cuento.

Tienen alma de cuento porque yo en el fondo creo que soy cuentista.

En la novela “El lado oculto de la noche” (Traspiés, 2012) va usted más allá y crea un mundo extraño, regido por leyes que rompen cualquier sentido de la realidad en el lector.

Había quien me decía: “¿Cómo vas a publicar eso? ¡No significa nada! ¡No hay estructura!” Pero sí la hay, y significa muchas cosas. Creo que “El lado oculto de la noche” habla de la inquietud existencial llevada al extremo. Él es un personaje derrotado, que no evoluciona, sin salida. Porque yo creo que el ser humano tiene muy pocas salidas en realidad. Su mundo es rutinario. Su realidad, absurda. Así es como veo el mundo y como me veo dentro de él. O, mejor dicho, como me vi en un momento concreto porque, aunque fue publicada hace poco, es una novela antigua, de los noventa.

Es una obra hipnótica, pero resulta imposible leerla sin una mezcla de angustia y claustrofobia.

Es que yo lo que quiero es joderle la vida al lector. Cimbrearlo. Siento que la gente es muy pasiva. Está acomodada en su “dolce far niente”: “No me molesten, este es mi sofá y esta es mi televisión”. Pero el mundo no es un tiovivo. El mundo es una mierda. Por eso me siento disconforme con él y trato de que mis libros sean una permanente transgresión de las reglas del juego. Si mi primer libro se llamó “Transgresiones”, ya no paré de transgredir. Y sigo haciéndolo a día de hoy. En la narrativa, me refiero. En mi vida real soy muy tranquilo. A veces, la gente que ha leído mis libros, cuando me conoce personalmente, se extraña: “¡Si tu eres un encanto, y además muy chiquitito!”, me dicen. ¿Qué pensaban? ¿Que iban a encontrarse con un vampiro o un gólem? Conmigo te lo puedes pasar muy bien, soy divertido. Pero la procesión va por dentro.

¿Y no le da la sensación de que la gente no quiere historias que la perturben? Es la era del hedonismo y del entretenimiento.

Claro, la gente no quiere que se les moleste con historias que muestren la realidad descarnada. No quieren saber del dolor, no quieren saber de la muerte. No quiere ver nada la gente. Sólo quieren ser felices. Yo lo entiendo. Yo también quiero ser feliz. Pero no puedo ignorar la realidad que me circunda.

Aparece usted en la “Historia natural de los cuentos de miedo” (Fuentetaja, 2013) citado como autor contemporáneo destacado del género. Y también en “Aquelarre, Antología del cuento de terror español actual” (Salto de Página de 2010). Igualmente, en Wikipedia se resalta el elemento terrorífico en su producción… Parece que algunos están empeñados en convertirle en autor de terror.

Aparezco citado en muchos sitios y de distintas maneras. A veces me han considerado gótico, otras escritor de terror… Creo que, en efecto, algunas cosas que he escrito pueden ser terroríficas, pero yo no reparo en el género. Escribo, y si alguien dice que es terror, me parece bien. No pongo etiquetas en aquello que hago, sobre todo porque me gusta la interacción entre géneros. No hay que encasillar ni la narrativa ni a los autores.

En todo caso, si no el sobrenatural, el miedo existencial es omnipresente en su obra.

Es que yo he tenido y tengo miedo de muchas cosas: miedo a la existencia, a la muerte… miedo al miedo. Y ese miedo lo transmito. Ahora, a mis 67 años, al menos le tengo menos miedo a la muerte, y también a la vida.

En sus cuentos y novelas se nos muestra el cuerpo como materia que envejece, corrompible. ¿Cree que sólo somos eso?

Ahí interviene mucho la educación que uno ha recibido. Nosotros estamos inmersos en una cultura judeocristiana y, aunque uno sea ateo como es mi caso, esa visión está presente permanentemente. A la muerte nos espera la corrupción, la desaparición definitiva. He vivido tan de cerca la enfermedad y el deterioro físico que no puedo prescindir de eso. Entonces, si no podemos trascender en el plano físico, como los faraones, lo único que queda es el arte. El arte es la forma de trascender. No veo otra manera. En el fondo queremos trascender todos. Los escritores aspiran a lograrlo con su obra. Es mentira quien dice que no. Todos son muy vanidosos además. Yo no voy a ser santo ni me van a hacer ningún altar por ningún lado, pero sí me gustaría que algo de mi obra quedase, y que algún día alguien dijese: “Mira, me he encontrado esta novela de este tipo que estaba absolutamente loco”.

No cree en el alma.

Nunca. Como en un cuento mío, cuyos personajes sólo creen en los documentos escritos. Creo en la realidad, en la vida, en el ser humano con sus conflictos, sus contradicciones. Respeto la espiritualidad si alguien la tiene, pero yo no sé siquiera si tengo espíritu, y no es una cosa que me quite el sueño.

En una ocasión dijo usted: “Me considero un autor injustamente ignorado”. ¿Se siente así?

Sí, me considero bastante ignorado en mi lengua fundamentalmente. Rara vez se acuerdan de que existo. Pero no debo de ser tan malo cuando me traducen a otros idiomas y me proponen publicar en otros países. En España, sin embargo, que es donde hice toda mi obra, no se me ha hecho caso, y en Argentina creo que no saben prácticamente que existo. Y sí, me duele un poco porque yo también quiero que la gente me conozca, que lea mis cosas.

“Escribir en España es llorar”, dijo Larra.

La parte dolorosa de la literatura es cuando ya has escrito y tienes terminado el original. ¿Y ahora qué? ¿Lo quemo, lo tiro, me lo como, lo mando a editoriales, se lo doy a un amigo? ¿Qué coño hago yo con este armatoste de trescientas páginas? Luché durante muchos años por publicar. Además por publicar cuentos en una época en la que ni Dios los quería en España. Ahora sí, ahora todo el mundo publica cuentos y está de moda escribirlos. Pero en los ochenta y noventa nadie los quería. De hecho, no tengo ningún rubor en confesar que “Signos de descomposición” la escribí porque la editorial me dijo: “Okay, Norberto, los cuentos son excelentes, pero no se venden. ¿Tú no podrías escribir una novela?” Lo intenté y así nació ese libro.

¿Qué papel le queda al cuento en la actualidad?

La utilidad de la narrativa no es algo que me preocupe. En todo caso, la función de un cuento es entretener. Y si además nos abre los ojos respecto a algo, miel sobre hojuelas. No creo en que haya nada más allá de eso. Ni creo en la narrativa como vehículo político. No, por Dios. Yo ya viví todo eso de joven.

Dijo Thomas Mann que un escritor debe realizarse en todas las etapas de su vida, incluida la vejez.

Un artista es artista siempre, desde que nace hasta que se muere. Yo no puedo dejar de ser artista aunque no haga nada, aunque no plasme o concrete mi interior y lo muestre a los demás, sea escribiendo o con plástica. No se puede parar. Y así será hasta el día en que me muera.

¿Qué le lleva hoy a escribir?

Pocas cosas, porque estoy cansado y siento que mis esfuerzos no fueron apreciados. Además uno se pregunta si lo habrá dicho todo ya. A veces me gustaría poder olvidarme y no escribir más, pero entonces me entra una culpa horrible.

¿Por qué?

Porque no podría justificar la existencia sin creación. Sería como mis personajes: un ser castrado.

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