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La aguileña Cassandra, el almirante golpista y la resistencia al tirano

Pedro Costa Morata

Yo lo del caso de la osada Casandra y la increíble sentencia de la Audiencia Nacional lo veo de otra manera, sin eludir del todo sus inevitables rasgos humorísticos, qué quieren que les diga.

Empiezo recordando el júbilo con que millones de españoles celebramos la desaparición del almirante Carrero Blanco, mano derecha del Innombrable desde la Guerra Civil, no ya porque era un residuo, de calidad, de aquellos golpistas que destruyeron la República, llevaron al país a una espantosa guerra civil y aniquilaron, con la paz, a miles de ciudadanos que en buena medida todavía están insepultos, dada la confabulación de franquistas y demócratas de pacotilla que nos gobiernan desde hace 78 años; sino porque el atentado exitoso rompía la sucesión y dejaba al franquismo al albur de la vida biológica del tirano. Cómo no recordar con estupefacción las lágrimas del Caudillo ante el féretro de su fiel adlátere: ¡Franco lloraba y tenía sentimientos para con los suyos!

Llegaba yo ese día, 20 de diciembre de 1973, con otros compañeros desde Bilbao, donde mi empresa me tenía trabajando en el proyecto de la central nuclear de Lemóniz, y en la Plaza de Castilla nos encontramos con la noticia de impacto en los periódicos de la tarde; y nos fuimos a tomar algo al otro lado de lo que luego fueron los Juzgados, en el tabernil barrio de Tetuán: pues claro, y comentaríamos, supongo que respetuosamente, aunque desde luego con inevitable alborozo, que el almirante había volado “describiendo una airosa parábola, de fino trazo galileano” (como se pudo escribir, una vez ganada la democracia). Contaré que yo había conocido al almirante un día del verano de 1971, haciendo mis prácticas militares de alférez, que compaginaba con mi empleo de Philips Ibérica; aquel día mi jefe me pidió que a la salida del cuartel pasara a almorzar con él y un cliente importante en el restaurante del famoso edificio Torres Blancas.

Y resultó que al entrar me encontré de bruces, o casi, con aquel rostro cuadrangular, de ojos duros y cejas selváticas y no tuve el valor de acercarme a él, como debía, y presentarme (“A las órdenes de vuecencia, mi almirante”), por lo que toda la comida la pasé en vilo y sin atender más que a los movimientos del número dos del régimen, que debió sonreírse al suponer mi zozobra y salió en su momento por una puerta excusada sin prestarme la menor atención.

Pero retomo el hilo de mi tesis, que es mi humilde, pero decidido rechazo a que lo que le sucedió a Carrero haya de considerarse terrorismo. En su momento sí, menudos eran aquellos golpistas, que tenían muy claro que siempre los terroristas son los otros, como se hace en todo el mundo. España y los países de la OTAN llaman terroristas a los combatientes afganos porque sí: porque no van a reconocer que nadie les ha llamado allí, que su presencia es indeseada y que cuando te invaden tu obligación es golpear sin tregua a los ocupantes. Tiene gracia cuando nuestros ministros y ministras de Defensa, sin excepción, van a Afganistán (o a Irak) y se descuelgan diciendo que nuestras fuerzas armadas están allí para proteger a España del terrorismo (con lo fácil y lógico que sería reconocer que es al revés: que desde que intervenimos en el mundo árabe-musulmán no dejamos de recibir golpes y amenazas, viviendo en zozobra permanente).

Entonces –continúo con esta tesis, reacia al aborregamiento– si aquella “operación Ogro” (así la bautizaron los del atentado) no fue, desde el punto de vista político e incluso moral, terrorismo, no me explico cómo los magistrados que han firmado un año de cárcel para Cassandra, han fundado su sentencia en la humillación de las víctimas del terrorismo como si siguiéramos en 1973, es decir, en pleno franquismo y las libertades tan duramente ganadas fueran fantasmales o teóricas.

El hecho de que el atentado fuera obra de un comando de ETA, organización que sí ha practicado el terrorismo, sobre todo después de lo del almirante, no nos autoriza, creo, a considerar todas las acciones de ETA exactamente iguales y sometidas al mismo tratamiento jurídico-penal.

Cuando acabó la guerra civil fueron muchos los que continuaron, armas en la mano, golpeando a las fuerzas armadas y los jerifaltes del nuevo Estado, fundado por una pandilla de golpistas que, no contentos con sublevarse contra el régimen legal y legítimo, actuaron como verdaderos criminales de guerra, incluso como genocidas limpiando el país, por la vía rápida y la estricta aplicación de principios técnicamente terroristas, de cuantos consideraron enemigos o desafectos peligrosos.

Y creo recordar que algunos de los flamantes diputados de las Constituyentes de 1977 habían sido de ésos, es decir, de los que cumplieron durante la posguerra, jugándose el tipo, con su obligación de atacar y hostigar a esos golpistas constituidos en un régimen inasimilable por la democracia, que se ensañaba con sus súbditos disidentes y que se echó sobre la espalda decenas de miles de asesinatos. Parece, pues, que golpear a un régimen ilegal, ilegítimo e inmoral, por más que se hubiese asentado firmemente sobre la represión política a lo largo de casi 40 años de poder abusivo y de ejecuciones sin cuento, no merece ser calificado de terrorismo.

No creo tampoco que ningún doctrinario a caballo del franquismo y la democracia venga diciendo que la venganza es reprobable, lo que en el ámbito de la política y el marco de la historia es una tontería. A ver si no, qué significan las teorías renacentistas de la resistencia al tirano, de fondo y elaboración teológicos, sí, pero impecables en su justificación y objeto. O la necesidad imperiosa de que todos los ciudadanos se comprometan en la salvaguardia de la democracia, por ejemplo cuando el riesgo de involución despunta; o la legítima defensa, de aplicación cuando los golpistas pervierten un régimen decente y democrático.

Quien esto escribe nunca se planteó echar mano a la violencia para combatir al franquismo, ni mucho menos, pero lo combatió como pudo, logrando con una docena de españoles en la misma onda, aniquilar el programa nuclear, que a más de ser el florón económico-especulativo del sector eléctrico (y este mismo, la niña de los ojos del régimen franquista), tenía de los nervios al sucesor de Carrero Blanco, Arias Navarro (calificado por rigurosos historiadores de “carnicerito de Málaga”, supónganse lo peor), vinculado con el poder minero-eléctrico astur-leonés.

Otra anécdota que rememoro es la siguiente: cuando en 1976 la Guardia Civil registró el domicilio de mi amiga Pencha, líder de las luchas antinucleares en la costa de Lugo, le requisaron dos libros (era todo lo que podían hacer): la Operación Ogro, que era una edición clandestina, y mi Nuclearizar España, editada con todos los plácets.

No sé si merece la pena estudiar el curriculum de los magistrados que se han llevado por delante a Cassandra: si son jóvenes o no, si conservadores o no, si tienen idea de la historia reciente de España… y si tuvieron ocasión de mojarse en las luchas antifranquistas en su día, como era su obligación. Creo que es mejor no meneallo, que nuestra Cassandra acuda al Constitucional enarbolando el artículo 20 de nuestra Carta Magna (el de la libertad de expresión, que por experiencia propia sé que funciona) y que si no tiene suerte suba al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, donde no cabe la menor duda de que finalmente ganará. Mientras le llega el indulto, claro.

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