Montados a caballo y con el rostro cubierto, el 31 de marzo de 1870, en Eutaw, Alabama, una treintena de miembros del Ku Klux Klan salieron a la media noche “a cazar” a esa otredad que amenazaba su orden racial. Asesinaron a James Martin, un líder afroamericano del condado y al fiscal Alexander Boyd, aliado a favor de los derechos políticos de las personas negras.
Los jinetes del odio solían articularse alrededor de misas evangélicas dominicales, pervirtiendo consignas religiosas para presentarse como blancos guardianes de la civilización y del cristianismo. Sus panfletos colgados sin rubor en tablones públicos rezaban la premisa moral de “defender a las mujeres y niños blancos” frente a la “amenaza negra”.
Ahora, los jinetes del odio llegan en cuatro ruedas, se organizan por Telegram, han evolucionado los panfletos por memes y reels con jingles pegadizos y hace unos días arribaron a Torre Pacheco, Murcia, para cazar magrebíes. Mismo patrón, misma urgencia por frenarlos.
Pero Torre Pacheco en 2025 no es la Alabama decimonónica. Mientras que los asesinatos de Martin y Boyd quedaron impunes, desde este martes ya se encuentran detenidos tanto Christian L.F, líder de la organización ultra Deport Them Now, quien impulsó la horda de ultras, como el presunto culpable de la condenable paliza a Domingo Tomás Martínez, la cual usaron de excusa para aterrorizar a un municipio entero donde el alrededor del 30% de la población residente nació fuera de España. Queda pendiente detener a todos los que destruyeron el restaurante kebab de Hassan para que respondan por sus delitos bajo el debido proceso que un Estado de Derecho democrático debe garantizar.
Sin embargo, paralelo a la actuación judicial, nos queda una tarea más compleja: desactivar las narrativas de odio que seducen a jóvenes (y no tan jóvenes) que han comprado la idea de un ser español como categoría excluyente que exige una absurda (además de imposible) pureza cultural y que confunde patriotismo con supremacismo.
Esto nos llevará tiempo, porque el caldo de cultivo de esta ola reaccionaria no es privativo de España y lleva macerándose mucho tiempo. En este sentido, conviene tenerlo muy claro: dato no mata relato, o por lo menos, no es suficiente. En la era de la posverdad, toca asumir que exponer todas las cifras que desmienten los cantos de sirena de Abascal y los suyos —entre quienes se incluyen algunas voces del PP— que insisten en vincular inseguridad con inmigración, por sí mismo, no basta.
Estamos ante una disputa narrativa, donde el concepto de legitimidad cobra un valor central. Por eso es crucial amplificar voces como las de Encarnación, la esposa de Domingo, quien en medio del dolor de ver el rostro herido de su marido, tuvo la valentía y el sosiego de exigir a los ultras que se fueran de su municipio porque “hacen lo mismo que le hicieron a Domingo”.
Toca construir desde el orgullo, la radical ternura y la solidaridad la alternativa del “ser español” para hacerlo más ancho, para caber todos y todas quienes aquí habitamos, quienes aquí nacieron y quienes hemos llegado. Toca recordar a Mansour, el joven refugiado guineano quien arriesgó su vida por salvar a su vecina en medio de una inundación. Toca hablar de las mujeres con acentos varios que cuidan a muchos abuelos con diligencia. Nombrarlos (nombrarnos) como parte de un “nosotros” desde la cotidianidad y la pertenencia, donde la interconexión es la clave.
Con ese “nosotros” subsanado tendremos fuerza necesaria para construir un horizonte de futuro que garantice condiciones materiales dignas para una generación de jóvenes a las que se les ha negado, que se siente perdida e impotente, encontrando muchos de ellos en el odio al otro una identidad prestada, pero que no es inmutable.
Después de la cacería de Torre Pacheco, nos queda la responsabilidad permanente y colectiva de impedir que el miedo, el odio y la mentira definan quiénes somos.
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