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Los ecologistas tienen que leer (o releer) a sus clásicos

Sierra Espuña, ejemplo de ecoturismo

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Los grandes periódicos nacionales publican, como es costumbre, una lista de libros escogidos, o propuestos por personajes conocidos, para leer en vacaciones. Repaso una de estas selecciones, nada menos que de cien títulos, y no encuentro ninguno sobre ecología, medio ambiente, colapso planetario, pandemia o desarrollo suicida: debe de ser porque el estío ha de ser calmo y relajado, quizás sugerente, pero en absoluto inquietante: pues muy mal.

Y al mismo tiempo, reflexionando sobre las últimas movidas ecologistas en las que me veo metido compruebo que no mejora, ni en fuerza ni en prestigio, este movimiento en España. Basta con reconocer la proliferación de plataformas de reivindicación concreta que silencian –cuando no rehúyen– su inocultable carácter ecologista optando por la acción frente a las actitudes modosas (inaceptables en un ecologismo que siempre será de izquierda militante) y las reivindicaciones sin fuelle (como con cansancio). La tendencia a sustituir la confrontación por el “clic”, en una sociedad en la que su digitalización forzada (también) esquiva el debate y libera de hecho, a políticos, administraciones y empresas de la vigilancia estrecha a sus fechorías, reduce la efectividad y la moral del movimiento, que necesita reanimarse.

Esto invita a un análisis de envergadura, en el que no entraré hoy. Me fijaré, de momento, y porque es cierto que siempre el verano ha sido tiempo de lectura, en lo que percibo como flagrante, a la vez que lamentable, déficit de lectura, pensamiento, teoría y referencia hacia y desde los clásicos ecologistas, lo que influye, inevitablemente, en la acción, su respaldo y su eficacia. Hablo de la caída de potencial intelectual en el ecologismo contemporáneo y en nuestros pagos, que entraña acciones que no convencen, manifiestos para oídos sordos e ilusas esperanzas; y por eso apelo al seguro que suponen los pensadores básicos, cuando de salir del impasse o la desolación se trata. Enumeraré media docena de autores que creo esenciales, que leí y que repaso, y a los que me debo; y por eso mismo, recomiendo.

Si quien me lea o escuche se arranca por algunas de las lecturas que desde aquí propongo, sepa que mi primera invitación va por Illich, ese Iván Illich austro-croata que nos encandilaba en los años 1970 con esa mirada aguda (y su vida ejemplar) que tanto agradecíamos los que queríamos salir de la perplejidad y la crisis del Estado de bienestar. Son de gran provecho las críticas multiformes que dirigió, por ejemplo, a los sistemas educativos con La sociedad desescolarizada (1970) o a la medicina moderna en Némesis médica (1975), pero el trabajo que constituye un genial análisis ecológico es Energía y equidad (1973), ya que con su crítica del transporte devorador de energía y, en especial, del automóvil, sentó las bases del ecologismo en estos asuntos; todas sus obras están en los dos volúmenes de Obras reunidas que aparecieron hace pocos años, estando las citadas en el primero de ellos (2006). Pensador tan genial y libre, surgido como vivificador del pensamiento, no podía librarse de duras críticas por los teóricos, generalmente marxistas, del momento intelectual, a quienes pilló desprevenidos (y no poco obsoletos). Yo considero que Illich ha vencido.

Para quienes no acaban de afrontar, crítica y adecuadamente, el sesudo proceso de destrucción del planeta por los pertinaces vicios del capitalismo, como el de las siempre falaces economías de escala, la lectura del alemán E. F. Schumacher y su hermosísimo Lo pequeño es hermoso (1973) le vendrá al pelo: fábricas y granjas desmesuradas, centrales eléctricas gigantescas, sistemas de comunicación planetarios, etcétera, puro dislate, y así nos lo advirtió Frittz Schumacher ayudándose de la filosofía budista (ya que el cristianismo, anclado en los aires depredadores vétero testamentarios, no le servía de gran cosa). Naturalmente, el capitalismo reaccionó con insania, como se vio en aquel Lo pequeño es estúpido (1995), de un tal Wilfred Beckerman, profesor en Oxford que creyó poder anular el profundo mensaje de nuestro autor con un canto al crecimiento y la insidiosa pretensión de que los problemas ambientales están en los países atrasados, debido a la pobreza.

Durante la crisis de la energía iniciada en 1973 pudimos conocer “de cerca” al biólogo norteamericano Barry Commoner, primero con La escasez de energía (1976), en la que mostró su conversión a la ecología política, tras un genial El círculo que se cierra (1971), agudo señalamiento de los problemas ecológicos propios del sistema económico norteamericano. Commoner ya había fulminado a la “ciencia dura” en Ciencia y supervivencia, acusando de la angustia del mundo (era la Guerra fría) a los “físicos”, que habían ganado la guerra y liberado la radiactividad por el planeta.

René Dumont, ingeniero francés conocido como el “agrónomo del hambre”, dedicó su vida a proyectos agrícolas por todo el mundo, capitalista y socialista, adquiriendo una vasta experiencia que le hizo desconfiar radicalmente de los propósitos de los regímenes políticos, denostar los daños de la Revolución verde y criticar la pretendida eficacia de la agricultura moderna: no recomendable para los depredadores de la agricultura intensiva y los obsesos en general de las ideologías alimentarias de exportación. Su obra más conocida es La utopía o la muerte (1973), aunque siguen sin traducirse algunas de sus mejores obras; de gran contenido político es Ecología socialista (1977), que aclara que la garantía de supervivencia vendrá de una ecología socialista (no de un socialismo ecológico: distingamos). Dumont causó sensación cuando logró un millón de votos como candidato ecologista en las elecciones presidenciales de 1974.

El verdadero, y más prolífico, autor de ecología política es André Gorz, que también escribía como Michel Bosquet, un exiliado austriaco que halló en Francia la patria intelectual que necesitaba. El resumen de su pensamiento está en Ecología y política (1975), y este es el libro que debiera presidir la biblioteca de cualquier ecologista preocupado por las relaciones entre ambos mundos y significados, porque reúne la labor de años como columnista periodístico y atento observador de la situación francesa y europea; y no tiene desperdicio. Gorz no dudó en acometer el análisis crítico de las relaciones, por ejemplo, entre el trabajo o el sindicalismo y la ecología, o el binomio socialismo-ecología, con tratados luminosos y tan libres de expresión como comprometidos de contenido. Para disfrutar de Gorz como máximo exponente de la ecología política viene bien leer la reciente biografía escrita por uno de sus discípulos, André Gorz. Une vie (2016), que creo que no ha sido todavía traducido.

Del más joven, y último en desaparecer, Edward Goldsmith (1928-2009), lo primero que hay que decir es que dedicó su notable fortuna (pertenecía a una conocida familia franco-británica de financieros) a la causa ecologista, destacando la fundación en 1970 de la revista The Ecologist, que durante casi cuatro décadas ha sido la más importante (sesuda, ideológica, vanguardista) de las publicaciones del género. El pensamiento de Goldsmith ha estado dominado por el acuciante problema de la estabilidad (de poblaciones, actividades, ecosistemas…) y así lo recoge la obra más conocida, Manifiesto por la supervivencia (1972), surgida desde The Ecologist.

Recuerdo aquí lo que se dice y repite, con tantísima razón: quien no lee lo suficiente, ni sabrá escribir con propiedad ni podrá hablar inteligible ni, incluso, logrará pensar con sistemática. Ni defenderá, con eficacia, el medio ambiente.

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