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Por si acaso

Maniobras militares estadounidenses

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No quedan paraísos. Tal vez, más allá de los fugaces individuales, de algún extraordinario común, y de los pactados y agrietados domésticos, no hayan existido jamás, aunque la necesidad de tenerlos persiga al hombre hasta el placer de crearlos y el delirio de defenderlos. Es más fácil creer en la voluntad, la razón o la capacidad de aunar esfuerzos en pos de un bien general, que reconocer la soledad infinita de nuestros anhelos, porque son tantas las ocasiones en la historia del hombre en las que este ha conocido el fracaso de los sueños de libertad, de igualdad, de justa distribución de la riqueza, de etcétera, que algo, desbaratando el silencio, advierte de que los cambios se producen con agujas nuevas e hilos viejos.

Bien recibido, no obstante, el retraso que hastiado de serlo penetra con prisa en el futuro buscando amaneceres sin sesgo. Como lo ha hecho el flamante y deseado presidente demócrata del estado más poderoso de occidente, Biden, cuyo invisible cetro administra la supremacía de la división. Denunciada por analistas políticos; utilizada por candidatos a la presidencia, y anterior a Trump, la división, la brecha social de EEUU, ensombrece gestiones presidenciales apenas se apele al recuerdo. La división social, existente entre 1619 fecha de llegada al país de los primeros esclavos y la abolición de la condición de estos, se zanjó tras dos siglos y casi y medio de servilismo y un poco más de cuatro años de contienda, al promulgarse, por iniciativa de Abraham Lincoln, tras la finalización de la Guerra de Secesión Americana, en 1865, la Decimotercera Enmienda a la Constitución aboliendo la esclavitud, modificación  que, además, costaría la vida del presidente.

Pero no fue hasta 1964, durante el mandato de Lyndon B. Jhonson, que, recogiendo la iniciativa de su homónimo asesinado Jhon F. Kennedy y la de grupos activistas como el liderado por Martin Luther King, se aprobaría La Ley de Derechos Civiles prohibiendo la discriminación racial y la segregación racial, y garantizando el derecho al voto de todos los ciudadanos, pues pese a la abolición de la esclavitud en el siglo XIX, en el XX, las instituciones de los estados sureños pro esclavistas, para mantener los pingües beneficios obtenidos con la utilización de mano de obra barata, dictaban condiciones para el voto negro, haciéndolo imposible, tales como el establecimiento de un impuesto para el sufragio, o la exigencia de un nivel de alfabetización que las escuelas segregacionistas se ocupaban de no ofrecer jamás.

Hace cincuenta y siete años una ley confería la igualdad racial. Una igualdad que prohibía a un niño blanco rechazar en el juego a otro negro, o que un adulto de este color, por obligación, hubiera de ceder su asiento en el autobús a alguien de raza blanca, porque de lo contrario la población en general, y, en particular, organizaciones como el Ku Klux Klan, impondrían con intimidación y sangre una destructiva perspectiva social. Las apenas dos generaciones nacidas en la igualdad conocen, todavía, diferencias por causa de raza, como lo demuestra el movimiento Black Lives Matter, o los datos (Jake Horton, BBC Reality Check, junio 2020) según los cuales en 2019 a la educación superior accedió un 26% de la población negra, y casi un 40% de la blanca. En salarios, el promedio de ingresos en los hogares negros rondó el 60% del ingreso de los hogares blancos, o que la población hispana, cuya inmigración a EEUU comenzó tras la Segunda Guerra Mundial, con una población total del país estimada en un 17,5% actualmente, superando al 16% de la comunidad afroestadounidense, no conozca mejor destino, ya que sus datos de integración están también por debajo de los de la mayoría blanca no hispana, que representa actualmente un 66,7% de los habitantes censados.

La división en esta nación de trescientos treinta millones de habitantes; una cantidad de migración ilegal estimada entre diez y doce millones, y aumentando; más de ciento veinte armas de fuego por cada cien habitantes; de racismo blanco, negro, hispano, asiático; arrasada por bandas callejeras y sus sangrientos ritos de iniciación; forjada en la mafia; poco partidaria del paraguas estatal en la sociedad; con un nivel de pobreza estimado en el 10% de la población; un porcentaje similar sin seguro médico, pese a la reforma de Obama; y, entre otros factores, una deuda estudiantil presionando a cuarenta y cuatro millones de estadounidenses, con un promedio de deuda por persona y préstamo de 37.000 dólares, la división parece afirmarse, sostenida, además, como viene sucediendo en las democracias actuales, por el rechazo a la aceptación calma y lúcida del que piensa diferente.

El 'País de las Oportunidades' se aleja, cada vez más, del ideal americano, del paraíso inventado en el que algunas generaciones fabularon vivir y del que trasmitieron una promesa inundada de maná, tan fértil y generosa como la tierra que arrebataron y que algunos sienten les arrebatan hoy. Joe Biden ha prometido a esta nación, que no cesa de propagar su preeminencia en el mundo, una nueva realidad. El llamado Plan Estadounidense para las Familias, con dos billones de euros destinados a la clase media y a los más desfavorecidos, forma parte del vasto proyecto, de casi seis billones de dólares, con el que el jefe del ejecutivo pretende restaurar el depauperado estado del bienestar en EEUU.

Sin esperanza es más difícil seguir y, aunque Biden parece atreverse a encararla, el apoyo en política internacional a Marruecos y a Israel sugiere que el vuelo iniciado no será ave del paraíso. O sí. Porque no solamente los apoyos internacionales citados se mantienen, fomentan y potencian con altísimos contratos armamentísticos, sino que en un alarde de quien no renuncia a la ostentación de los arsenales que sustentan el poder, el recién elegido presidente autoriza la participación del país que dirige en las mayores maniobras militares de África con el despótico rey alauita, nueve países más y veintiún observadores para garantizar la seguridad frente a los grupos yihadistas que operan en Argelia y en el sur de Mauritania, se dice. Eso sí, sin representantes españoles, pues pese al reciente titubeo de EEUU respecto de la localización de los ejercicios militares, previstos en parte del territorio en litigio con el Frente Polisario, si España como participante u observadora en el Sahara Occidental estuviera, legitimaría la ocupación marroquí de la antigua colonia española.

Mas, ¿por qué, tras tres décadas celebrándose, adquieren esta relevancia las maniobras de este año? ¿A qué la demostración de fuerza del ejército estadounidense, que defendido ya el norte por la OTAN aparece ahora como guardián del Atlántico Este? ¿Qué tienen esas aguas que uno de los disputadores del control mundial su defensa procuran? ¿Con qué plan maniobrará la Segunda Defensa Atlántica? Porque con un ejército marroquí rearmado y rearmándose con compras armamentísticas superiores a los veinte mil millones de dólares; países como Túnez, Senegal, Mauritania o Nigeria apostando por la tendencia mundial de rearme, incluida España, puesta de manifiesto por los datos publicados por el SIPRI, y una CE rodeada de inquietantes vecinos, Rusia, China, Turquía y Marruecos, estas maniobras instauran una peculiar seguridad. Y aunque el Viejo Continente, pese a sus desaciertos, no esté, tal vez, en la peor realidad conocida, ¿y si la débil, poco cohesionada y decadente Europa hubiera de asistir al surgimiento de un Marruecos armado que satisficiera la codicia estratégica de quien mutila u ordena voluntades? ¿Contra China? ¿Cómo semáforo en ámbar para Europa? Un destello de belicismo subraya la última sutileza del imperio. Esta sí, Edén para unos pocos.  

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