¿Crisis de la monarquía o del orden político?
Paradójicamente, la izquierda no socialista y los conservadores (PP, Vox, Ansón, La Razón, ABC) parecen coincidir en que lo más afectado sería el orden en su conjunto. Incluso ambos utilizan el mismo nombre para referirse a ese todo: Régimen del '78, denominación que Podemos puso en circulación al inicio de su andadura. Para los conservadores, ese Régimen sería una suma de nacionalismo español, monarquía, democracia parlamentaria y mercado, que obraría como una suerte de escudo contra el separatismo y el izquierdismo, hoy simbolizado en el populismo y en un “comunismo” redivivo. Para la izquierda no socialista, tal Régimen del '78 sería una democracia oligarquizada por las élites económicas, políticas y mediáticas que, provenientes del tardo-franquismo, consolidaron su poder con ese pacto en las alturas que habría sido la Transición (léase “revolución pasiva” en Gramsci).
Si para los primeros la crisis que protagoniza el rey emérito sería el pretexto que la izquierda chavista-comunista (¿?) en el Gobierno, aliada a los separatistas, utilizaría para cargar contra el ser nacional español, protegido por la Constitución del ‘78, para los segundos sería la prueba del artificio que fue la Transición y por tanto el inicio de la auténtica democracia. La debilidad de este punto de vista es, justamente, que concibe el orden como una totalidad homogénea, basada en un pivote que, una vez removido, haría caer a todo el conjunto. Un reduccionismo que recuerda el lugar imaginario que “la crisis final del capitalismo” tenía y tiene en la izquierda economicista. Como si hubiera un único centro de hegemonía del que derivara el sentido cristalizado de lo social, que es lo que constituye en definitiva el orden político.
Juan Carlos I contaba que, en su lecho de muerte, Franco —que no solía tener conversaciones políticas con él— le tomó la mano y le dijo “conserve España unida”, como si para el dictador lo demás no importara tanto, deducía el rey emérito. El sentido de lo político rara vez coincide con el testimonio de sus actores —como en la ficción, protagonista y autor no coinciden— pero este caso podría ser la excepción que confirmara la regla.
En efecto, lo que creo que esta crisis significa es que el discurso de la Transición —el hegemónico del orden político en España— ya no puede utilizar el recurso de la monarquía como “prenda de unidad” para un país que describe y piensa como cainita, para lo cual muestra la Guerra Civil como conflicto entre “bandos” igualmente desafectos de la democracia. Por eso ese discurso habla de “republicanos” y de “nacionales” y no de “constitucionalistas” y “golpistas”, por ejemplo. Y envuelve el Golpe del '36 en la Guerra Civil. De ahí que la democracia reinstaurada en 1978 aparezca como paradójicamente huérfana, sin pasado ni memoria. Quizá por eso su padre pueda ser, para este relato, el ahora rey emérito.
En verdad, en ese sentido esta crisis es más colofón que prólogo, consecuencia que causa. Por varios motivos: porque el desgaste de la monarquía como factor de unificación ya había empezado con los casos de corrupción de yerno e hija del emérito y con los escándalos que protagonizó Juan Carlos I en los últimos años de su reinado (o que los medios dominantes decidieron ahora sí contar). La abdicación de 2014, el retiro de la asignación anual y la renuncia a la herencia por parte de Felipe VI vinieron a corroborar esa erosión. Pero que la monarquía o el monarca —el famoso “juancarlismo” — ya no podían seguir jugando ese papel quedó en evidencia con el avance del soberanismo catalán desde 2010. Más aún, ese proceso no solo afectó al “juancarlismo” sino al incipiente “felipismo”, en tanto el nuevo rey tuvo que bajar al fango de la lucha política en 2017 para pronunciar un discurso nacionalista español que dejó tocada ya muy al inicio de su reinado su aura de “padre protector de todos sus hijos”, sean estos como fueren.
La crisis protagonizada ahora por Juan Carlos I, en tanto imposible de tapar como antaño, parece inscribirse así en una larga tendencia hacia la mayoría de edad de la ciudadanía española, iniciada hacia 2003 con el rechazo masivo de la participación española en la guerra de Irak, continuada con las protestas por la desinformación del gobierno de Aznar respecto de la autoría de los atentados de Atocha en 2004 y coronada con la movilización del 15M en 2011. Esa demanda de mayoría de edad viene a cuestionar el contrato de ciudadanía que propuso la Transición a su pueblo para constituirlo: nosotros tomamos las decisiones y ustedes disfrutan “del período de mayor prosperidad y paz de la historia de España”.
Ni la propia monarquía ni desde luego la democracia parecen en duda por esta crisis, precisamente porque no hay un único pivote que sostiene el orden político. Lo que parece estar en juego es la legitimidad de la monarquía, no por azar afectada por la ausencia de un sentido compartido de pertenencia a la comunidad y por la crisis social (2008 y 2020) que impide a la Transición cumplir con las nuevas generaciones con su promesa insignia, la de que “los hijos vivan mejor que sus padres”.
No está en juego el orden en su conjunto, porque en la identificación popular la democracia no depende exclusivamente del nacionalismo español ni de la monarquía (todos son demócratas, catalanistas y republicanos también), ni la profundización de la democracia se ata solo al fin de la monarquía (Podemos en sus inicios rechazó entrar en el debate sobre la república). La fuerza de la democracia en España radica en que puede vincularse a distintos elementos para conformar un orden político. No hay tal Régimen del '78 porque hay varios rasgos igualmente valiosos para la ciudadanía (o múltiples centros de hegemonía, dicho en gramsciano). Parece que estamos entonces ante un eslabón más de la crisis de representación que puso de manifiesto el 15M.
La pregunta es si la monarquía o el monarca podrán renovar esa legitimidad, encontrar un sentido que justifique su papel y genere identificación con la institución o, al menos, con quien la encarne. Para ello deberán hallar otra forma de aparecer por encima de las diferencias, que en España son las de pertenencia nacional. Pero ciertamente resulta más difícil imaginar una monarquía española situada por encima del nacionalismo español que una corona con déficit crónico de legitimidad en una sociedad fuertemente identificada con la democrática.
Si lograra lo primero volvería a acompasar los movimientos de la democracia, como al inicio de la Transición. Porque encontrar ese lugar de neutralización de las diferencias, con y sin monarquía, es en verdad el reto central del orden político español: democratizar la idea de España, para que se pueda pertenecer a ella de muchas maneras, merced a una identificación que —como todas— sea vaga, indefinida, no literal ni taxativa. Ese día el orden podrá reformar su libro sin el temor actual a mover una coma. Ese día los ciudadanos podrán construir su relación de identidad con la comunidad y, quizá a raíz de eso, decidir la forma del Estado. En cualquier caso, ya serán mayores de edad.
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