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¿Mercado u oligopolio?

Ex coordinador general de IU
Una persona cambia la bombilla de una lámpara

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El precio de la energía eléctrica se ha convertido en un problema grave para la situación económica de muchas familias, pero también para la economía de miles de empresas, especialmente pequeñas y medianas, que ven notablemente aumentados sus costes (por cierto, sin protestas de la CEOE), y repercute en el presupuesto de gastos de los Ayuntamientos y otras instituciones. Todo ello implica el aumento de los precios de otros productos, por tanto, hace aumentar la inflación que comienza a amenazar la futura recuperación económica post pandemia y debilita el poder de compra de trabajadores y trabajadoras.

Ante la situación, Teresa Ribera, vicepresidenta del Gobierno, se encomienda a la empatía de las empresas energéticas y Pedro Sánchez, presidente del Gobierno de Coalición PSOE-UP promete que en 2021 - cuando sólo faltan por llegar los recibos de “la luz” de 4 meses- se pagará una cantidad similar a la pagada en 2018, para lo que habrá que hacer el milagro de que esos recibos sean tan bajos que el total de este año cuadre para ser equivalente al conjunto de 2018. Los precios del mercado mayorista en septiembre no van por ese camino. 

Ni las estadísticas se pueden retorcer tanto como para validar el milagro que se propone realizar Pedro Sánchez ni las empresas eléctricas son un club de instituciones empáticas. Sus beneficios son claramente elevados en esta situación de mercado (Por ejemplo, ENDESA ha ganado 1.394 millones de euros en 2020, e Iberdrola 3.610 millones en el mismo año, por cierto, sin que importantes excargos públicos con puesto en Consejos de Administración de las eléctricas hablen en defensa de lo público que gestionaron).

La realidad es bien distinta de lo que se explica y consiste esencialmente en que donde hay un oligopolio no hay libre mercado y en España hay un oligopolio formado por cinco empresas (Endesa, Naturgy -antes Gas Natural Fenosa-, Iberdrola, Hidrocantábrico y Viesgo) con un papel determinante de las tres primeras. Esas empresas controlan, además, la gran mayoría de las empresas de distribución minorista y de comercialización del sistema eléctrico.

Por tanto, lo primero que hay que destacar es que el oligopolio energético controla y determina el funcionamiento del mercado en España y que el argumentario de la libertad de mercado y las imposiciones de Bruselas es, en gran medida, falso y contradictorio.

Veamos:

En la mayor parte de los países de la UE el traslado al recibo de los consumidores de los precios del mercado mayorista está regulado por un organismo independiente de las empresas. Aquí se hace directamente. Es significativo el caso de Portugal, cuyo mercado mayorista está unificado con el español, pero dónde mediante un organismo denominado Entidade Reguladora dos Serviços Energéticos (ERSE) el precio mayorista ha quedado disminuido para 2021 hasta los 54,52 euros/MWh, según datos de El País de 5-09-2021, pág.42 (un 40% del precio repercutido en España). Sistemas semejantes existen en otros países de la UE.

Porque la formación del precio de la electricidad no deja de ser peculiar. Se trata de una estructura de mercado marginalista, es decir busca que el precio llegue hasta el coste marginal del MWh subastado más caro, por lo que toda la energía se paga por la cantidad de ese MWh más caro. Es un sistema aplicado a algunas materias primas, por ejemplo, el oro, el trigo o el azúcar, pero no a otras próximas a la electricidad (por ejemplo, el petróleo (con diferencias según sea Brent o WTI, o Dubái). Pero, además, la electricidad no es una materia prima sino el resultado de un proceso industrial de producción. 

En España, los precios determinados por el mercado marginalista se aplican directamente a los contratos regulados, que afectaban a finales de 2020 a unos 10,7 millones de clientes (un 40% del total), mientras que el contrato libre lo hacía a unos 16 millones, según datos de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC). Pero en Portugal, por seguir con un ejemplo muy próximo, sólo el 18% de los consumidores están en el mercado regulado.

Los voceros de las eléctricas difunden que entonces lo que puede hacer el consumidor es pasarse al mercado libre. Pero al mismo tiempo reconocen que esto lo único que generaría sería un cambio de estrategia en las empresas con el objetivo (tremendamente empático con el consumidor) de garantizar sus beneficios, como estamos viendo. A ello hay que añadir que el llamado “bono social” sólo se puede gestionar con un contrato regulado.

Teóricamente el precio en un mercado marginalista sólo depende de los llamados costes de oportunidad (es decir, los costes que evitaría hacer el productor si la central estuviese parada y los ingresos a los que renunciaría si vendiese la energía en otro momento más favorable). Después, la oferta y la demanda se casan en un punto que determina cantidad y precio, el más alto tal como es sabido.

Pero además hay que añadir los costes fijos, porque si no se hace nadie invertiría en el sector. Y se añaden bastante generosamente para las empresas porque los beneficios son mil millonarios, como hemos visto. 

El coste de las emisiones de CO2 es otro componente del precio mayorista. Pero este hecho es escandaloso. Ese coste es una penalización que pretende estimular a las empresas para introducir tecnologías y/o fuentes energéticas que disminuyan las emisiones. Sin embargo, se trasladan a la factura que paga el consumidor, con lo que las empresas del oligopolio tienen escasos incentivos para mejorar sus procedimientos. Esto, además, va contra los objetivos de la UE y, por tanto, se podría confiar en un apoyo significativo desde Bruselas para eliminar esa repercusión.

También se trasladan a la factura los llamados cargos y peajes (subvención a las renovables, que luego vuelve el consumidor a pagar a través de la factura -por cierto, como hemos visto al precio más caro-, déficit de tarifa (las supuestas deudas a las empresas por sus costes de transición a las nuevas tecnologías), ayudas a las compañías por la insularidad en Canarias y Baleares, y, cómo no podría ser de otra manera, beneficio comercial. 

Como último ejemplo, basta ver como las comercializadoras ofrecen energía verde (se supone que producida a partir de fuentes renovables y sin emisiones de CO2), pero cobrada al precio de la más cara y contaminante.

Conviene tener en cuenta todo esto para centrar el problema. Donde hay oligopolio no hay mercado competitivo porque lo intervienen, determinan y configuran las empresas que conforman ese oligopolio. Y en España, sólo hay cinco empresas en el sector y las tres más poderosas de ellas controlan más del 80% de la producción eléctrica. Además, la comercialización en el mercado marginalista está también limitada a un pequeño número de empresas (ocho, según las fuentes consultadas). Oligopolio de libro.

Frente a ello, en un mercado de estas características la intervención pública es una necesidad nacional, y una exigencia real para que el mercado asigne con cierta eficacia unos recursos imprescindibles como son los energéticos, máxime cuando se trata de un sector estratégico y que será determinante en el modelo productivo futuro. Por tanto, no es sólo un problema de mercado, es una cuestión de voluntad política.

Una voluntad política que sabemos que necesitará apoyarse en medidas complejas, cuya complejidad se reduce si se tiene claro el objetivo: situar bajo el control público un mercado vital para la calidad de vida de las personas, para las empresas y para el desarrollo sostenible de la economía, evitando su control por el oligopolio y aumentando, con ello, la competencia en precios y producción. Algo que debería tener mucho recorrido ante Bruselas.

Con el objetivo político claro, existe capacidad técnica más que suficiente en España para aplicar intervenir el mercado con el necesario paquete de medidas, organizadas en el tiempo, para cambiar la estructura del mercado eléctrico. Hay ejemplos en otros países de la UE, por citar un caso, Francia (un Gobierno notoriamente neoliberal) que pueden ser muy útiles en nuestro país.

Algunas de esas medidas que pueden realizarse a corto plazo serían ser convocar la Comisión de Transición Ecológica y Reto Demográfico, que precisamente preside UP, para recibir un informe de la CNMC sobre el cumplimiento diario de las reglas del mercado en la formación del precio de la electricidad y acordar las recomendaciones necesarias como consecuencia de ese informe, así como unirse a los países de la UE que están ya negociando con Bruselas la restructuración del mercado. También, junto a rebajas fiscales en impuestos indirectos (que son los más injustos) y han sido absorbidas rápidamente por el aumento de su base imponible, sería conveniente trasladar a los Presupuestos, debidamente corregidas, aquellas cargas que no deban ser pagadas por los consumidores actuales (subvenciones de distinto tipo) y compensar el gasto mediante el Impuesto de Sociedades. También debe resituarse el pago de compensaciones por las emisiones del CO2 en el cumplimiento eficaz de su finalidad.

Así mismo, hay que determinar los precios del mercado marginalista para un año de duración de forma que no tengan repercusión inmediata en la factura, entre otras medidas. 

Pero lo fundamental es acabar con el oligopolio en el mercado español. Sin ello, no hay salida. Es un problema democrático, de democracia económica y de soberanía nacional. Y es un problema de voluntad política. Para ello, la creación de una empresa pública es una necesidad, que para que tenga eficacia debe incorporar una estrategia clara para estar a la vanguardia de la transición energética (que las empresas privadas gestionarían en función de la cotización de la acción) y contar con un modelo de gestión pública. A ello, tampoco podría oponerse Bruselas que admite empresas con control público en distintos países de la UE (como la italiana ENEL, que controla ENDESA, pero sobre todo la francesa EDF con una participación del Estado francés superior al 80% y un 1,2% de los trabajadores).

Naturalmente, nada de esto será sencillo, pero a ello podría ayudar la conformación de un Pacto por la Transición Energética, dónde los sectores económicos que controlan las empresas del oligopolio se situaran a la altura de las necesidades futuras del país. Un problema de voluntad política para todos.

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