Víctimas
El asesinato de Samuel ha puesto sobre la mesa la victimización a la que la mayoría de las personas LGBTI hemos sido sometidas a lo largo de nuestras vidas. Más allá de lo execrable de la violencia y el ensañamiento con el que un grupo de alimañas han acabado con la vida de un chaval, este suceso ha removido la memoria individual y colectiva de todos los que formamos parte de esta comunidad. Creo que, como psicólogo, mi aportación (además de la lógica condena y pesar) debe enfocarse en ayudarnos a entender qué está ocurriendo dentro de cualquiera de nosotros.
El concepto de victimización a menudo resulta complejo de comprender en la literatura científica porque parece que hay diferentes modos de interpretarlo. La mayoría de estudios se han llevado a cabo en entornos escolares y carcelarios. Hay mucha menos investigación en campos como la violencia de género. Pero en palabras de Ttofi y Farrington (2011), por “victimización” entenderemos un proceso a través del cual se marca a alguien como blanco de las agresiones, alguien a quien los demás van a percibir como víctima y contra quien van a dirigir sus ataques. Los gais no necesitamos que nos expliquen mucho de qué va este proceso: el primer grito de “¡Maricón!” en el pueblo o en el patio de colegio nos colgaba en la frente la diana por culpa de la cual, y desde entonces, todos los que tenían ganas de descargar su ira o divertirse a costa de alguien, dirigían sus insultos, burlas y agresiones contra nosotros. Al identificarnos como homosexuales, se nos identificaba también como víctimas y, a partir de ese momento, todos nos atacaban porque «eso es lo que se hace con las víctimas».
En victimología se habla de tres tipos de victimización (Wolfgang, 1979), y es bueno que las conozcamos y diferenciemos porque nos ayudarán a comprender este proceso del que vengo hablando:
1. Primaria. Cuando recibimos una agresión nos convertimos en la víctima de esa agresión.
2. Secundaria. A veces las instituciones culpan a la víctima de la agresión sufrida: “¿No le habrás provocado?”, “¿No llevarías la falda demasiado corta?”. El entorno social y/o institucional carga a la víctima con la responsabilidad de la agresión y libera al agresor de las repercusiones.
3. Terciaria. Cuando terminamos convencidos de que hay algo en nosotros que atrae a los agresores. Cuando nos vemos como víctimas.
Autopercibirse como víctima no ocurre de igual modo para todo el mundo. Hay quienes buscan la reparación, hay quienes quedan vulnerabilizados y hay quienes caen en el victimismo. Y hay quienes lo viven con un poco de cada cosa. La mayoría de nosotros sabemos huir del victimismo y, en todo caso, nos reconocemos como personas vulnerables. Buscamos justicia y trabajamos para que el mundo en el que vivimos sea un mundo seguro para nosotros y para los que son como nosotros. Nos organizamos socialmente y nos apoyamos mutuamente para superar esa vulnerabilidad en la que nos sumen las agresiones. Mucho de lo que estamos presenciando en redes en estos días tiene que ver con esta necesidad de exteriorizar la angustia y buscar apoyo emocional. Es humano y es saludable. Porque, entre todos, estamos tratando de sacudirnos de encima la revictimización.
Muchos expertos entienden por “revictimización” la repetición de los sucesos que nos convierten en víctimas (Messman-Moore y McConnell, 2018), mientras que otros la entienden como la victimización secundaria que he definido unas líneas más arriba: la que se produce cuando el sistema policial o judicial culpabiliza a la víctima de un delito o duda de su testimonio. Para nosotros estas distinciones no tienen mucha importancia porque sufrimos tanto la revictimización de las agresiones repetidas como la revictimización de esos padres que justifican que nos insulten (“¿Cómo no se van a meter contigo con ese plumazo que tienes?”) o de esos profesores que no nos creen (“Venga, seguro que no ha sido para tanto, es que tú te lo tomas todo muy a pecho”).
Todo ello conduce a una revictimización profunda que podemos comparar con la victimización terciaria y a la que vamos a denominar “autoinculpación”, pues así es como la denominan Schacter y Juvonen (2015). Es esta autoinculpación la que te termina convenciendo de que hay algo en ti, aunque no sepas exactamente el qué, que causa el rechazo de los otros. Tratas de cambiar y de tener menos pluma. Te esfuerzas para que no se te note cuánto te ofenden sus comentarios. Callas y tragas con todo. Y así es como te conviertes en víctima. Te conviertes en alguien incapaz de poner límites a los demás, que soporta relaciones abusivas, con la autoestima por debajo del suelo y agradecido de que alguien, quien sea y como sea, se digne a ser tu amigo o tu pareja. Como cualquiera entendería, nadie merece vivir su vida entera asustado, creyendo que en cualquier momento puede ser la siguiente víctima y soportando abusos. Y contra eso es contra lo que se está rebelando, en estos momentos, nuestra comunidad. Porque hay algo más fuerte que todo el trauma y el dolor pasado: nuestra resiliencia.
La resiliencia de la comunidad LGBT es tan admirable que ha sido ampliamente estudiada (De Lira y De Morais, 2018) porque resulta asombroso que un grupo de personas tan maltratadas a lo largo de la historia haya conseguido resistir y cambiar buena parte del mundo y de las leyes. Si sabemos mucho del estrés de las minorías, también sabemos que una de nuestras fortalezas más grandes reside en nuestra resiliencia. Y lo más interesante es que esta resiliencia se fundamenta en el desarrollo de una identidad LGBT positiva y en la participación en el activismo. Formar parte de una comunidad con la que nos identificamos, dentro de la cual nos sentimos comprendidos y gracias a la cual crecemos es un paso capital para sacudirnos la victimización de encima. Gracias a eso dejamos de vernos como personas abandonadas a su suerte a las que no les queda más remedio que asumir su destino. Nos despojamos de aquella sensación infantil de ser ciudadanos de segunda categoría y cobramos conciencia no solo de que podemos sino de que debemos exigir el cumplimiento de nuestros derechos. Peleamos, nos defendemos, explicamos, convencemos, cambiamos las cosas. Así ha sido antes y así será ahora. Por eso son tan importantes las movilizaciones y las manifestaciones públicas que estáis llevando a cabo y por eso es tan fundamental que se produzca este movimiento colectivo. Porque cuando nos apoyamos firmemente en nuestra identidad colectiva, nos damos cuenta de que somos mucho más resilientes de lo que pensábamos.
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