La vida frente a los pistoleros de la moral
Esta semana se ha vuelto a viral una serie de fotografías de Daniel Ochoa de Alza en la que retrata a personas anónimas besándose en las calles de las ciudades, en este momento post restricciones. Las fotos no reflejan nada especialmente extraordinario, nada que no hayamos visto o experimentado antes; un beso callejero contra la pared de un edificio, en un portal, banco, parada de autobús o boca de metro, pero precisamente es la naturalidad y cotidianidad de las escenas lo que nos ha cautivado y removido. Estamos recuperando sensaciones escritas en pasado perfecto e imperfecto.
Hace unos días viajé al extranjero y volví a pensar que había españoles por todas partes, como si yo fuese, qué se yo, de Burkina Faso. Han vuelto, por tanto, los tópicos y lugares comunes en los que tú mismo no te inscribes. También ha vuelto la esmerada cortesía en los saludos con besos, abrazos y genuflexiones. Han vuelto las toses y estornudos en espacios comunes sin miradas fulminantes ajenas. Han vuelto las viejas estrellas de rock de la epidemiología, esos virus de siempre a los que tutear por confianza y conocimiento mutuo. Han vuelto las polémicas vacías como gran tema de conversación político, los intercambios de puyas preadolescentes sobre temas anodinos en las cuentas oficiales de Twitter de los partidos –si es que alguna vez se fueron-. Han vuelto las impresoras de trabajo atascadas, los cafés de máquina, las charlas en los cuartos de baño frente a los lavabos, el día a día en oficinas dejando atrás el teletrabajo y la única ventaja estilística que compartíamos con bebés, domingueros y pacientes de hospital: la vida en pijama pasadas las diez de la mañana. Han vuelto los amigos de los amigos, conocidos de segunda generación que habíamos expulsado de nuestras vidas porque sólo estaban permitidos los contactos estrechos. Ha vuelto la belleza de la rutina, de la costumbre, de la inercia. Ha vuelto, en definitiva, la injustamente denostada zona de confort.
Pero en este desperezarse de traumas y restricciones que estamos experimentando las últimas semanas, siempre aparece un pistolero agita conciencias, alguien que te apunta con el arma de lo evidente y dispara con tono de vieja narrativa rusa: “Pero el virus sigue ahí eh, no lo olvides. Que parece que ya no hay covid”. Pum. Pam. Pum. Recuerda a cualquier obviedad aleatoria: “Sigue siendo capitalismo eh, no te olvides”. ¿Pero quién en su sano juicio se va a olvidar de que la pandemia sigue ahí? Por supuesto que el virus sigue ahí, con sus cicatrices, contagios y muertes. La falta de equidad en la distribución de vacunas continúa lastrando a países menos desarrollados que ni siquiera han recibido una primera dosis. Surgen nuevas variantes. Siguen las medidas de protección y también la aceptación social de las mismas. Ahí están los test, las cartas en códigos qr, las mascarillas en interiores, los botecitos de gel hidroalcohólico de Renfe en los bolsillos, los formularios a rellenar cuando viajas. Y sobre todo persiste esa sensación de continua imprevisibilidad y vulnerabilidad, la impresión que cualquier escenario es ya posible, de que puede llegar un gran apagón -como vaticinan agitadamente en Austria- o una invasión extraterrestre que recibiríamos a los aliens cruzados de brazos con un: “Bueno a ver, ahora qué, qué nos traéis. ¿Un nuevo sistema social basado en vuestra dominación, yugo y explotación? Pues vale”.
No existe una aproximación correcta o incorrecta a eso de la “vieja normalidad”, no hay un ritmo bueno o malo para volver a sentir, hacer o rehacer. Pero está pasando. Por primera vez en mucho tiempo nos movemos en un territorio que no es completamente desconocido. Los escenarios nos vuelven a resultar familiares. Lo familiar vuelve a ser un escenario posible. Reanudamos. Por mucho que le pese a algunos pistoleros de la moral, la vida avanza, a su ritmo, después del trauma.
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