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La deriva autoritaria y la descomposición del Estado de Derecho

María Eugenia R. Palop

Titular de Filosofía del Derecho (Universidad Carlos III de Madrid) —

La propuesta de modular el derecho de reunión y manifestación que en estos días ha planteado la Delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes, puede leerse como un paso más en esa suerte de deriva autoritaria a la que estamos pretendiendo resistir; una deriva que se defiende, obsesivamente, como urgente, crítica y excepcional. Esta excepcionalidad es la que, prolongada en el tiempo, anima también al Gobierno a legislar a base de Decretos, eludiendo el debate y la deliberación parlamentaria, así como, en muchas ocasiones, la difusión y la publicidad de sus medidas. Y es esa misma excepcionalidad la que justifica, parece ser, el populismo punitivo, las “listas negras” de Cifuentes, y la criminalización de la resistencia y la “desobediencia” a la “autoridad”, bajo el presupuesto de que cualquier protesta es una forma de vandalismo callejero. En esta línea se sitúa, sin ir más lejos, el ataque frontal a los sindicatos (con los que se ha evitado el diálogo durante meses), al movimiento 15M, e, incluso, a algunas asociaciones de consumidores. Está claro que para el Gobierno “tres son multitud”, aunque, lógicamente, hay excepciones a la excepción, como la que representan las “asociaciones” religiosas, por ejemplo (muy activas, por cierto, en algunas masivas manifestaciones de otros tiempos).

Sin embargo, con todo, este paso hacia el control de las masas reunidas y asociadas, no es el primero, ni siquiera el más significativo, de los que ha dado el Gobierno en este proceso de desmantelamiento de nuestro ya muy desdibujado Estado de Social y Democrático de Derecho.

Por supuesto, la crisis del Estado social no es nueva. Comenzó en la década de los setenta y desde entonces hasta ahora los ciudadanos han asistido, perplejos, a una continua violación y progresiva supresión de sus derechos sociales. Conquistas decimonónicas que costaron la vida a muchos y que se han venido vendiendo como privilegios al mejor postor. Defender hoy el derecho al trabajo, a la vivienda o a la salud, es interpretado como una ingenuidad o, en el peor de los casos, como una provocación.

Lamentablemente, la banalización del discurso de los derechos sociales estuvo siempre prevista como una posibilidad, dado que fueron juridificados como una categoría de derechos pobre y debilitada, cuando no conceptualizados como una simple declaración de buenas intenciones. La concepción que algunos manejan de los derechos sociales los hace más vulnerable al (pseudo)argumento de la escasez y a los “condicionantes” económicos, de modo que cuando este discurso cae en manos de quienes se someten con gusto a tales condicionantes, se abre, indubitada, la línea del recorte.

Más sorprendente y novedoso es que la austeridad se aplique a los que se han considerado, unánimemente, derechos fundamentales, los llamados civiles y políticos. Y lo sorprendente no es que estos derechos se vean alterados cuando se limitan las prestaciones sociales, sino que se los vulnere de forma explícita y expresa.

Véase, a este respecto, la iniciativa liderada por algunos dirigentes del Partido Popular, en orden a reducir el número de diputados autonómicos y el de concejales, que va claramente en detrimento de los derechos políticos, el pluralismo y la representatividad. Como va en detrimento del autogobierno la jibarización de las Corporaciones Locales y las Comunidades Autónomas, a las que se señala como instancias políticas derrochadoras, corruptas e, incluso, superfluas, para apostar por las Diputaciones, sólo indirectamente representativas, o el poder central, siempre más alejado de la ciudadanía. Todo esto no hace sino incrementar el déficit de legitimidad democrática que ya sufrimos desde hace años y supone una merma considerable en el ejercicio de nuestros derechos políticos.

En este marco, no es de extrañar que se perciba con fuerza el aliento de la mal llamada “antipolítica”, la idea de que sobran los partidos políticos, o la propuesta de que nuestros representantes cobren únicamente en régimen de dietas. De este modo, la política consiste sólo en pasar unas cuantas horas en los plenos; una actividad a la que hay que dedicarse, por “vocación”, los domingos y fiestas de guardar, y que no debe desviar la atención del trabajo propio. O sea, que ya no hay que esperar para empujar la puerta giratoria del mercado. Se puede legislar sobre el mercado desde el parlamento, elaborando leyes afines a los grupos de interés para los que “legítimamente” trabaje el diputado en cuestión. Según Cospedal, esta “valiente” reforma se estaba pidiendo a gritos, pero yo los gritos que he escuchado son los que exigen un mayor control de la eventual corrupción de la clase política y no los que solicitan medidas que la faciliten.

En fin, si a esto se unen los desencuentros, por decirlo suavemente, entre el poder ejecutivo y el poder judicial, Gallardón mediante, o el Real Decreto-ley de RTVE por el que se permite nombrar al presidente de la Corporación RTVE sin contar con la oposición, parece que nos hemos quedado tanto sin poder político como sin contrapoder. Supongo que las fuerzas del mercado acabarán ocupando su lugar, a falta de algo mejor. Al fin y al cabo, en este esquema, la política se ocupa exclusivamente de la gestión “eficiente” de los asuntos económicos.

A la vista de este panorama, podría decirse que el proceso que estamos viviendo ya no es sólo el del desmantelamiento del Estado social, para poner fin a la crisis, sino el de la degradación impune del Estado Democrático de Derecho. Un proceso de descomposición de esas instituciones y procedimientos con las que hemos intentado conservar nuestro ya frágil ecosistema político y cuyo desgaste ahora se presenta como si fuera completamente inevitable.

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