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La economía, al borde del colapso

Pedro Sánchez acompaña a los participantes del programa Moncloa Abierta en su recorrido por el Complejo de La Moncloa

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Y, de repente, otra vez la crisis. Cuando menos una amenaza cada vez más tangible de que ésta va a llegar. Los analistas internacionales no hacen pronósticos tajantes, pero creen que la situación va a empeorar. Hasta un punto por ahora imprevisible, pero que muy seguramente estará marcado no solo por la inflación incontrolable sino también por una recesión. En Estados Unidos y en Europa, como poco. Toda la atención del momento está ahora depositada en lo que puedan hacer las autoridades monetarias internacionales, el Banco Central Europeo en particular. Puede acertar o equivocarse con la fórmula que escoja para salir del entuerto. Y no pocos temen que pueda ocurrir lo segundo.

La reunión de urgencia celebrada este miércoles por el BCE fue un indicador muy claro de la gravedad de la situación. Primero, porque se convocó de un día para otro, como en los peores momentos del pasado. Segundo, porque no concluyó en nada concreto o, cuando menos, que transmitiera a los mercados, en plena turbulencia, que tiene un plan de actuación contundente para hacer frente a los dos problemas que acucian a la economía europea y que crecen cada día que pasa: el aumento desbocado de los precios y los desequilibrios crecientes en los mercados de deuda, cuyo coste se ha triplicado en pocas semanas en los países del sur del Europa, en Italia y en España en particular.

Hace quince días, la presidenta del BCE, Christine Lagarde, confirmó que el precio del dinero, los tipos de interés, iban a subir un 0,25 en julio y que las masivas compras de títulos de deuda de los países se iban a acabar. Bastó eso para que los especuladores se lanzaran contra la deuda pública italiana, española, griega y portuguesa, indicando que los mercados sospechan que con costes más altos y sin ayudas del BCE esos países no van a poder colocar sus títulos. El resultado ha sido la subida de su prima de riesgo. Los peores fantasmas de la crisis pasada, de 2012 y 2014, han vuelto a apoderarse del panorama.

Hubo un acuerdo adicional en la cumbre del BCE. Si la situación lo requiere, el banco ayudaría a los países del sur, comprando títulos, a financiar su deuda. No añadió más. Pero se ha sabido que el monto total de esa ayuda no superaría los 200.000 millones de euros en total, una cantidad que los expertos consideran totalmente insuficientes si las cosas se ponen tan mal como parece.

Pero en el BCE se ha abierto de nuevo su crisis existencial. No puede poner más dinero para ayudar al sur porque los países de la Europa más rica no lo aceptarían, argumentando con su discurso de siempre: el de que también ellos tienen graves problemas con los que lidiar. En definitiva, oscuridad en el frente.

Y el jueves y el viernes, los mercados han confirmado que el BCE no ha cambiado para nada las cosas, que en lugar de certezas ha generado más incertidumbre. Porque el coste de financiación de la deuda de los países del sur ha vuelto a subir, junto también con la de alguno de los del norte, Alemania incluida. El desbarajuste no para de crecer y, con él, un temor de fondo: si las primas de riesgo de la Europa meridional siguen creciendo, puede llegar un momento, no ahora pero sí dentro de unos meses, en que el futuro del euro vuelva a estar en cuestión, como en los tiempos peores de la crisis pasada. Porque la moneda única no podría soportar una diferencia como la que se produjo hace una década entre la situación financiera del norte de la del sur.

Todos los escenarios de pesadilla aparecen en la prensa internacional más prestigiosa, avalados, además, por sus firmas más reconocidas. Unas son más pesimistas que otras. Pero ninguna entreve una solución a corto y medio plazo que pueda eliminar las angustias actuales.

La situación en Estados Unidos no es para nada mejor. Sí, la economía funciona a tope, pero está tan recalentada que la inflación supera ya el 8,6 %. Por eso la Reserva Federal, el banco central norteamericano, ha decidido subir los tipos de interés un 0,75 % y anunciado que volverá a subirlos en breve. Pero tampoco al otro lado del Atlántico hay seguridad alguna de que tanta dureza monetaria vaya a atajar los precios.

Que suben, y en esto están de acuerdo todos los expertos, no solo porque la guerra de Ucrania haya disparado el coste de la energía y el de algunas materias primas fundamentales. Sino también por culpa de los efectos secundarios que ha dejado la pandemia de Covid, que obligó a los estados a endeudarse sin freno. Y del parón de la economía china, que sigue marchando al ralentí. Y de los problemas de suministro de algunos bienes imprescindibles para producciones estratégicas que aún no se han resuelto plenamente.

A la vista de tantos y tan graves problemas globales, el debate político español en torno a las cuestiones económicas aparece por momentos como algo ridículo. Aquí se discute sobre la gravedad de que el Gobierno se haya pasado cien pueblos en su previsión de que la excepción ibérica para los precios del gas se haya quedado casi en nada. La propaganda infundada tiene a veces esos costes. ¿Alguien se ha preguntado por qué Europa aceptó la propuesta hispano-portuguesa en materia tan crucial si no fuera porque iba a tener escasa repercusión? Y aún más: ¿alguien ha calculado en qué va a quedar la hipotética mejora procedente de la excepción ibérica cuando Argelia confirme la prevista subida de los precios de su gas, que puede ser hasta del 50%?

También se debate en torno a la propuesta de que se reduzcan los impuestos que Alberto Núñez Feijoo reitera un día tras otro como si esa fuera la piedra filosofal de la política económica del PP. ¿Nadie le ha dicho al presidente del PP que reducir los ingresos cuando el estado necesita hasta el último duro para hacer frente a las turbulencias financieras es poco menos que una estupidez?

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