España es mucho más que odio
Durante meses me obsesionó la película ‘Revolutionary road’, la historia de una joven pareja, April y Frank, que vive en una hermosa casa de los suburbios de Connecticut. Me obsesionó porque me imaginaba en la piel de April y porque retrataba en parte lo que el ensayista Wystan Hugh Auden denominó como la Era de la Ansiedad. Bajo la superficie de una enorme casa protegida con vallas blancas, bajo la superficie de una perfecta colmena de bienestar y de un matrimonio ideal en el que ella cuida y espera mientras él asciende laboralmente, latía un descontento hirviente y paralizante: el de una mujer destinada a ser madre y feliz en un entorno que no siente propio.
La película critica esa idea de una sociedad simple y homogénea, en la que las cosas deberían funcionar porque están en el lugar correcto, es decir, el lugar correcto para algunos. Los resultados electorales demuestran que vivimos en una sociedad que está muy lejos de esa simpleza, una sociedad que celebra la igualdad, la diversidad o la justicia social, y que valora los derechos conquistados. Pero también hay una mayoría que anhela la seguridad, el control y la homogeneidad como principales valores.
Es difícil apuntar los asuntos de Estado planteados durante la campaña electoral, porque apenas se han tratado y casi todo ha girado en torno a dos ejes sin sustancia de fondo: el sanchismo y el antisanchismo. Pero sí hay algo en lo que merece la pena poner el foco de los pasados días: la relación cada vez más endeble entre la política y la verdad, que sí parece haber penalizado al bloque de la derecha, movilizando más a la izquierda por el carrusel imparable de embustes. PP y Vox, casi indistinguibles por momentos en campaña, describieron un país que se parece poco a la España real, con datos esparcidos como lápidas en un paisaje quemado, donde te pueden okupar la casa si bajas a comprar pan, o incluso okupar la casa de la playa si hay una avería en un túnel de Renfe, o donde Txapote decide sobre tu factura de la luz y te firma las nóminas.
Quizá nunca se había dado una campaña tan sórdida e hiperbólica, en la que todo ha valido para recuperar el poder perdido, o al menos ninguna tropelía ha sido desdeñada. El PP ha puesto en duda la fiabilidad de Correos, o incluso la de RENFE y Adif. “Votar ha sido más difícil que nunca”, decía hace unas horas Cuca Gamarra, como si hubiésemos tenido que sortear trincheras hasta las oficinas de Correos y colegios electorales mientras nos caían cascotes del cielo. Unos días más de campaña y hubiesen puesto en duda a la AEMET, a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre o a las Loterías y Apuestas del Estado.
Lo verdaderamente peligroso es que han convencido a una cantidad nada desdeñable de españoles de que el funcionamiento esencial de la democracia está corrupto y que las afirmaciones inventadas de fraude podrían ser ciertas. En EEUU se han seguido estos mismos pasos, con un añadido al que por suerte no hemos llegado: la violencia como respuesta legítima. Porque aquí el PP alienta el pucherazo pero no lo termina de calentar. El pucherazo no rompe a hervir si se saca del fuego con los escaños bien repartidos.
En el ecuador de la campaña los populares llegaron a hablar de mayoría absoluta, un espíritu de euforia que se instaló en parte de la opinión pública firmada ya la orden de desahucio de Pedro Sánchez. En la película ‘Bananas’ a Woody Allen le deja su novia porque lo tiene todo, pero le falta algo. Quizá esta ha sido la Campaña Bananas: ha tenido todo el antisanchismo del mundo, pero ha faltado algo, concretamente algo más que el antisanchismo.
Esta noche electoral termina con dos grandes multitudes en España: una entusiasmada porque la derecha no ha sumado con la ultraderecha, la otra desilusionada por exactamente lo mismo. La otra opción posible a esta hora es que estuviésemos ante una multitud entusiasmada y otra aterrorizada. Y en cualquier democracia saludable es mejor la desilusión que el miedo.
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