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''Lo que me jode es la obligación''

Centro de vacunación en Breziers, Francia

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Nada de lo que da la civilización es el fruto natural de un árbol endémico. Todo es resultado de un esfuerzo. Si todos prefieren gozar el fruto, la civilización se hunde

Ortega y Gasset

Creo que ya les confesé que yo de pequeña siempre quise ser francesa de mayor pero ahora que estoy llegando a grande, me doy cuenta de que los franceses me han movido la estación de destino y veo mis sueños de infancia estrellarse contra la realidad. 

Estamos en el estío y pocas ganas quedan de nada, tras la fatiga de realidad, que no sea tumbarse al calor de las efímeras fantasmagorías del paraíso perdido. Los que ya se han ido lo saben y los que aún esperamos lo ansiamos. Ya ven qué mal momento para salir a las calles apretados, sudorientos y sin mascarillas a gritar sinsentidos y eso es, sin embargo, lo que está sucediendo en Francia. Cientos de miles de personas en más de treinta ciudades del país se han lanzado a las calles a protestar por el pasaporte covid, por las restricciones de la pandemia, por las vacunas, por las mascarillas y por lo más barrido.

Son los extraños remedos de los cacerolos de Núñez de Balboa pero con un año de retraso y con una mezcla extravagante de negacionistas, chalecos amarillos y gente que reconoce que, simplemente, “Ce qui m’emmerde, c’est l’obligation”. Un resumen magnífico, lo que les jode es que les obliguen a lo que sea, de lo que están hartos es de que les muestren el camino correcto y lo que reclaman es su libérrima voluntad de hacer lo que les plazca aunque les perjudique y nos perjudique a todos.

Son síntomas de una enfermedad social que reconocemos pero, por una vez, podemos hincharnos el pecho de patria o de matria y darnos cuenta de que aún nos van las cosas razonablemente bien y de que somos una sociedad bastante más sana. Cuando se convirtió en viral, ¡qué paradoja!, la cuestión de los antivacunas, sin tenerlas aún, gastamos mucho valioso tiempo y esfuerzo en debatir sobre un futurible incierto. Dije siempre que esas tendencias no serían mayoritarias en España y que el problema sería más de falta de vacunas que de falta de brazos.

Hoy día podemos justamente enorgullecernos de ello. Hemos superado ya a Estados Unidos, a Reino Unido y a Israel. Aquí no ha habido que dictar la obligatoriedad de nada. La gente madruga y trasnocha y hace malabares para no perderse su turno de vacunación. La última manifa de la que he leído se produjo en la puerta de un hospital de Madrid reclamando que las segundas dosis se pusieran a tiempo. 

Lo hemos hecho bien y nos va bien. La cifra de personas que son reacias a inocularse es tan ridícula que ya ni hablamos de ellos. En USA ni con hamburguesas gratis lo consiguen y ya les hemos superado en porcentaje. Hinchemos el pecho. Con nuestras hispánicas peleas intestinas a cuestas, con las refriegas cainitas de la peor especie, lo estamos haciendo mejor que la mayoría. Aquí no es ya que no nos joda la obligación sino que nos hemos volcado en la devoción de la inmunización. Aquí el bicho raro es el que aún no puede decir de qué tribu vacunal es y en la mayoría de los casos no es por falta de ganas sino por falta de dosis. 

Somos parte de un milagro y así lo comprendemos. No hace ni año y medio que nuestro mundo se vino abajo y ya estamos abocando un nuevo tiempo. La humanidad ha reaccionado al embate del virus como ha podido -con bajas, con pérdidas económicas, con los instrumentos que tenía en sus manos- y ha logrado en un esfuerzo casi impensable implementar vacunas de altísima calidad en un tiempo récord. Las hemos fabricado.

Estamos asistiendo por primera vez en la historia a una inmunización global de la humanidad en tiempo real y casi hemos perdido la perspectiva de lo jodidamente maravilloso que es todo esto. Además pertenecemos a la parte de la población mundial más favorecida por el desarrollo y la economía y a un club, la Unión Europea, que ha servido para crear sinergias de igualdad entre todos sus ciudadanos. Beethoven tenía que haber visto esto y nos hubiera dado una Décima. 

Los pequeños miserables que pretenden utilizar todo esto no pasarán a la historia. Solo lo grande lo hará. También hemos de ser conscientes de que las posibilidades de que el coronavirus causante de la covid-19 desaparezcan son prácticamente inexistentes. Podemos convertir la enfermedad en irrelevante, pero la partida por erradicar a su causante está bastante perdida. No es nada anómalo, casi nunca las hemos ganado. Apenas con la viruela y con el SARS, poco más. El 89% de los virólogos y epidemiólogos consultados por la prestigiosa Nature creen que es probable o muy probable que el virus devenga endémico. La probabilidad de una covid-19 persistente y estacionaria es muy real. Por eso, sin entrar en la forma en que fueron hechas, las declaraciones de la ministra Darias solo se amoldan a esta realidad científica que cobra cuerpo. El CEO de Moderna así lo ha manifestado ya, aunque muchos quieran ver solo afán comercial en ello. 

Las polémicas sobre la “moralidad” de llevar a cabo esas sucesivas inmunizaciones en Europa “mientras otros países tienen escasez” me parecen poco realistas. Si la ciencia considera que la inmunidad alcanzada por los ancianos, inmunodeprimidos y grupos de riesgo vacunados en primer lugar empezará a disminuir a finales de año, no proceder a su refuerzo sería tanto como volver a la casilla de salida y como tirar por el desagüe todo el esfuerzo técnico y económico realizado hasta ahora en la inmunización. Si hay que poner terceras dosis es obvio que habrá que ponerlas. Que hay que ayudar al resto de países no admite tampoco discusión.

Draghi ha anunciado que Italia cambia sus parámetros de valoración de la gravedad de la epidemia. Ya no se fijará en el índice de contagios sino en los ingresos hospitalarios y en UCI y en las defunciones. ¿Oportunismo político? No, visión de la realidad. Por eso animo a los gobernantes españoles a que se vayan apartando de la coerción y la limitación, llamada constitucionalmente ahora supresión, de derechos fundamentales. Ya no es posible, pero tampoco tiene por qué ser necesaria. Solo si las capacidades hospitalarias y las muertes suben a límites no asumibles y ahora no parece ser el caso. 

No seamos cenizos ni nos sumamos en nuestra propia tragedia, con ser todo ello tan español. Vamos mejor que la mayoría. Solo un porcentaje mínimo de vacunados se contagia e ingresa y solo una ínfima minoría se niega a vacunarse. La mezcla de ambas cosas solo puede señalar la puerta de salida. 

Tenemos las vacunas, los medios y la información para protegernos. 

Todo va mejor y todos lo sabemos. 

Lo que hemos hecho en estos meses todos, liderados por la ciencia, es la puta leche. Reconozcámoslo y, por una vez, no nos fustiguemos tanto. 

Ahora que veo lo que pasa al lado, ya no sueño ser francesa, la verdad.  

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