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Manual para partidos suicidas

Rosa Díez, exlíder de UPyD, en una imagen de archivo

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Cuando ya se oían con claridad los estertores de UPyD, allá por 2015, se percibía también con claridad la algarabía de partidos como Podemos y Ciudadanos. Su ímpetu les abría el camino en el ajetreado tablero político, con la misma pasión e impaciencia que habíamos vivido en UPyD. Este partido había sido el primero en impugnar el entonces escaso impulso innovador de los partidos tradicionales.

En aquella debacle, varios colegas upeyderos estábamos convencidos de que los nuevos partidos vendrían a interesarse por nuestra experiencia fulgurante, por nuestra asombrosa capacidad creativa y destructiva en un lapso de muy poco tiempo. Era un fenómeno tan insólito entonces –luego se ha repetido varias veces– que estábamos convencidos de que nos llamarían para preguntar: ¿oye, cómo hacemos para no pifiarla como vosotros?

¿Cómo era posible haber despertado tanto interés en la ciudadanía, entre 2011 y 2014, más o menos, y haber perdido esa conexión a la velocidad del turbo, hasta desaparecer de sopetón en 2015? También creímos que algún audaz politólogo se interesaría por nuestra experiencia. ¿No constituía la brevísima historia de UPyD un fenómeno tan asombroso como el ascenso y la caída de la ciudad de Mahagony, dramatizada por Bertolt Brecht? Sigo pensando que sí, pero nadie llamó para enterarse.

No es que ahora me haya preguntado alguien, qué va. En estos años no he escrito nada al respecto y he contemplado con asombro y sufrimiento cómo aquellos nuevos partidos sufrieron idéntico auge y caída por razones similares a las nuestras. Son tan generosos los errores en su contagio, que contemplo aturdida cómo aquellos partidos persisten en el error y amenazan con contaminar a un partido embrionario como Sumar. Dicen que dar consejos es de idiotas; pues bien, hoy me ha dado por hacer el idiota.

El listado de errores es extenso, pero hay tres equivocaciones cruciales en las que UPyD fue pionera. Después los cometieron Podemos y Ciudadanos. Sumar está a tiempo de evitarlos.

El primero, hiperliderazgo. En todos los casos, el liderazgo social pujante de una persona resulta imprescindible en la fundación del partido. Esa condición sine qua non para el éxito genera dependencia del líder. Acaba derivando en una suerte de iluminación sectaria que convierte al secretario general en un mago con superpoderes. Cuando se tienen, los superpoderes en los partidos se usan. Entonces comienza toda una serie de decisiones: acertadas y arbitrarias, que van generando grietas en lugar de fortalecer la organización. Cuando llega el día en que se equivoca estrepitosamente (y con esto hay que contar porque todo el mundo se equivoca), carece de los contrapesos intelectuales y políticos, y a cambio ha generado ya una masa de agraviados. Ahí empiezan los problemas serios. No digo que no haya gente que pueda enfrentarse a ese pensamiento único que se implanta fruto de la dependencia del líder. Digo que hay que prevenir ese enfrentamiento destructivo para evitar que ocurra, aunque casi siempre lo agrava el segundo error.

Dos, la corte de halagadores. Muy relacionado con el primero, este error se genera por los incentivos perversos desarrollados en una organización aquejada de hiperliderazgo. El cerebro humano siempre está aprendiendo. En una organización controlada de forma férrea por una persona, el aprendizaje es sencillo y, por tanto, rápido: si doy la razón al líder y sigo sus órdenes en todo, me irá bien: ascenderé, tendré mejores cargos y más relevancia. Mientras las encuestas lanzan buenos augurios, la corte parece actuar dictada por el sentido común y la excelencia de los resultados. Cuando las cosas van peor, y hay que contar con ello, los miembros de la corte son los primeros en ponerse en modo secta paranoide: convierten en enemigos a los discrepantes, niegan la realidad que tienen ante sus ojos y se sienten víctimas de una persecución, que suele ubicarse fuera (grandes poderes nacionales) y cuenta con la participación de los ya calificados como quintacolumnistas. Así se empieza a cavar hacia abajo en el hoyo.

Tercero, el miedo a perder el control. En los primeros momentos exitosos de un partido, el hiperlíder y sus acólitos lo controlan todo. Con las primeras mieles, viene el reparto de cargos y el poder. A medida que la organización crece, de forma natural surgen otros líderes (regionales, ideológicos, etc.). El grupúsculo inicial debería fortalecerlos: para mostrar el pluralismo del partido, y porque el talento no sobra en ningún partido.

En cambio, lo que suele hacerse es ahogar esos otros liderazgos, por miedo a que delegar una parte del poder y la gloria lleve a perder el control. La realidad es que ningún partido puede ser fuerte y convertirse en alternativa de gobierno si no dispone de varios líderes potentes. A cambio, es inevitable que actúen como contrapesos internos y como futuras alternativas. Pero claro, casi siempre el líder teme que el recambio en la organización se plantee antes de que él o ella lo desee. Hay que superar ese temor o el partido se ahogará solo cuando el hiperlíder flaquee. O peor aún: el líder mismo lo ahogará pensando: “Yo lo creé y yo lo destruiré”.

En el fondo, casi todo pasa por una cuestión: repartir el poder con ecuanimidad. Es difícil porque el poder está –por su propia naturaleza– hambriento de poder, con un apetito insaciable e infinito. Racionalizar y contener esa voracidad es la clave para domar al animal salvaje.

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