Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

La matrioska de la calamidad

Una manifestante, con una bandera ucraniana, participa en una manifestación en Madrid contra la guerra en Ucrania, a 27 de febrero de 2022, en Madrid (España).

6

En dos años estamos sintiendo el regreso de la historia pero de una forma casi teatral y concentrada, para que no se le vayan las vitaminas al asunto: pandemia, crisis económica, guerra. Una guerra que, además de guerra militar o geopolítica es guerra comercial, como un extra que le metes a la hamburguesa. Una guerra que se nota en los estantes de los supermercados y de las casas. Una guerra que está capitalizando las vulnerabilidades del sistema, sofocando el comercio mundial, elevando el precio de algunos productos, añadiendo un estrés adicional a las cadenas de suministro, impulsando más la inflación, afectando a muchos sectores: ganadería, siderurgia, pesca, etc.  

Varios compañeros que se han ido a cubrir la llegada de refugiados a las fronteras de Polonia han vuelto con covid. “¿Con qué?” le pregunté a uno de ellos hace días, sorprendida. Es lo único positivo de las tragedias, cuando llega una nueva se te olvida un poco la anterior, aunque sólo sea por sustitución. Vivimos instalados en una matrioska de la calamidad. Suben los precios de la luz, del gasoil, del aceite, de la harina, de la carne, de la leche entera, del pan, de las frutas frescas; no suben, por supuesto, los sueldos. No bajan, por supuesto, los alquileres. Mientras se nos anima a ajustar el termostato, aprender a descifrar la factura de la luz sin la ayuda de un criptógrafo, analizar las etiquetas energéticas, tener cuidado con el stand by. Cerca estamos de un experto que nos enseñe a hacer fuego con dos piedras y ahorrarnos así la compra de mecheros o cerillas. De tanto consejo leí el otro día un texto que explicaba que para mantener el calor en casa lo mejor tener las cortinas descorridas y las persianas subidas hasta que el sol se ponga. Eureka, estamos a punto de descubrir también que el sol calienta. 

Cabría pensar que no tenemos derecho a quejarnos, porque si abrimos el grifo de nuestras casas sigue saliendo agua caliente. Pero claro que tenemos derecho a quejarnos, igual que tenemos derecho a desconectar ocasionalmente de la actualidad para que no afecte a nuestra salud mental. Tenemos derecho a verbalizar el trauma, sea cual sea, puede que se escriba en plural a estas alturas. El inconformismo bien gestionado no es una práctica punible. Lo verdaderamente catastrófico sería vivir en una sociedad sin derecho a queja.

¿Qué queda en medio de este panorama? Pues, sorprendentemente, queda mucho. La solidaridad y humanidad, sobre todo. Parece un tabloncito de madera al que apenas agarrarse, pero en este tabloncito sí entrarían Leonardo Dicaprio y muchos más. Ver imágenes de cientos de furgonetas con ayuda humanitaria cruzando Europa, personas esperando en los andenes de estaciones de tren, con carteles de cartón con mensajes en varios idiomas, para acoger refugiados en sus casas, personas que recorren miles de kilómetros en sus vehículos personales solo para realizar traslados, ida y vuelta, vuelta e ida, reconcilia. Algunos ponemos dinero, otros ropa, medicamentos, algo parecido a un rescate aunque no se pueda rescatar demasiado. Hasta aquí todo lo que nosotros podemos hacer como ciudadanos, a expensas de la política, que siempre va bastantes pasos por detrás. Lo mismo que ocurrió durante lo peor de la pandemia. Estos dos últimos años de dramática matrioska han demostrado que todavía existe una red, un conector social tangible, que hace que la deriva hacia el aislamiento no sea inevitable. Todavía queda pegamento comunitario. Eso sí, hay que cerrarlo bien o se terminará secando. 

Etiquetas
stats