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Moloch reina en Canaán

Edificios destruidos tras un ataque israelí en la ciudad de Gaza.
25 de octubre de 2023 22:10 h

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La Historia puede ser muy testaruda: capítulos que la mayoría daba por cerrados regresan sorpresiva y trágicamente una noche de otoño. Tal es el caso del conflicto israelo-palestino, una herida que ahora se ha reabierto con mucho pus, mucha fiebre y alto riesgo de septicemia. Y es que nunca se curó. Aquello que la parte más noble de la comunidad internacional llamaba el proceso de paz jamás culminó con lo acordado: la coexistencia de dos Estados, uno israelí y otro palestino, en la antigua Canaán.

Antes de la salvaje incursión de Hamás en el sur de Israel, Washington se las prometía muy felices, como ha señalado aquí mismo Íñigo Sáenz de Ugarte. Ya nadie hablaba del sufrimiento de los palestinos, nadie le recordaba a Israel lo establecido por la legalidad internacional desde 1947, se aceleraba la colonización judía de Jerusalén y Cisjordania, Gaza seguía siendo en el mayor campo de concentración del planeta, millones de palestinos vivían como refugiados en Líbano, Jordania y otros lugares y algunos regímenes árabes suscribían el statu quo que Trump había presentado como la paz de Abraham. Parecía que Washington podía ocuparse sin estorbos de su nueva agenda imperial: acorralar a Rusia, plantarle cara a China.

Y de repente Gaza reventó como lo que es: una caldera de dolor e ira. E Israel respondió al crimen con el crimen. Cien ojos por un ojo, cien dientes por un diente.

La visión estadounidense, concluye Sáenz de Ugarte, “no era más que una ficción”. Una de los muchos espejismos de estos tiempos en los que el momento prima sobre el movimiento, lo último sobre lo importante, la coyuntura sobre lo duradero. Pero, ¡ay!, la realidad prosigue tozudamente su camino. La tierra responde al maltrato con una crisis climática más grave aún que lo previsto por los científicos. Y el tumor primario de Oriente Próximo, el despojo de los palestinos, resurge con insoportable brutalidad. La del ataque de Hamás, la de la venganza israelí. 

Digo que la tragedia palestina es el tumor primario de Oriente Próximo y no solo porque dura ocho décadas, porque ha provocado numerosas guerras, varias intifadas, incontables acciones terroristas, otras tantas represalias israelíes, unas cuantas crisis del petróleo y un sinfín de cumbres internacionales. También porque es una de las causas del islamismo político y su escalofriante derivada yihadista. Uno de los banderines de enganche de los islamistas es el doble rasero de Occidente, su desprecio por los palestinos y su concesión a Israel de esa licencia para matar que acaban de renovarle el decrépito Joe Biden y la acomplejada Ursula von der Leyen.

No hace falta, sin embargo, ser islamista para hacerse estos días un par de preguntas razonables. ¿Es que solo son víctimas inocentes los civiles ucranianos muertos en la invasión rusa o los civiles israelíes asesinados por Hamás? ¿No merecen la solidaridad internacional los 5.800 gazatíes, casi la mitad de ellos niños, que ya habían muerto violentamente el pasado martes por los bombardeos israelíes?

Algunas voces salvan el honor de Occidente. Las de Ziv Stahl y otros israelíes, que se niegan a responder al terrorismo con crímenes de guerra. Las de aquellos políticos occidentales, Pedro Sánchez entre ellos, que piden con voz casi inaudible un corredor humanitario para llevar agua, alimentos, combustible y medicinas a los dos millones de personas acorraladas en Gaza. Las que proponen un alto el fuego inmediato con liberación de rehenes e intercambio de prisioneros. Las que recuerdan que el mundo les debe un Estado a los palestinos encerrados en bantustanes.

Obama fue el último presidente americano en intentar reactivar el proceso de paz, pero se enfrentó a la carcajada despectiva de Netanyahu, que ya gobernaba un Israel donde se había enraizado una arrogancia y una inmisericordia muy alejadas de los valores que tantos apreciamos en la cultura judía. “¿Debe ser la maldición de Auschwitz el privilegio que justifique cualquier represión israelí?”, se preguntaba el otro día en El País el intelectual francés de origen sefardí Edgar Morin. No debería serlo. Haber sufrido un martirio no otorga una carta blanca para aplicárselo a otros. Ni exime a nadie de la necesidad de practicar la humana virtud de la empatía, que no es sentir el dolor de los tuyos, algo congénito, sino sentir el dolor de los otros.

“Palestina”, recordaba Morin, “nunca fue una tierra sin pueblo que esperara a su pueblo sin tierra”. Antes de la Shoá, de la que no tuvieron la menor culpa, allí vivían desde hacía siglos esos descendientes de los pueblos cananeos, arabizados culturalmente y convertidos al cristianismo y el islam, que hoy llamamos palestinos. 

Tampoco debería la Shoá justificar las fullerías en el debate político e intelectual. Aquellos que protestamos por las matanzas de niños en Gaza somos acusados de oficio por los voceros israelíes de antisemitas y amigos de los terroristas. Es un truco barato, demagógico, grotesco, indigno de la inteligencia judía.

No sé cómo terminará esto, nadie lo sabe. El riesgo de que el fuego se extienda es, ciertamente, enorme. El mundo, empezando por Washington y Bruselas, debería poner manos a la obra para detener esta matanza e intentar, por enésima vez, imponer la paz en una tierra que nunca ha sido de leche y miel. Imponer, digo, porque las partes nunca lo conseguirán solas. Nunca.

Quizá se líe parda. Nunca en las últimas décadas había flotado con tanta intensidad el fantasma de una Tercera Guerra Mundial, ayer con lo de Ucrania, ahora con lo de Gaza. O quizá la herida vuelva a cerrarse en falso, con ríos de sangre, victoria militar de Israel y una nueva Nakba palestina. Que Dios nos pille confesados en el primer caso. Preparémonos para tremebundos regresos de la Historia, en el segundo.

Moloch sigue vivo en Oriente Próximo. Solo desde fuera puede vencerse a esa milenaria divinidad cananea siempre sedienta de sangre. De niños, de preferencia.

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