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La obligada oblación

Hemiciclo del Congreso

Elisa Beni

“Aquellos que están gobernados por la razón no desean para sí mismos lo que tampoco desean para el resto de la humanidad”

Spinoza

¿Hay salida? ¿Hay remedio? ¿Aún estamos a tiempo? El deterioro institucional, político, social y de convivencia es tan evidente que ya ni los escándalos que lo destapan parecen conmovernos. Unos, insensibilizados por sobreexposición y otros afianzados en no dejar escapar lo que han logrado atenazar: el poder. Los menos, escandalizados e impotentes ante una situación que no nos es exclusiva, ni mucho menos ahí está Europa y América, pero que nos es propia y de la que no podemos escapar.

Desde el sms de Rajoy al wasap de Cosidó pasando por las cintas de Villarejo o, en un plano ya oficial, las invectivas de los magistrados del Tribunal Supremo cruzando espadas en sentencias y votos, todo habla de decadencia e infección. El infantilizado debate político girando como un hámster en la rueda de la futilidad no nos permite analizar los verdaderos peligros. Las batallas partidistas, la oposición constante de todos contra todos, incluso contra ellos mismos, nos tiene perdidos en meses y años baldíos para el avance y el progreso. Y nada de esto va a cambiar. No hay ninguna perspectiva de que los partidos vayan a reunificarse para permitir de nuevo las grandes mayorías turnistas. Tampoco existen atisbos de que la cultura política vaya a mutar para permitir el diálogo y la transacción. En absoluto. Es más, cada vez tenemos más ejemplos de cómo cualquier pacto, cualquier acuerdo, cualquier negociación es vendida por unos como un triunfo mientras otros aprovechan para convertirla en claudicación. Así podemos ir a las urnas una y otra vez como nuevos sísifos demócratas, elevando nuestra papeleta hasta conseguir recuentos que nos devuelvan, cada vez, a la misma situación de fragmentación parlamentaria. No hay nada que indique que los ciudadanos vayamos a cambiar el voto por cansancio, por aburrimiento, por aniquilación. Ni tenemos por qué.

¿Hay pues esperanza? Llegan ahora los gurús de las ventas masivas de libros mitigadores, balsámicos, a decirnos que la humanidad nunca vivió mejor que ahora en términos estadísticos globales. Da igual que sea Pinker que Rosling, lo cierto es que su mensaje tranquilizador se refiere a macro indicadores que hablan de un progreso global de la humanidad en su conjunto pero que no borran la realidad de que, en nuestra pequeña y egocéntrica porción de mundo, las cosas se están jodiendo a pasos agigantados. Quizá sea egoísta no contemplar en nuestros análisis las mejoras de los países que eran llamados en vías de desarrollo y que se han desarrollado o no consolarnos con que millones de seres humanos hayan alcanzado mejoras materiales e incluso políticas que no eran ni imaginables hace décadas o siglos. Puede. Lo que desde luego es suicida es pasar por encima de la grave crisis de las democracias occidentales liberales entre las que se encuentra la nuestra.

El mayor desasosiego que produce tal constatación es el contraste que ofrece con el cortoplacismo y la mediocridad de nuestro debate público y de aquellos llamados a guiarnos hacia una imprescindible renovación tanto institucional como de objetivos. Una pacatez inmensa que nos entierra y que nos impide tener ideales hacía los que dirigir nuestros esfuerzos conjuntos. Quizá el último de ellos, el de una Europa unida en la paz y en el progreso, en la libertad y en el respeto de los derechos humanos, se esté derrumbando ya ante nuestras narices mientras discutimos sobre esputos o le pedimos el voto a las vacas. Cruel teatro del absurdo que llamamos política. Aquello que empero estaba llamado a ser la más noble de las actividades humanas.

¿Tiene esto remedio? Sólo si los que ostenta el poder están dispuestos a la necesaria oblación, al sacrifico del estatus que tanto les ha costado lograr. No confíen en nadie que les prometa arreglar esto sin pegarse un tiro en su propio pie porque es obvio que está mintiendo. No tenemos héroes dispuestos a la inmolación de su propio poder para lograr restañar lo que está tan dañado. Ninguno. Ni siquiera al que nos presentan como más emblemático y neutro y digno.  Los poderosos están dispuestos a hacer oblaciones sangrientas al dios de su propio medro. Pueden apuñalar enemigos de partido -como en aquella Ejecutiva- o sacrificar a los que les molestan -como ha sucedido con las dos mujeres otrora poderosas del PP- o pueden llevarse con gusto a la pira ardiente a los oponentes ideológicos y políticos. Eso sí. Eso siempre. Hacerse el harakiri y renunciar al poder propio en aras a una mejora global de la calidad democrática, eso no vamos a verlo.

Por ese motivo no hay visos de que se encuentre un sistema razonablemente limpio para mantener separados los tres poderes o a los otros dos del judicial. No se trata de que no haya opciones, los teóricos barajan muchas, lo que no hay es cojones de perder ese poder. Tampoco son imposibles los pactos en buena lid en los que, sacrificando todos algo, se consiguieran objetivos estables y comunes en los campos más relevantes. Para eso hay que renunciar a muchas cosas, incluido a tener cargos que repartir, prebendas que adjudicar. Y así sigue girando la rueda.

Sin oblación, sin sacrificio, sin ofrenda generosa no hay salida.

Piensen si contamos con representantes dispuestos a ello o si lo que vemos son personajes dispuestos a sacrificarlo todo -incluso la verdad- con tal de ganar lo que desean, es decir, el poder.

En ese ara puede perecer todo lo que más nos ha costado conseguir. ¡Que quieren, no tengo hoy buen día!

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