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Paisaje tras la moción

Pedro Sánchez, Nadia Calviño, Yolanda Díaz y Teresa Ribera, el martes en el Congreso.

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A propósito de la moción de censura presentada por Vox, el filósofo Daniel Innerarity resumía la sensación que muchos teníamos antes y después del debate en el Parlamento: “La democracia es muy generosa con los adversarios”. Añadiría que incluso es bueno que sea así para evidenciar hasta qué punto aquellos que la quieren laminar pueden hacer un mal uso de las herramientas constitucionales y pervertir el sentido que debería tener un instrumento de este tipo.

La moción ha servido para probar eso (lo que no significa que hubiese sido mejor ahorrárnosla), para que Pedro Sánchez se haya repuesto (lo que no implica que haya ganado un voto más) y para que Yolanda Díaz haya mostrado ya su perfil de candidata (algo que reconforta a una parte de la izquierda e inquieta a otra). 

Más allá de estas constataciones, el paisaje tras dos días de debate no es muy distinto al que había el lunes. Alberto Núñez Feijóo sigue esperando a que las semanas pasen rápido, tan agazapado como pueda, confiado en que la corriente le lleve a La Moncloa, aunque sin aclarar qué hará si como vaticinan todos los sondeos requiere del apoyo de la extrema derecha para lograrlo. Cuca Gamarra subió al estrado del hemiciclo con el propósito de presentar al PP como la “alternativa moderada”, pero no basta con decirlo para serlo. La abstención en la moción de Vox no invita a pensar que Feijóo esté dispuesto a plantar cara de verdad a Abascal y compañía. 

Perdonen la insistencia pero hay que reiterarlo: a la extrema derecha se la combate. Ni se la perdona ni se la intenta domar porque es un peligro para la convivencia y eso debería concernir también a la derecha y a los liberales que, con permiso del PNV, parecen haberse extinguido en el ecosistema político español.  

El Gobierno, a quien el debate de la moción no solo no le ha perjudicado sino que le ha reforzado, se equivocará si no es capaz de canalizar un malestar, a menudo injustificado, que va más allá de sus votantes tradicionales, respondan a la sensibilidad más institucional de los socialistas o a la que aspira a mantener un espíritu más reivindicativo. Las refriegas internas en el espacio que mal que les pese están obligados a compartir Podemos, Yolanda Díaz y el resto de satélites, son desalentadoras y recuerdan en demasía a las formas de esa vieja política que aspiraban a combatir. Escuchando a veces a algunos de sus dirigentes o exdirigentes parecería que dan por descontada la victoria del PP y que se han instalado en el cuanto peor, mejor. Si tienen dudas siempre pueden preguntar a los grupos independentistas y les explicarán que, si no quieren mentir a sus electores, el cuanto peor siempre es peor. 

Hay partido para las formaciones de izquierda incluso si las elecciones autonómicas y municipales les van mal (las coaliciones posteriores serán las que determinarán el resultado final y el PP se ha ido cerrando puertas con la mayoría de rivales). No todo depende solo de los que se autoubican en la izquierda, pero hay errores de los que únicamente se les puede responsabilizar a ellos. A estas alturas tendrían que haber entendido que el ruido les juega en contra, que los gobiernos resuelven sus diferencias en los consejos de ministros y no en el Congreso y que las posiciones o los intentos de tutela no se fijan en las tertulias.  

El Gobierno puede presumir de haber impulsado un escudo social que ningún ejecutivo de derechas diseñaría jamás aunque muchos de sus beneficiarios sean incapaces de reconocerlo. La libertad no es fomentar los privilegios. Es poder comer, pagar el alquiler o encender una estufa. Sin igualdad no hay libertad.

La reforma laboral y la del modelo de pensiones son dos ejemplos de lo que debe ser la política: razón y mediación. Todavía está pendiente la ley de vivienda y sería imperdonable que acabasen la legislatura sin haberla aprobado. Es eso lo que se espera de los partidos de izquierdas y aún están a tiempo de no despistarse en el camino.

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