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La patria es muy soluble

Rafael Reig

Mi interés por la política catalana es similar al que siento por la de Ucrania, quizá algo mayor que el que siento por la política de Andorra (si es que la hay), pero mucho menor que el que me provoca la política valenciana, tan fallera y espectacular, o la de Colombia, donde pasé parte de mi infancia. Reconozco que esta vez los candidatos, fotografiados en bicicleta, como si se hubieran propuesto conducir al pueblo a la independencia a pedales, pueden hacer algo de gracia, pero no tanta como el peinado de la Tymoshenko y su descacharrante Revolución Naranja.

Dicho esto, admito que mi sentido de la responsabilidad me ha obligado a dedicar dos o tres minutos de intensa reflexión al soporífero asunto de la independencia de Cataluña. Y he llegado a la conclusión de que me trae sin cuidado.

Por lo que a esta hora se sabe, quizá por el canto de un duro, pero parece que los catalanes han votado mayoritariamente a favor de la independencia, con CiU y ERC, aunque da la impresión de que prefieren que no la traiga Mas a pedales. No será en cuatro años, tal vez, pero me da la impresión de que el referéndum ya es inevitable. Mientras escribo, oigo la radio, donde el latiguillo insufrible es que “hay que ser prudentes”.

Voy a ser imprudente, por lo tanto. Todo lo que pueda.

Siempre he creído que cualquier comunidad, desde Socuéllamos a la Unión Europea, tiene pleno derecho a convocar un referéndum. Diga lo que diga la Constitución, que también afirma, entre otras muchas cosas provocantes a risa, que el trabajo es un deber. ¡Un deber, así lo escribieron aquellos farsantes!

Y siempre he creído que cualquier declaración de independencia que se respete es unilateral, faltaría más. Como las declaraciones de amor: no hay que pedir permiso a una señora para decirle que la quieres. Que se lo pregunten a Estados Unidos o a nuestras antiguas colonias americanas.

Cuando llegue el momento, si llega, tras el dichoso referéndum, el Gobierno español tiene dos opciones: o decir adiós y tan amigos o impedírselo por las armas. La segunda opción, además de ser un disparate, sólo es un aplazamiento, aunque España gane esa guerra. Decía el general De Gaulle que Francia se había construido a golpes de espada, así que luchar con las armas para defender a Cataluña es la forma más eficaz de construir un estado catalán independiente más tarde o más temprano. Gane quien gane, perderíamos todos y lo más lamentable de esa guerra de independencia sería el peligro que correrían algunos de los mejores escritores españoles de ser pasados por las armas, a los gritos de “¡Españolistas!”, desde Juan Marsé a Eduardo Mendoza. Qué se le va a hacer: más se perdió en Cuba y venían cantando.

Como a un chico pelmazo que se siente oprimido, a Cataluña, si quiere ser independiente, no hay más remedio que abrirle la puerta. Eso sí: yo al menos no le voy a pagar el piso al independiente ni a hacerle la colada, como en aquel viejo anuncio de lavadoras en el que una señora saludaba tan contenta a su hijo, que venía con una bolsa de ropa sucia: “¡Hola, independiente!”.

¿Y la indisolubilidad de la patria? Por mí, la patria, la dulce patria, bien puede disolverse como un terrón de azúcar en el café.

Como decía Henry Miller, soy un patriota, sí, pero sólo de la glorieta de Bilbao, donde pasé mi juventud, de algunos bares de la calle Velarde y de un portal de Argüelles donde esperaba a una novia que tuve. “El resto de Estados Unidos no existe para mí, salvo como idea, o historia, o literatura”, decía Miller, que además de ser patriota de Brooklyn, del distrito 14, también se hizo patriota de París cuando vivió allí, como fui yo patriota de Long Island y Queens durante unos años, y ahora lo soy de Cercedilla, y podría serlo también de Barcelona si tuviera la oportunidad.

Al final la patria no es más que aquello que defienden los soldados con las armas. ¿Por qué luchan y mueren nuestros soldados en Afganistán? Pues teniendo en cuenta los efectivos del ejército español, ahora que es profesional, España no es más que el sueño de poder enviar algo de dinero a una madre ecuatoriana, el de volver con ahorros a un pueblo colombiano o la posibilidad para un dominicano de sacarse el carnet de conducir camiones gratis.

El ejército catalán, ¿qué defendería? Pues mucho me temo que el sueño de volver a Murcia o Almería con ahorros para abrir un bar de tapas, quizá con butifarra, “pá amb tomaca”, escalivada y otras especialidades catalanas.

Y ése es el problema, a mi modo de ver, no creo que los catalanes, en el referéndum, votaran a favor de la independencia.

En primer lugar, porque la dulce patria (también la catalana) ya se ha disuelto en el amargo café de la globalización y la Unión Europea.

En segundo lugar, porque lo normal es que ese chico pelmazo no tenga ningunas ganas de irse de casa: lo que quiere es más pasta o que sus papás le dejen llevarse a su novia a dormir y, para conseguirlo, amenaza con salir por esa puerta.

Quizá me equivoque y en ese caso, a mí me parecerá excelente que Cataluña se declare Estado soberano, con su ejército y su casi doscientos embajadores por todo lo descubierto de la tierra.

Piénsenlo, tiene muchas ventajas para quienes no sean catalanes. Sin ir más lejos, la prensa dejaría de martirizarnos con la aburridísima política catalana. Así podríamos dedicar más atención a Valencia, que siempre garantiza espectáculo y astracanada, o a Ucrania y los indescriptibles peinados de la Tymoshenko.

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