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Las pensiones, asunto pendiente

Imagen de archivo. Alternativas económicas

Economistas Sin Fronteras

Paco Cervera —

Las trompetas de los malos augurios suenan fuertes señalando el siguiente objetivo del monstruo neoliberal. La recurrente utilización del Fondo de Reserva por parte del Gobierno ha puesto el grito en el cielo: “Bye, Bye, pensions”. Parece ser que las pensiones de las generaciones futuras (léase 2040) no están garantizadas según el actual sistema de financiación actual (aunque mi compañero en Economistas sin Fronteras, Juan Gimeno Ullastres, cuestionó en un artículo reciente la crisis de las pensiones tal y como nos la presentan). Es cierto que existe desequilibrio, no lo escondamos. Pero ¿existe solución? Seguro. Pero no es mágica ni sencilla. Un análisis de las causas, huyendo de la simplicidad del debate político, es el camino más adecuado para que, como sociedad, decidamos qué queremos hacer con nuestras pensiones.

El sistema de reparto que utilizamos para sufragar las pensiones tiene un funcionamiento muy sencillo. Las pensiones que pagar en un periodo deben salir de las cotizaciones de los trabajadores-empresarios (por cuenta ajena y autónomos) en ese periodo. En caso de que las cotizaciones excedan de la cuantía de las pensiones se puede dotar el Fondo de Reserva. El problema aparece cuando las cotizaciones no son suficientes para hacer frente a las obligaciones. Se puede recurrir al Fondo de Reserva, cómo ahora, o bien, hay que acudir a nuevas formas de financiación, como ha hecho el Gobierno para hacer frente a las extras del año pasado o los 15.000 millones que ha pedido prestado (va a deuda pública) para este año.

El artículo 50 de la Constitución española establece que:

“Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo, y con independencia de las obligaciones familiares, promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio.”

La clase política de este país debe estar rompiéndose los sesos tratando de casar suficiencia con sostenibilidad, y así evitar ser perseguidos por Europa como “incumplidores” del acuerdo constitucional. Para empezar, los análisis que afirman que la culpa de nuestro problema la tiene un solo partido, como el PP, pretenden engañarnos. La culpa es de las políticas que se aplican o se han venido aplicando y no sólo en España. Muchos países de nuestro entorno ya han optado por diferentes soluciones, más o menos novedosas, para hacer frente a este reto. Suecia, en 1994; Alemania, 2001; Francia, 2010; Reino Unido, 2007; etc. Distintos países, con distintos gobiernos, pero políticas similares.

Dicho lo anterior, el problema de sostenibilidad del sistema de pensiones lo podemos dividir en dos grandes causas: demográficas y económicas. Las primeras se vienen advirtiendo desde los años 90. Cuando en 2023 empiecen a jubilarse los que ahora tienen 60, empezará la auténtica prueba de fuego de nuestro sistema. Si, a este hecho, le sumamos la baja natalidad que arrastramos desde los 80, 1.31 nacimientos por cada mil habitantes para 2016, junto el aumento de la esperanza de vida (80,5 años para hombres y 86 años para mujeres, 2016) y calidad de la misma sólo hacen más evidente lo que ya se nos predijo. Además, la expulsión de jóvenes en busca de un mejor futuro y la reducción de los flujos de inmigración agudiza lo anterior. Japón con un problema similar al de nuestro país decidió facilitar los procesos de inmigración, para poder, al menos, frenar en parte el veloz envejecimiento social.

Las causas económicas podríamos centrarlas en la crisis. El aumento del paro y su duración han disminuido el número de cotizantes, si en junio de 2007 teníamos más de 19,3 millones de cotizantes, mientras que en diciembre del 2017 estaban cotizando cerca de 18,3 millones. Hemos pasado de una relación de 2.57 cotizantes por pensionista a 2.11 en esas mismas fechas. Mientras los cotizantes han disminuido un 4.5% desde el 2007, los pensionistas han aumentado un 14.75%. La recaudación es significativamente inferior, unos 15.000 millones de euros por debajo entre 2008 y 2016. Las continuas bonificaciones de la contratación, así como la devaluación salarial como medida de estímulo de la contratación han llevado a lo anterior. Aunque no deberíamos obviar que desde los 90, los salarios se han mantenido muy planos, en términos reales, lo que hace inviable un sistema que se basa en las cotizaciones. Un sistema de reparto como el nuestro depende en exceso de las características del mercado laboral, que a su vez depende del modelo productivo y ya sabemos cómo es el nuestro. El modelo globalizador también ha actuado en contra de nuestro estado de bienestar, puesto que ha deprimido el progreso económico de las clases “medias” occidentales, con la consiguiente pérdida de recursos por parte del sector público.

La búsqueda de soluciones no puede, ni debe, evitar el debate ideológico. Eso sí, no confundamos debate con búsqueda de rédito político, porque el sistema acabaría colapsando sin ningún lugar a dudas. Si entendemos, y esta es mi opinión, que en un Estado democrático y social el mejor sistema de financiación de las pensiones es el de reparto o redistribución, ya rechazamos de facto el de capitalización (desigual e individualista). Para solucionar el desajuste entre ingresos y gastos, podemos buscar aumentar los primeros y mantener (o disminuir) los segundos. Hasta el momento, los intentos del Gobierno han ido encaminados a contener los gastos, desligando la cuantía de las pensiones del IPC, aumentando la edad de jubilación, aumentando el tiempo necesario de cotización para calcular la pensión, etc. Se podría plantear reducir la cuantía de la pensión máxima (2.560€), de las más altas de Europa, o la tasa de reposición (la tasa media se sitúa en un 80% del último salario del trabajador).

Aumentar los ingresos se puede hacer aumentando las cotizaciones, pero sólo las de los trabajadores (cuota obrera). La teoría nos dice que un aumento de las cotizaciones patronales sólo acabaría afectando a los propios trabajadores a través de una reducción de salarios o aumentando el paro. La financiación vía impuestos debería hacerse, temporalmente. El impuesto a la banca (recargo del 8% sobre beneficios) propuesto por el PSOE, aunque sería justo, resultaría poco eficiente. El recargo acabaría transmitiéndose en parte (depende de los estudios en mayor o menor proporción) a los trabajadores del sector con una rebaja en sus salarios. Se deberían crear fuentes alternativas de ingresos para el Estado y el compromiso político de aplicarlo al pago de las pensiones. Aunque el sistema es diferente, en Dinamarca se financian con parte de lo recaudado con el Impuesto de la Renta. Entiéndase que todas las opciones deberían pasar por cargar sobre la clase trabajadora el incremento de ingresos, there’s no alternative.

Todas estas opciones tienen su utilidad de manera temporal, pero lo que realmente se necesita es un cambio en nuestra economía que dote de poder a la clase trabajadora. Difícilmente, con las estructuras económicas construidas en las últimas décadas, puede subsistir un sistema solidario como el nuestro y, por consiguiente, el Estado del Bienestar que hemos, sólo en parte, conocido en España. Hablar de partidos y no hacerlo de ideologías nos lleva siempre al mismo callejón sin salida, típico de la política española. El documento propuesto por el PSOE está lleno de buenas intenciones (el recargo a la banca, religar el incremento de las pensión al IPC, etc.) y medias verdades (sólo se financia la mitad del déficit de la Seguridad Social), que a estas alturas deberían hacernos sospechar. En el Neoliberalismo en que nos movemos, no hay cabida para lo justo, sino sólo para lo eficiente. Es el enésimo conflicto en el que hay que elegir entre lo más democrático y lo más eficiente. 

No olvidemos que un mercado de votos de 9 millones de personas es muy interesante, pero puede provocar que los partidos no resuelvan en su totalidad un problema que se nos viene encima, simplemente por no perder votos. El coste de la inacción tiene consecuencias, como hemos aprendido con el “procés” catalán. Los votos transformados en dinero son 8.500 millones de euros mensuales que resultarían un buen negocio para el sector financiero. Y como sabemos, la banca siempre gana. Simplemente, espera.

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