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Iglesias, el rey y ellos, los de entonces, que ya no son los mismos

Pablo Iglesias en el Congreso de los Diputados

Esther Palomera

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Escribir “La noche está estrellada y tiritan, azules, los astros, a lo lejos” es escribir Neruda y es recitar aquellos versos sobre “la misma noche que hace blanquear los mismos árboles” y sobre un “nosotros, los de entonces, que ya no somos los mismos”. Pero esto no va de poesía sino de Podemos. De ellos, de los herederos del 15-M, de los del “no nos representan”, de los de “el cielo tomado al asalto”... Y de los de la Monarquía “se ha convertido progresivamente en un símbolo que sólo entusiasma a los sectores más conservadores, mientras incomoda a cada vez más progresistas y es rechazada abiertamente por un amplia mayoría de los ciudadanos en Euskadi y Catalunya”.

La última cita es de Pablo Iglesias. De hace poco más de un año. Entonces, el secretario general de Unidas Podemos se preguntaba si, 40 años después, la monarquía seguía siendo útil para nuestra democracia, y él mismo se contestaba que “una nueva república” sería la mejor garantía para una España unida “sobre la base del respeto y la libre decisión de sus pueblos y sus gentes”. En su discurso y en sus palabras sostenía que la Corona había “dejado de ser un símbolo de unidad y concordia entre los ciudadanos”.

Hoy todo es distinto. Unidas Podemos se ha hecho Gobierno, e Iglesias como vicepresidente segundo ha prometido lealtad al rey, y cumplir y hacer cumplir la Constitución. El mismo compromiso han adquirido Irene Montero, Yolanda Díaz y hasta Alberto Garzón, autor de un libro titulado la Tercera República. Y todos prometieron sus cargos con sus mejores galas y bajo la misma fórmula. Así que ahora, ante Felipe VI, ni se ausentan, ni se plantan. Simplemente aplauden. Como los diputados del PSOE, del PP, de Ciudadanos, de Vox...

El contraste entre el Iglesias de 2016 y el de 2020 se ha visto en la solemne apertura de las Cortes Generales. En su pertenencia al Ejecutivo, claro, y en su tibio pero solemne recibimiento al discurso con el que Felipe VI inauguró la XIV Legislatura. Ni Irene Montero se queja ya de que las hijas del rey se ausenten de la escuela para acompañar a su padre al Congreso de los Diputados, ni Alberto Garzón muestra en su solapa la bandera republicana, ni el líder de los morados critica las palabras del monarca por “añejas”. ¡Cómo hemos cambiado!

“Se llama madurar”, sostienen unos; la “institucionalidad era esto”, añaden otros. Con el beneplácito del PSOE, Podemos es ya un partido de gobierno. Le falta, eso sí, encontrar el equilibrio entre la solemnidad que imprimen las tarjetas de visita de sus cargos y los gestos de sus bases y sus diputados, que aún se resisten a participar de aplausos, besamanos y desfiles militares.

La diacronía salta a la vista. Y no solo por la negativa de los parlamentarios a aplaudir las palabras de Felipe VI, sino también por la airada respuesta que la corriente Anticapitalista, que lideran la secretaria general del partido en Andalucía, Teresa Rodríguez, y el eurodiputado Miguel Urbán, dieron al elogio que Pablo Echenique, hizo de la “valentía” del rey por su discurso en la solemne sesión de apertura de la XIV Legislatura. “¿No se nos estará yendo de las manos?”, se preguntaron. Pasar de oposición a Gobierno requiere ajustes también de discurso. La política es mucho más que gestos y, cuando uno promete lealtad al rey, ha de explicar el aplaudido tránsito a los suyos. No basta con que en el despacho de Carmen Calvo, y para garantizar la convivencia pacífica entre socios, Iglesias se comprometiera antes de constituirse el Gobierno a que sus diputados acataran la Constitución de acuerdo a la fórmula convencional, a que sus ministros respetaran a la jefatura del Estado y a no descuidar el estilismo en los Consejos de Ministros.

Lo de soplar y sorber, ya se sabe, que no siempre puede ser. Si Unidas Podemos ha decidido jugar a partido de gobierno, debe hacerlo en los ministerios y en los escaños que ocupan en el Congreso. Ser Ejecutivo y oposición al mismo tiempo ni es coherente ni es buena estrategia. Al final, lo que parece siempre es y los votantes se dan cuenta. No pasa nada por reconocer que han cambiado y que ellos, los de entonces, ya “no son los mismos”... Y quizá en algunas cuestiones hasta no deban serlo.

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