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Los puros y el blanqueamiento

El diputado de Podemos por Vizcaya, Roberto Uriarte

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En diciembre de 2019 se difundió un vídeo en el que Pablo Iglesias, Iván Espinosa de los Monteros e Inés Arrimadas charlaban y reían amigablemente en una sala del Congreso de los Diputados. Era una conversación informal, fuera del hemiciclo, durante una recepción institucional. La reacción de algunos en twitter fue furibunda. “Se normaliza y blanquea a un fascista”, reprocharon a Iglesias por su breve conversación con Espinosa de los Monteros. “Al fascismo, ni agua, ni risas”, zanjaron, dictaminando herejía desde su particular púlpito. 

Un año después, hace solo unas semanas, el diputado de Podemos Roberto Uriarte promovió una iniciativa para remarcar que no todo es crispación y enfrentamiento en el Congreso. Durante un par de días reunió a Inés Cañizares (Vox), Fernando Gutiérrez (PP), Sara Jiménez (Ciudadanos), María Guijarro (PSOE), Joan Capdevila (ERC) y Jon Iñárritu (Bildu) en la cafetería del Hemiciclo. Los siete crearon un grupo de wathsapp y bromearon con el parecido de su iniciativa con aquel “Club del Cocodrilo” que creara, hace ya mucho, Altero Spinelli en el Parlamento Europeo. Como cuenta Uriarte, pretendían trasladar a la ciudadanía que, más allá de las discrepancias políticas, “no hay nada tan bonito como saber convivir y cooperar entre personas que pensamos diferente”.  Un gesto, uno muy necesario. 

Ha durado nada. La primera iniciativa pública del grupo fue un vídeo en el que cinco de ellos (faltaron, por cuestiones de tiempo, Cañizares y Capdevila) felicitan el año nuevo. La primera y la última. Vox ha desautorizado a su representante y, a renglón seguido, el PP ha hecho lo propio. Las palabras de condena son, ay, casi idénticas a las que, desde el otro extremo, retumbaron en twitter hace un año: “seré muy clara – ha espetado Macarena Olona a Roberto Uriarte - si por crispar entiendes negarnos a blanquear a ETA, negarnos a blanquear la gestión criminal de la pandemia y negarnos a abandonar a los españoles, Vox va a seguir crispando en 2021. Más que en 2020. Un orgullo no salir en este vídeo”. 

Una reacción radicalmente contraria a la de Pablo Iglesias en 2019, cuando, como hemos visto, fueron sus puros los que le acusaron de blanquear el fascismo. En su respuesta defendió que “esta nochebuena en muchas familias habrá votantes de UP, de partidos independentistas, de Vox, del PSOE o de cualquier otro. Igual que en las cenas de trabajo o de la clase de la facultad. Y hablarán y se reirán. Eso no es una falta de coherencia política, sino condición humana”. Es relevante remarcar que, mientras los puros de un lado estaban en twitter y fueron desautorizados, en el otro son los puros que están al mando y los que han condenado de modo fulminante los timidísimos e inicuos intentos de mero acercamiento simbólico. 

La Real Academia no ha reconocido todavía la acepción específicamente política que está adoptando el término “blanquear”, pero sospecho que lo hará pronto, porque gana enteros a ritmos forzados. Y se trata, me temo, de una mutación lingüística que poco o nada bueno dice de la tendencia por la que nos estamos deslizando como sociedad. “Blanquear” remite a un estado primigenio “negro” o “sucio” al que se aplican capas de pintura o esmalte con el propósito de ocultar su connatural impureza. El uso del término incorpora así dos asunciones preocupantes en terreno de lo político, porque afectan a postulados básicos de la democracia. 

La primera, más leve, remite a la idea de hipocresía: se tapa algo, se oculta, se engaña. Lo que se muestra no es lo que es. Quien blanquea es un hipócrita, un embaucador, un falso, un mentiroso y, por descontado, un cómplice del mal. La segunda, con mucho la más grave, asume una configuración del mundo en la que la realidad de lo político se ordena en términos esencialistas y binarios. Solo lo que por naturaleza es impuro, malsano, enfermo o podrido es susceptible de ser blanqueado. La propia idea de blanqueo remite a un mal primigenio. Y, como en un espejo, es frente a ese mal primigenio frente a lo que el denunciante configura su propia identidad: pura, pulcra y virtuosa. Esa pulsión desemboca al final en la negación de la política, de sus inevitables matices y de su consustancial idiosincrasia dialogante. 

Que se acuse a alguien de blanquear al fascismo por charlar con un adversario político o de blanquear a ETA por salir en un vídeo junto a otros diputados denota una comprensión muy peligrosa de lo político, porque supone extender el terreno de la discrepancia política a aspectos a los que jamás debería aplicarse. Aristóteles decía que el fundamento de la polis, de la comunidad, es la amistad. Negar a los otros la categoría de “amigo”, en ese sentido aristotélico de “conciudadano”, implica cavar un foso en el corazón de la sociedad y pasar a entender la política en los términos Smichttianos de “amigo-enemigo”. El otro no uno de los míos que piensa diferente, sino un traidor que no pertenece a mi grupo. No es que no piense o actúe igual, es que cualquier cosa que piense o pretenda perseguirá, por su propia naturaleza de enemigo, destruirme. Es esencialmente impuro, y cualquier contacto con él, incluso el mero contacto social, contamina. 

Todas esas distinciones teóricas más o menos abstrusas las atrapa intuitivamente la inmensa mayoría de la gente de a pie cuando, hastiada de tanto encono y de tanta inquina en el hemiciclo, solicita que la crispación desaparezca y que las legítimas discrepancias políticas no desemboquen en enfrentamientos cainitas ni en descalificaciones morales de baja estofa. La alternativa de Roberto Uriarte, en la que cabían todos, apuntaba en un sentido inmejorable. A algunos de nuestros “representantes” les ha durado diez minutos exactos. Ya nos advirtió sobre ellos, sobre los puros y sin mácula, el gran Umberto Eco: “Huye, Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de la propia”. No estamos ni de lejos en ese escenario, pero nunca está de más recordar las razones por las que desconfiar de la resplandeciente perfección de los impecables. 

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