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Hacia un sindicalismo urbano (Harvey en Madrid)

Pablo Castaño Tierno

Un par de meses antes de las elecciones europeas de mayo, el sociólogo César Rendueles decía que “estamos obsesionados con juntar un partido y realmente lo que necesitamos con urgencia es un sindicato”. Ahora que tenemos un nuevo partido-movimiento en construcción, el vacío sindical que sufrimos se hace más patente que nunca. Una gran parte de la ciudadanía ha recuperado la ilusión por la política institucional en los últimos meses, trabajando para que Podemos se convierta en una organización que satisfaga los anhelos de participación política y transformación social de nuestra sociedad. Sin embargo, el lema “No nos representan” sigue vigente para millones de trabajadores y trabajadoras, que se sienten abandonados por los sindicatos en un contexto de altísimo desempleo y creciente precariedad laboral.

Los secretarios generales de Comisiones Obreras y UGT llevan meses prácticamente desaparecidos de la escena mediática, quizá una muestra de lo desorientadas que están las cúpulas de los dos principales sindicatos ante el terremoto político iniciado en las elecciones del 25 de mayo. En los últimos años, su silencio las han convertido en cómplices de las políticas antisociales del PSOE y el PP, a lo que se suman las graves y fundadas acusaciones de corrupción que está recibiendo UGT. El resultado ha sido la pérdida de miles de afiliados y el desprecio ciudadano (según el CIS los sindicatos son de las instituciones peor valoradas por la ciudadanía, con una nota más baja que las organizaciones empresariales).

La buena noticia es que la tasa de afiliación sindical en España no es tan baja: el 20% de la población asalariada española pertenece a algún sindicato (tres puntos por debajo de la media europea), a pesar de la creciente precarización del mercado laboral y las consiguientes dificultades para organizarse en el trabajo. Pero la mayoría de esos casi tres millones de personas forman parte de CCOO o UGT, organizaciones cuyos dirigentes han renunciado a combatir los continuos ataques del gobierno contra las mayorías sociales. Como consecuencia estamos en un impass en el que la movilización de miles de personas en los círculos de Podemos y en iniciativas de convergencia de partidos y movimientos sociales como Ganemos no se ve acompañada por un resurgir paralelo de la combatividad en el trabajo. A pesar de recientes y ejemplares huelgas como la del servicio de limpieza viaria de Madrid, Panrico o Coca-Cola.

Cada vez parece más difícil creer en la capacidad de transformación de CCOO y UGT, entre otras razones debido a su grave dependencia económica del Estado. ¿Qué hacer entonces? Al calor del 15M surgieron iniciativas como la Oficina Precaria, centrada en la defensa de los derechos laborales de los trabajadores y trabajadoras precarias de Madrid; por otro lado, sindicatos hasta ahora minoritarios como CGT están experimentando un crecimiento que podría acelerarse en las elecciones sindicales de 2015. Por su parte, un grupo de simpatizantes de Podemos provenientes de diversos sindicatos han creado un Círculo de Sindicalistas y quieren promover la creación de una nueva organización sindical. Todavía no sabemos por dónde va a venir la necesaria regeneración sindical, pero mientras tanto podemos ir pensando qué sindicalismo queremos.

En su libro Ciudades rebeldes, el geógrafo crítico David Harvey señala la importancia de la ciudad en las luchas obreras de los siglos XIX y XX, tomando el ejemplo de la Comuna de París, cuyas dos primeras decisiones fueron abolir el trabajo nocturno en las panaderías (una cuestión laboral) e imponer una moratoria sobre los alquileres (una cuestión urbana). Tiene razón Harvey cuando afirma que la creciente precarización del mundo del trabajo nos urge a combinar las demandas estrictamente laborales con la reivindicación de unas condiciones de vida dignas. En esta época en la que el empleo no es suficiente para garantizar el bienestar de las personas se hace más necesario que nunca unir la lucha sindical a las movilizaciones por el derecho a la vivienda o por unos servicios públicos de calidad.

Además, Harvey destaca la necesidad de superar el modelo tradicional de sindicato dominado por hombres blancos, sordo ante las demandas feministas y cerrado para las minorías étnicas y culturales, que son precisamente las que sufren una mayor precariedad laboral y vital. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca se ha construido con la valiosa participación de miles migrantes que han pasado de ser víctimas de la estafa inmobiliaria a activistas por el derecho a la vivienda. Este ejemplo nos muestra que es posible la activación política de colectivos tradicionalmente excluidos de la participación en la esfera pública. En un contexto de crecimiento de la xenofobia y el racismo en Europa, esta integración de la diversidad debería ser una prioridad para cualquier sindicato. En lo que respecta a los derechos de las mujeres, es cierto que los sindicatos españoles han asumido formalmente el feminismo, pero es necesario un compromiso con el conjunto de los análisis y reivindicaciones feministas más allá de lo estrictamente laboral. Aquí Harvey incluye con gran acierto el derecho a pasear de forma segura por la calle, demanda común a las mujeres y las minorías sexuales que debería ser defendida por un sindicato que entienda que los derechos laborales no pueden separarse del derecho a la ciudad. Del derecho a una vida digna, en definitiva.

Fletcher y Gasapin lo explican muy bien en su libro La solidaridad dividida: la crisis de la organización obrera y un nuevo camino hacia la justicia social: “Si la lucha de clases no se restringe al lugar de trabajo, tampoco deberían hacerlo los sindicatos. La conclusión estratégica es que los sindicatos deben procurar organizar las ciudades y no solamente los lugares de trabajo (o sectores industriales). Y organizar las ciudades solo es posible si los sindicatos buscan aliados en los bloques sociales metropolitanos”.

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