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Sobre este blog

Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

Autores:

Aina Gallego - @ainagallego

Alberto Penadés - @AlbertoPenades

Ferran Martínez i Coma - @fmartinezicoma

Ignacio Jurado - @ignaciojurado

José Fernández-Albertos - @jfalbertos

Leire Salazar - @leire_salazar

Lluís Orriols - @lluisorriols

Marta Romero - @romercruzm

Pablo Fernández-Vázquez - @pfernandezvz

Sebastián Lavezzolo - @SB_Lavezzolo

Víctor Lapuente Giné - @VictorLapuente

Luis Miller - @luismmiller

Lídia Brun - @Lilypurple311

Sandra León Alfonso - @sandraleon_

Héctor Cebolla - @hcebolla

¿Políticos o médicos?

La nueva ministra de Sanidad, Carolina Darias. EFE/Juan Carlos Hidalgo

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A raíz de la marcha de Salvador Illa del Ministerio de Sanidad y de la necesidad de reemplazarlo en el contexto de la pandemia, el debate público ha vuelto a poner su mirada sobre la idoneidad de los perfiles de los ministros y ministras para ocupar un cargo en el Ejecutivo. Es decir, sobre si su formación y experiencia son las más adecuadas para dirigir una cartera de gobierno.

¿Debería el Ministerio de Sanidad estar pilotado por un médico de reconocido prestigio? ¿Un exitoso empresario del campo sería un buen Ministro de Agricultura? ¿La cartera de Economía debería recaer en manos de algún reputado economista? Es frecuente que este tipo de preguntas emerjan ante la formación o remodelación de un nuevo gobierno. Dicho planteamiento puede analizarse en dos planos diferentes, uno atendiendo a la reacción inmediata, intuitiva, aunque cargada de argumentos rudimentarios (¡quién si no va a saber más que un médico sobre salud pública!), y otro prestando atención a la corrientes de fondo en las que navega. Transitemos de momento por esta segunda vía.

El debate sobre qué tipo de perfil debería tener un miembro del Gobierno, o en nuestro caso concreto, quién debería ocupar la cartera de Sanidad en medio de una pandemia, entronca con una discusión profunda que va más allá del contexto del COVID-19 y que versa sobre la crisis de las democracias representativas. El debate apunta a cuál debería ser el papel de los expertos en la democracia de partidos, pues estos últimos, independientemente de color que sean, decepcionan con mucha frecuencia al no poder conjugar del todo su función de representación (atender a las demandas de los votantes) con la de responsabilidad (conseguir buenos resultados en el largo plazo en base a los intereses de los votantes pero articulándolos con demandas de otros actores –mercados, organismos internacionales, etc.-), todo esto en contextos de híper-interdependencia global y alta incertidumbre.

La respuesta tecnocrática (el gobierno de los expertos) se ha defendido como una de las posibles alternativas al papel de los partidos. ¿Deberían los expertos tener capacidad ejecutiva por encima de los ministros o estar subordinados a estos informándoles en el diseño de políticas públicas y apoyándolos en la toma de decisiones? Sobre este asunto hemos reflexionado hace poco en este mismo blog (véase aquí).

Dejando al margen la cuestión central, pero sin abandonar un aspecto importante del debate, en este post queremos compartir unos resultados producto de una reciente encuesta experimental realizada dentro de un proyecto más amplio sobre el estudio de las preferencias y las actitudes de los españoles hacia los expertos (financiada por el proyecto CSO2017-89847-P del Plan Nacional de I+D+i). En la encuesta empleamos un diseño llamado “conjoint experiment” en donde básicamente presentamos a una muestra de 2000 personas en España dos perfiles de candidatos para ocupar el Mando Único en caso de declaración del estado de alarma. Como sabemos, este órgano es el encargado de liderar la respuesta a la pandemia y de coordinar las actuaciones entre diferentes niveles de gobiernos. A los encuestados se les proporciona información sobre el género, la edad, el lugar de nacimiento, el tipo (si es político o experto), el partido político al que pertenece en caso de ser político, y el área de trabajo en la que los candidatos han realizado su profesión (en nuestro experimento solo ofrecemos dos opciones: sanidad o economía). El orden y el valor que adoptan todos estos atributos (si es hombre o mujer, por ejemplo) se presentan de manera aleatoria, generando varios perfiles diferentes entre los cuales los participantes eligen uno de los dos candidatos en una serie de cinco votaciones. La generación de datos en base a la aleatorización de los atributos nos permite evaluar a posteriori de forma rigurosa qué atributos han tenido más peso en la elección del Mando Único.

El principal resultado de este ejercicio es que ser experto es la característica que más condiciona la elección del candidato. Cuando el candidato para ocupar el Mando Único es experto en vez de político la probabilidad de que este sea elegido aumenta considerablemente (cerca del 40%).[1] Pero (¡atención!), este resultado se da independientemente del tipo de trabajo en el que el experto desarrolle su trabajo, puesto que cuando analizamos la interacción de los atributos, el área de trabajo del experto no ejerce una influencia estadísticamente significativa sobre la elección del candidato.

Para ahondar en este último aspecto, es decir, para comprender cómo condiciona el tipo de experiencia profesional en la influencia que tiene la cualidad de ser experto frente a ser político, hemos complementado el ejercicio anterior con un experimento de viñeta o experimento de marco (framing experiment). Este consiste en analizar cómo diferentes formas de presentar la crisis del COVID-19 (si como una crisis exclusivamente sanitaria o como una crisis sanitaria pero con importantísimas consecuencias económicas) puede desencadenar diferentes opiniones entre los encuestados acerca de la idoneidad de los perfiles de los candidatos para ocupar el cargo de Mando Único. Este condicionante, como es lógico, se introduce antes de pedirles a los encuestados que elijan entre los diferentes perfiles y la asignación de marco o frame para cada uno de ellos (el que enfatiza la crisis sanitaria, el que enfatiza la crisis económica o el grupo de control) se realiza de manera aleatoria.

De forma resumida, los resultados encontrados nos dicen los siguiente: como antes, los expertos siguen siendo preferidos a los políticos, pero cuando presentamos la crisis de la COVID-19 subrayando exclusivamente sus aspectos sanitarios los ciudadanos prefieren con claridad expertos en salud pública que a expertos en economía. La probabilidad de que un perfil de experto-sanitario sea elegido es de 76% frente a un 58% en el caso de un perfil de experto-economista. Este resultado parece casi una obviedad y seguramente se ajuste a lo intuido por muchos lectores. A fin de cuentas el coronavirus representa una crisis sanitaria de primer orden. No obstante, resulta sorprendente la debilidad de dicha preferencia (la de sanitarios sobre economistas) en el momento que analizamos lo que sucede cuando la crisis de la COVID-19 se presenta como una crisis también económica. La probabilidad de que un perfil de experto-sanitario sea elegido para dirigir la respuesta a la pandemia es prácticamente igual a la del perfil de un experto-economista. De hecho, la del segundo es mayor que la del primero (66% y 69% respectivamente), lo cual significa que el tipo de experto pasa a ser irrelevante desde el punto de vista estadístico.

Estas evidencias señalan tres cuestiones. La primera, la considerable extensión de la preferencia por expertos en cargos ejecutivos, como se ha señalado en anteriores investigaciones. La segunda, que la preferencia por el tipo específico de experto es manipulable. La tercera, y relacionada con esta última, que esa maleabilidad de la preferencia por expertos está muy condicionada por cómo se presente ante los ciudadanos la cuestión política a gestionar. En este último terreno creemos conveniente que quienes proponen ciertos debates públicos sean conscientes de las implicaciones de usar argumentos potencialmente populares pero excesivamente rudimentarios. Ese uso de un argumento tecnocrático, elitista, antipartidista, antipolítico, puede generar sin duda simpatías pero también dinámicas que debiliten la democracia representativa. 

[1] Este hallazgo es coherente con otro resultado que también hemos presentado en este mismo blog sobre preferencias tecnocráticas durante la pandemia (véase aquí).

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