Qué hemos hecho para merecernos estos debates
Empezó el debate que algunos definieron como 'Todos contra Pedro Sánchez', y el líder del PSOE intentó dar la impresión de que venía preparado para la ocasión. Es sabido que los debates de campaña no son su fuerte y lo volvió a confirmar cuando otros le criticaban y él no levantaba la vista de los papeles, como si en ellos estuviera reflejado el sentido de la vida.
Sánchez apareció con tres propuestas concretas, dos de ellas pensadas para presentarse como el más duro entre los duros contra los independentistas catalanes. Anunció que, si es reelegido, hará lo posible para reintroducir en el Código Penal el delito de convocatoria de referéndum ilegal. Eso es lo que llevaba tiempo exigiéndole el Partido Popular, desde mucho antes de la sentencia en el juicio del procés. Así que, conocido el veredicto, era una forma de presentar una enmienda a la totalidad al Tribunal Supremo.
Sánchez completó esa medida con otra destinada a exigir que los responsables de las televisiones autonómicas sean elegidos por una mayoría de dos tercios e hizo una referencia directa a TV3. Ya existe precisamente una norma en ese sentido aprobada hace unos meses por el Parlament. Daba igual. Se trataba de presentar al Sánchez español, mucho español, que llegó a acusar al PP de haber aprobado en el pasado muchas “transferencias al nacionalismo catalán”. Esas transferencias eran constitucionales y estaban dirigidas a la Generalitat, no a un partido concreto.
Aquí la clave parece ser presentar a Catalunya como una mancha tóxica que contamina a los que se acercan demasiado. Miquel Iceta debía de estar en casa tirándose de los pelos que le quedan.
Sánchez marcó las líneas del terreno anti-indepe, lo que no le sirvió de mucho. Pablo Casado, Albert Rivera y Santiago Abascal le atacaron como un solo hombre –no hay diferencias entre ellos en este punto– por el conflicto catalán. Estaba claro que no le iban a dar ni un milímetro. Eso resultó ser un empeño inútil para Casado y Rivera en la campaña de abril, pero no importaba. Casi todo lo que se escucha en esta campaña se dijo hace seis meses y los políticos lo repiten como si estuvieran fichando un lunes de invierno lluvioso y sombrío.
“Hoy los protagonistas son ustedes”, dijo a la cámara un melodramático Rivera en su primera intervención (antes de enseñar un trozo de pavimento supuestamente arrancado de una calle de Barcelona en su teletienda particular, que ya es un clásico de los debates esperado por la audiencia con las palomitas en la mano). Protagonistas pasivos y sufrientes, si acaso. Al comenzar a las diez de la noche, el debate acabó diez minutos antes de la una de la mañana. Es de agradecer que Casado no elogiara esta vez a “la España que madruga”. Hubiera sonado a cachondeo.
Fue un debate a pedradas, como casi todo lo que ocurre en la política española desde la moción de censura. La política se ha convertido en un deporte de contacto físico en el que se arrebata al rival de toda legitimidad, con lo que el juego sucio está perfectamente justificado. Un territorio perfecto para Vox. Abascal desplegó el argumentario racista de su partido con total comodidad, cumpliendo los bajos deseos de su electorado de abril.
Nadie le discutió sus falsedades sobre inmigración y delincuencia que llegaron también a los delitos sexuales: “Que los violadores no entren a la cárcel por una puerta y salgan por otra”, dijo. Parece que en estos debates te abren la cabeza si no te pones el uniforme de legionario para hablar de Catalunya, pero si llamas prevaricadores a jueces y fiscales con algo manifiestamente falso te vas de rositas.
Casado y Rivera no se atrevieron a abrir la boca cuando Abascal soltaba estas cosas. Lo necesitan después del 10-N si los tres suman la mayoría absoluta. El líder de Ciudadanos sólo le importunó para hablar del empleo dorado que le dio Esperanza Aguirre hace años y por unas fotos antiguas del ultraderechista italiano Matteo Salvini con la estelada. Para todo lo demás, quedó clara la alianza estratégica de conservadores y liberales con la extrema derecha.
Al otro lado, no hubo ni siquiera un amago de bloque de izquierdas. “A ver si aprendemos de la derecha también”, dijo Pablo Iglesias mirando a Sánchez en referencia a la capacidad de PP, Cs y Vox de olvidar los choques de campaña y pactar después de las elecciones, como se ha comprobado en varias comunidades autónomas. Sánchez se mostró distante en el mejor de los casos con Pablo Iglesias, a diferencia del debate televisado de abril.
El socialista dio la impresión de que no tiene que hacer nada para salir reelegido en un Parlamento sin mayoría absoluta. Volvió a pedir la abstención al PP y Ciudadanos y a dar por hecho que Podemos debe apoyarle. Esta especie de absentismo político no tiene más precedente que lo que hizo Mariano Rajoy en 2016. El PSOE ofrece ahora un Rajoy más guapetón, pero el mismo plan.
Iglesias hizo un esfuerzo por no romper el fino hilo que le une a Sánchez. Nada que ver con el tono bronco del debate de investidura de julio. Fue otro debate de campaña en que el líder de Podemos mostró su rostro más tranquilo y constructivo, separándose del clima tumultuario del resto del plató. Dijo cosas nada radicales como afirmar que la cohesión territorial no es un tema restringido a Catalunya, sino que afecta a los problemas del mundo rural en Galicia, Canarias o Extremadura. “España no es centralista por definición”, defendió, más que nada porque la Constitución dice otra cosa. Pero esa es una parte de la Constitución que los líderes de la derecha ignoran cuando exigen la centralización de competencias en educación o sanidad. Es probable que sus dirigentes de fuera de Madrid opinen diferente.
Sánchez no concedió a Podemos ni un gramo de esperanza de que esté dispuesto a aceptar un Gobierno de coalición. “No comparto la visión de Iglesias de que para subir el salario mínimo o aumentar las becas tengamos que poner en riesgo la unidad de España”, dijo. La relación causa-efecto de ambas proposiciones es algo más que discutible.
Casado le preguntó en varias ocasiones si iba a pactar con los independentistas. El socialista ya ha confirmado más de una vez que no quiere tener nada que ver con ERC o JxCat. Sin embargo, en uno de los apagones mentales más llamativos que se hayan visto en un debate, no respondió y volvió a enfrascarse en sus papeles con la mirada baja.
En definitiva, Sánchez no se fía de nadie, excepto de sí mismo y quizá de su jefe de gabinete. Este debate y toda la campaña demuestran que los demás no se fían de Sánchez. Votar el 10 de noviembre será otro ejercicio de fe por ver si sirve para evitar unas terceras elecciones. No apuesten por ello.
Es casi un lugar común entre periodistas reclamar más debates televisados en las campañas electorales. Después de ver el ambiente crispado y tabernario de este, con la ultraderecha diciendo falsedades que no son refutadas, un solo debate ya parece demasiado.