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Tres años del final de Rajoy: la España que nadie predijo

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, saliendo del Congreso tras la primera parte del debate de la moción de censura.

Marcos Pinheiro

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“Suerte a todos ustedes por el bien de España”. Mariano Rajoy se despidió del Gobierno y de la política hace una eternidad comprimida en tres años. Una mayoría parlamentaria le había desalojado de la presidencia tras la histórica sentencia de Gürtel, que condenaba al PP por haberse lucrado con la corrupción. Aquella frase de Rajoy encerraba parte de la incertidumbre que rodeaba al nuevo Ejecutivo presidido por Pedro Sánchez, que tuvo que formarse en apenas unos días. Nadie podía predecir entonces cómo sería la España del tercer aniversario de la única moción de censura exitosa de la democracia.

En menos tiempo de lo que, en teoría dura una legislatura, España ha tenido tres, con dos elecciones generales. Ha vivido también comicios no previstos en Catalunya y Madrid y una revolución completa de la primera línea de la política: el único superviviente de la moción de 2018 es el propio Sánchez. Pero sobre todo, el país ha atravesado una pandemia que ha dejado 80.000 muertos, ha provocado una crisis económica y que ha obligado a cambiar cualquier plan sobre la agenda política a desplegar por el Gobierno. 

España es hoy un país muy distinto que nadie podía predecir en aquellos días calurosos entre finales de mayo y comienzos de junio, pero conserva dos temas centrales alrededor de los que gira la política, y que resisten indemnes el paso del tiempo: el conflicto político en Catalunya y la corrupción.

Sánchez, ante la estabilidad al final del túnel

Sánchez ha cumplido tres años en la presidencia del Gobierno en los que se recuerdan pocos momentos de tranquilidad. Su resurrección al frente del PSOE y el triunfo en la moción de censura fueron solo el comienzo de un camino que solo ahora atisba algo de estabilidad.

El presidente del Gobierno tuvo que convocar elecciones a los ocho meses de haber destronado a Rajoy ante la incapacidad de aprobar nuevos presupuestos con el apoyo de los partidos independentistas. El fracaso del pacto de investidura con Podemos tras los comicios del 28 de abril de 2019 obligó a repetirlas el 10 de noviembre. La presión para no celebrar unas terceras y el ascenso que había experimentado la ultraderecha propiciaron que el acuerdo para formar el Gobierno de coalición fuese más rápido y sencillo. A principios de enero de 2020 se invistió a Pedro Sánchez como presidente de un Ejecutivo de coalición con Unidas Podemos.

Dos meses después estalló la pandemia. El Gobierno lleva desde entonces luchando contra la propagación del coronavirus y contra los efectos económicos que ha tenido el frenazo de la actividad durante meses y la paralización completa del sector servicios. Es ahora, con sus primeros presupuestos aprobados, el final del estado de alarma, el ritmo de crucero en la vacunación y la recuperación de los empleos perdidos por el COVID cuando PSOE y Unidas Podemos pueden empezar a atisbar la oportunidad de gestionar con cierto margen hasta los próximos comicios –que Sánchez no tiene intención de adelantar– y sin que la pandemia absorba toda su atención.

Iglesias, del Gobierno a la retirada

El Ejecutivo que afronta esta nueva etapa no es el mismo que la inició por la marcha de la figura más importante junto a Sánchez: Pablo Iglesias observa ya el devenir de la política desde el patio de butacas, en una retirada total en la que su reaparición más relevante fue un corte de pelo que simbolizaba el final de una etapa.

En estos tres años que han pasado desde que azuzó una moción de censura sobre la que los socialistas albergaban algunas dudas en el inicio, Iglesias ha tenido tiempo de llevar a un partido que no alcanza una década de antigüedad al escenario de entrar en un Gobierno de coalición. Ha protagonizado imágenes históricas –como el abrazo con Sánchez tras sus desencuentros en la primera negociación– y ha roto el guión que todos tenían previsto.

Su dimisión como vicepresidente para pelear en las elecciones adelantadas de Madrid contra Isabel Díaz Ayuso ha conseguido salvar a su partido de una desaparición casi segura en la región, pero ha puesto el punto final a una carrera política que comenzó hace tan solo siete años. Ahora son Yolanda Díaz –en el Gobierno– y Ione Belarra –en el partido– quienes toman el relevo para continuar con la agenda del partido en el Ejecutivo y lo que es más importante, para tratar de darle continuidad a un proyecto político fundado alrededor de una persona que ya no está.

Pero entre gestionar una pandemia y lidiar con adelantos electorales, el Gobierno ha tenido ocasión de ir aprobando algunas de las leyes contenidas en el pacto que firmaron PSOE y Unidas Podemos. Además de los presupuestos –los primeros desde la época de Rajoy–, el Ejecutivo ha puesto en marcha el Ingreso Mínimo Vital, ha subido el salario mínimo y ha recuperado el subsidio por desempleo a los mayores de 52 años; ha reinstaurado la Sanidad Universal recortada por el PP y ha aprobado una ley de Eutanasia; ha cambiado la ley de Educación y aprobado una de protección a la Infancia; ha derogado el castigo penal a los piquetes y acabado con la norma que ponía fecha de caducidad a las investigaciones por corrupción.

Las mayoría de esas leyes se han impulsado en los momentos de cierto respiro que ha dado la pandemia, y ahora que encara su final el Ejecutivo está inmerso en desplegar el resto de su agenda. Tiene pendiente resolver dentro del Gobierno el debate sobre la derogación de la reforma laboral, afronta una nueva subida del salario mínimo a final de año y ambos partidos tratan de encontrar puntos en común para sacar adelantes leyes como la de autodeterminación de género o la regulación de los alquileres.

Una derecha completamente distinta

Si en Unidas Podemos el cambio en estos tres años tiene un nombre propio, en la derecha es una revolución completa. La irrupción de Vox y los cambios de liderazgo en PP y Ciudadanos dejan un panorama completamente distinto al que había cuando Rajoy abandonó la política. Esa derecha sigue inmersa en la batalla de la reunificación, pero con unos equilibrios muy diferentes.

La marcha de Rajoy sin destinar sucesor –una innovación en un partido donde el ‘dedazo’ era la forma habitual de elegir a los líderes– abrió una batalla entre María Dolores de Cospedal y Soraya Sáenz de Santamaría, representantes de las dos facciones del entonces Gobierno del PP, que acabó dando como resultado la victoria del tercer candidato. Pablo Casado se hizo con la presidencia del partido con la única experiencia de gestión de haber sido el vicesecretario encargado de vender el argumentario del PP en los medios.

Casado disfruta ahora de unos buenos pronósticos en las encuestas que le han llevado incluso a pedir elecciones anticipadas, pero de los únicos datos tangibles de los que puede presumir son los resultados de Madrid. El triunfo total de Isabel Díaz Ayuso ha sido la única buena noticia electoral en tres años para el líder del PP, que gestiona un grupo parlamentario con casi 50 diputados menos de los que tenía Rajoy y ha llevado al partido a la irrelevancia en Catalunya.

El líder del PP trata desde el verano de 2018 de reunificar lo que él llama el centroderecha y cumplir así uno de los deseos de su mentor, José María Aznar, que vio en la debilidad de Rajoy la causa de esa fragmentación. Pero ha cambiado mucho desde entonces el perfil de los descarriados a quienes hay que atraer de nuevo a la “casa común de la derecha”.

Cuando Rajoy se fue la principal vía de agua del PP era Ciudadanos y Vox no pasaba de ser el proyecto de un renegado de los populares que hacía mucho ruido pero poco más, con ninguna representación parlamentaria por entonces. Ahora Vox tiene 54 diputados en el Congreso y ha aupado al PP a varios gobiernos regionales y municipales; o lo que es lo mismo, tiene el suficiente poder como para condicionar algunas de sus políticas.

Casado aún no ha encontrado la tecla correcta para anularles: tan pronto reniega de ellos públicamente como les sigue en su estrategia contra la inmigración o en Catalunya. Eso sí, para tranquilidad del líder popular la tarea de recomposición de la derecha ha quedado reducida, prácticamente, a un único objetivo.

Ascenso y caída de Ciudadanos

A Albert Rivera la moción de censura le cogió tan a traspié como al propio Mariano Rajoy. Enfundado en el traje de hombre de estado al que se llama cuando hay algún problema, el carismático líder de Ciudadanos se atribuyó en 2016 el desbloqueo de la situación política al pactar con el PP. Aquella inclinación puntual a la derecha que luego se convirtió en crónica supuso el inicio de su final.

Rivera es, de todos los líderes políticos, quien más altibajos ha sufrido en estos tres años. Las primeras elecciones convocadas por Sánchez supusieron un enorme éxito para él: pasó de 32 diputados a 57. Muchos de sus entonces fieles vieron ahí el error que supuso su final y casi el de Ciudadanos: renunció a facilitar la investidura de Sánchez y se vio cómodo en la repetición electoral que, por qué no, podía auparle a él a la presidencia del Gobierno. El resultado es historia política de España: 47 diputados menos y la dimisión como única salida.

Su sucesora, Inés Arrimadas, no solo no ha conseguido recuperar a la formación, si no que la ha llevado a su peor momento. Tras el batacazo electoral en Catalunya han llegado las maniobras en Murcia y Madrid que han dejado a Ciudadanos sin el poder que tenía en esos territorios, y en el caso de Madrid sin siquiera diputados en la Asamblea. La riada de dimisiones de cargos que se suman al PP atisban un final casi seguro al partido cuando se celebren nuevas elecciones generales.

Catalunya y la corrupción frente al paso del tiempo

Entre cambios políticos y leyes con las que se intenta transformar el país, hay dos asuntos que permanecen inalterables al paso del tiempo y siempre en la primera línea del debate público: la situación de Catalunya y la corrupción.

Rajoy se marchó poco antes de que se cumpliera el aniversario del referéndum del 1-O, con sus líderes ya encarcelados. Los partidos independentistas provocaron la primera convocatoria de las elecciones y poco antes de la segunda llegó la sentencia del procés, una condena por sedición y no por rebelión, el delito que mejor encajaba para la derecha política, mediática y judicial.

El recorrido del caso desde la moción de censura ha vivido nuevos capítulos, como la apertura de una vía de diálogo entre el Gobierno y los líderes independentistas, que aunque con algunas rupturas ha permitido llegar a algunos entendimientos. El siguiente paso serán los indultos. El Gobierno ya ha dejado más que claro que su intención es aplicar un perdón parcial a los condenados por el procés para tratar de recuperar la concordia en Catalunya. En respuesta, la derecha ha convocado una nueva manifestación de Colón, es un signo unívoco de que la pandemia está dando sus últimos coletazos y el coronavirus ha perdido peso en las prioridades de la oposición.

Pero mientras el PP trata de hacer de los indultos su nuevo ariete contra el Gobierno, ha regresado también el otro asunto que no entiende de ciclos políticos. Este miércoles el juez del caso Kitchen imputó a la exministra María Dolores de Cospedal, donde también está imputado Jorge Fernández Díaz, exministro del Interior, y buena parte de quienes fueran sus subordinados. El caso indaga en las maniobras del Gobierno del PP para frustrar la investigación del caso Gürtel usando los recursos del Ministerio del Interior y a policías autoconvencidos de estar llamados a salvar España, aunque no se sabe bien de qué.

Así, en plena campaña contra los indultos –con recogida de firmas incluida–, Casado ha tenido que frenar sus apariciones públicas, donde siempre hay algún periodista con la pregunta sobre la corrupción preparada. Porque por mucho que haya intentado romper con el pasado con el gesto simbólico de abandonar la sede de Génova –una mudanza sin fecha– Casado tiene muchas deudas con quienes hoy desfilan por los juzgados. La más grande es, sin duda, con la propia Cospedal: ella le aupó a la presidencia del PP post Rajoy para frenar a Sáenz de Santamaría.

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