El amor vuelve a cambiar
Existe un sustrato genético. Es evidente. Hay un mandato que está en nuestro código y que se expresa en forma de hormonas y neurotransmisores: dopamina, cortisol, oxitocina… Un complejo cóctel químico que la ciencia aún no entiende del todo, pero que al final se traduce en eso que llamamos amor. Es algo innato en el ser humano, nacido de la lógica evolutiva, ese molde implacable donde se forjan todos los seres vivos y cuya primera regla es siempre la misma: reproducirse.
La pulsión sexual, sin embargo, no basta para explicar el amor del ser humano. Va mucho más allá. Es una sofisticada forma de empatía, que nos permitió construir vínculos sociales, tan esenciales como la reproducción para nuestra supervivencia. Esa emoción nos ayudó a cooperar, a confiar, a cuidar. Sin amor, no habría tribu. Y sin tribu, el Homo sapiens sería un fósil más, en el museo de otra especie.
Pero el amor no se puede analizar solo en el laboratorio, ni con el código genético, ni con escáneres cerebrales. Mucho de lo que llamamos amor –dicen voces expertas– tiene más de ideología que de instinto. Hay un hardware y un software: nuestra naturaleza y lo que aprendemos. La cultura, eso que nos diferencia de los demás seres vivos. Algo que cambia según el lugar, el contexto social o el momento. Algo con lo que no nacemos, pero que determina lo que somos tanto o más que nuestros genes.
El amor, tal como hoy lo entendemos, es algo relativamente nuevo. La idea de casarse enamorado, por ejemplo, no se abre paso en Europa hasta hace apenas dos siglos. Durante milenios, las parejas se formaban por conveniencia, por pactos familiares, por propiedad. No es casualidad que ‘patrimonio’ y ‘matrimonio’ sean dos palabras que solo se distinguen en una letra.
El amor es una emoción tan potente que el poder trató de domesticarla durante siglos con durísimos requisitos morales y religiosos –sigue ocurriendo hoy en muchos lugares del mundo–. Formaba parte de un orden social, íntimamente ligado al sometimiento de las mujeres, cambiadas por tierras o un par de mulas. El romanticismo convirtió el amor en destino. El siglo XX lo transformó en derecho. Y el feminismo cambió del todo lo que pensábamos que sabíamos.
El amor está mutando otra vez, a toda velocidad, ante nuestros ojos. Un solo dato basta para demostrarlo: el 40% de las mujeres españolas entre 18 y 24 años se declaran bisexuales, según el CIS de enero de 2025. Habrá quien desprecie este enorme cambio sociológico como ‘una moda’. Como algo pasajero, como si la cultura –y por tanto el amor– no fuera, en esencia, un continuo cambio. Como si existiera un ser humano ideal anclado en la genética, un amor perfecto que nunca se moviera.
Toda generación cree tener todas las respuestas, especialmente a medida que cumplimos años. Y casi siempre nos equivocamos. Estoy seguro de que, en pocas décadas, los nietos de nuestros nietos mirarán nuestros desvelos amorosos, las relaciones que construimos, con la misma distancia que separa hoy a una pareja actual de una novela romántica de Corín Tellado.
¿Será mejor? ¿Serán ellos más felices? No lo sé. Será sin duda distinto.
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