Dentro de los campos del exterminio nazi: “¿Cómo podía alejarse de nuestra mente la obsesión del crematorio?”

Marta Borraz

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El 15 de julio de 1940 Enrique Calcerrada Guijarro cumplió 22 años, como prisionero de guerra, en Francia. De una contienda, la II Guerra Mundial, que nunca eligió ni deseó y con la que se topó huyendo de otra que había dejado atrás. Fue uno de los miles de exiliados españoles que combatieron para defender la República durante la Guerra Civil y que se vieron obligados a abandonar su hogar en busca de libertad. Pero muchos acabaron viviendo lo que nunca hubieran imaginado y con el avance de Alemania en la guerra, fueron encerrados en los campos de exterminio de Hitler. Enrique sobrevivió para contarlo.

Casi 80 años después de que las tropas aliadas liberaran el campo de Mauthausen, Ediciones B acaba de publicar las memorias que escribió poco después desde Francia, donde estuvo dos años ingresado y se quedó finalmente a vivir. Bajo el título Sobrevivir a Mauthausen-Gusen, la editorial rescata el testimonio de uno de los 9.000 republicanos españoles deportados gracias al acuerdo al que llegaron Franco y Hitler para que perdieran su condición de prisioneros de guerra. De los 5.500 que no salieron con vida, la inmensa mayoría, 4.500, fallecieron en Gusen, un subcampo de Mauthausen en el que Enrique pasó un total de 43 meses entre el sadismo, el hambre, la enfermedad y la muerte.

Testigo y víctima al mismo tiempo, el republicano decidió en los años 70 contar lo que había visto y vivido con todo lujo de detalles. El libro llegó a imprimir apenas unas decenas de ejemplares que fueron repartidos entre familiares y amigos. Y ahí se quedó hasta que el empeño personal de Esther Calcerrada, su sobrina nieta, ha hecho revivir el testimonio. “Ha sido un proceso largo y de mucha soledad, porque era un tema tabú que no interesaba. Hasta que vi que Carlos Hernández utilizaba algunos de sus fragmentos en Los últimos españoles de Mauthausen y le dimos un impulso”, cuenta.

Sobrevivir a Mauthausen-Gusen es acercarse a la tarea imposible de ponerse en la piel de quienes pasaron por los campos. Y es, para Esther, “una herencia moral que creía que tenía que cumplir”, dice en referencia al juramento que hicieron quienes lograron salir del campo y que dejaron escrita: “Los supervivientes que hemos tenido la suerte de volver a la vida, que llegamos al día de la esperanza y que somos testigos privilegiados de lo aquí acaecido, tomamos conciencia de ser los depositarios de un porvenir pacífico para todos los hombres y, relegando el odio estéril, hacemos juramento de nada olvidar, poniendo lo que esté en nuestro poder para que el mundo no vuelva jamás a repetirlo”.

La de Esther y Enrique no es una historia excepcional entre los casos de familias atravesadas por la represión franquista y el exilio. Lo poco que sabía de él, al que nunca llegó a conocer, es que después de la guerra se había ido a vivir a Francia y que estuvo un tiempo desaparecido. “Cuando leí lo que escribió sentí vergüenza, pero me di cuenta de que no era una cosa intencional, sino que el silencio se ha transmitido de generación en generación”, cuenta. El libro ha propiciado, además, que Esther conozca al hijo de Enrique, la parte de la familia que sigue viviendo en Francia y con la que no tenían contacto.

“Ni la risa ni el canto ni siquiera soñar”

La capacidad descriptiva de Enrique, nacido en 1918 en un pueblo de Ciudad Real, cristaliza en el libro desde la primera página. “Los dos potentes focos permitían ver que el campo estaba rodeado de una alambrada de pinchos, electrificada por alta tensión y defendida por una serie de torres de madera, usadas como garitas, con puestos de observación sobreelevados, y con guardias plantados entre torre y torre, fusil a la cadera, con gesto de utilizarlos a la menor sospecha”, cuenta sobre su primera impresión de Mauthasen, el campo en el que estuvo un par de meses.

Fue allí donde a todos los presos les raparon el pelo y les obligaron a vestir con trajes a rayas y un triángulo cuyo color les clasificaba: el rojo era para los presos políticos, el rosa para los homosexuales y el azul celeste con una “S” encima para los españoles republicanos. Posteriormente fue trasladado a Gusen, el llamado “matadero de Mauthausen”, donde “ni la risa ni el canto, ni siquiera soñar” se podía. “Todo era hambre, miseria y horror. ¿Cómo podía alejarse de nuestra mente la obsesión del crematorio? ¡Aquellas procesiones de destrozados, famélicos y abatidos! Esos que eran tus amigos, tus camaradas, que morían en tus brazos”, narra Enrique.

El republicano relata en modo crónica el hambre “insoportable y feroz” que “siempre estuvo encima y condicionó nuestros actos” y por el que él llegó a a pesar 32,5 kilos. La comida diaria no era más que un cazo de nabos cocidos con algunos pedacitos de patata en el fondo, lo que unido a las palizas, el trabajo esclavo y las pésimas condiciones de higiene llegaron a provocar que ni siquiera entre los propios presos se reconocieran: “Eso ya no eran hombres, sino montones de trapos que con solo mirarlos nos dejaban paralizados de tristeza y espanto”.

Experimentos de exterminio

El propio Enrique detalla escenas tan terribles como los no poco frecuentes suicidios que se producían en la alambrada electrificada que rodeaba el campo, algo que él mismo intentó ante el convencimiento de “lo difícil que sería salir de aquel campo”. “El suicidio se abrió un hueco en mi mente y llegué a pensar: cuanto antes, mejor”. Y es que la muerte “nos rondaba desde que entramos en aquel campo”, que había sido etiquetado por los nazis como uno de los más duros de todo el entramado de exterminio de Hitler.

Los fusilamientos masivos, las celdas de castigo, las cámaras de gas o los llamados camiones fantasma, que eran cámaras de gas ambulantes, estaban a la orden del día, pero fue a partir de 1941 cuando el campo intensificó los asesinatos. Enrique cuenta que los hornos crematorios fueron renovados para aumentar el rendimiento en la incineración de los cadáveres y añadieron nuevas fórmulas. “Los nazis experimentaron con productos de exterminio masivo sobre cobayas humanas”, explica el republicano, entre los que cita el gas asfixiante Ziclon-B-Gas, que usaban en barracas enteras o las inyecciones de gas en el corazón.

El horror se extendió hasta que el 5 de mayo de 1945 las tropas aliadas liberaron el campo de Mauthausen. En ese momento había en Gusen unos 800 españoles, cifra Enrique. El sentimiento era ambivalente: “Alegres por la libertad recuperada, pero también tristes porque solo uno de cada diez de los que vinimos de Mauthausen a Gusen volvíamos ahora en dirección contraria”, los deportados españoles que salieron por el portalón, “abierto esta vez de par en par”, hicieron el juramento de “poner lo que quedase de nuestras vidas al servicio de impedir que estos campos u otros de la misma especie existan alguna vez más”. El de Enrique hoy ya es un libro.