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El hermano de Victoriano, el pastor muerto en el incendio de Zamora: “Nadie le avisó”

Valeriano recoge ovejas calcinadas en el incendio.

Víctor Honorato / Olmo Calvo

Escober de Tábara (Zamora) —

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Apenas han pasado dos días desde que las llamas sorprendieron a Victoriano Antón, el pastor de Escober de Tábara fallecido el domingo en el incendio surgido en Losacio, en Zamora, y la familia todavía no ha tenido tiempo de enterrarlo. Primero hubo que evitar que el fuego se comiese las casas, y el miércoles por la mañana urge recoger los cadáveres de las ovejas que perecieron con su dueño, más de una docena, que ya empiezan a oler.

A Escober ha llegado por la mañana el camión de la empresa de recogida de animales y allí lo esperan Valeriano, el hermano del fallecido, y Oliva Río, su esposa. “Fui la última en marcharme”, dice ella, que cuenta que tardó porque esperaba por su esposo, que buscaba a su hermano Victoriano. “Lo tuve que ir a buscar yo”, clama él, que querría no hablar con nadie, pero insiste en que nadie avisó al pastor de que se le venía el fuego encima.

No habría dado tiempo. El fuego alcanzó a Victoriano desde dos frentes, en una hondonada en pendiente, rodeado de pasto y árboles, sin escapatoria alguna y a una velocidad de vértigo. “Fue como prender una mecha de pólvora rápida. ¡No nos dio tiempo a nada!”, explica Adrián del Río, de 66 años, que señala el lugar del suceso. Allí sigue la morrala del pastor. Miguel Ángel, el trabajador de la empresa que retira el ganado, lleva un listado apuntado a bolígrafo de los números de registro de las corderas. “Recogedlas cuanto antes, no esperéis al jueves”. Cuando el aire deja de correr, el olor de la carne que empieza a pudrirse emerge intenso.

Volver a vivir tras el incendio que ha quemado cerca de 30.000 hectáreas en la comarca de Tábara, que son el doble si se le suma la superficie arrasada el mes pasado en la contigua sierra de la Culebra, implica primero retirar los animales. Resulta ingrato, pero evita detenerse y venirse abajo al ver que los campos de cereal son ahora cenizas, que de las encinas solo quedan esqueletos. Desde el coche, por un camino de tierra, Adrián señala al Mercedes de Antonio Morán, que tuvo que salir por piernas, dejando el coche atrás, totalmente calcinado. Un poco más allá están en un cercado las ovejas supervivientes de Victoriano, algunas muy maltrechas. El mastín que las guardaba también tiene un aspecto preocupante. “Tendría que venir un veterinario [a sacrificarlas]”, lamenta Adrián.

En Escober, que tiene 91 personas censadas y pertenece al municipio de Ferreruela, los jóvenes son gente en edad de prejubilación. “Cuando vino la Guardia Civil [a desalojar], los jóvenes nos tuvimos que esconder, fingir que éramos de las cuadrillas”, dice Antonio Ferrero, de 60 años. En Escober, como en San Martín, como en la propia Tábara, todos están convencidos de que la desobediencia fue lo que salvó a los pueblos. Que los lugareños se quedasen a regar los terrenos y evitar que las llamas llegasen a las casas, en contra de lo ordenado por la Junta. Si nos hubiésemos marchado, ya no existiría“, dice Antonio, que recuerda volver a comer de madrugada, cuando el viento daba un respiro y mientras el depósito de agua se volvía a llenar, para volver a la carga con los cubos, con las ramas.

Adrián, de 66 años, volvió a Escober definitivamente hace un año, tras jubilarse en Asturias, donde sigue su mujer y sus dos hijos menores. El mayor, que se llama como él, ha vuelto al pueblo y a la agricultura tras haber trabajado en el parque eólico. Ahora ha perdido la cosecha. Para más rabia, resulta que tenía pensado recoger el cereal la víspera del incendio, pero la junta ordenó esperar por las altas temperaturas, precisamente para evitar que la segadora generase chispazos que hiciesen prender el fuego.

“Y el ganado que quedó vivo, ¿dónde va a ir a comer ahora?”, se pregunta el padre. Algunos vecinos confían en la declaración de zona catastrófica, pero el hombre es escéptico: al pobre solo le llegan las migajas“. A la entrada del pueblo, un cartel informativo habla de la riqueza micológica del lugar. ”A las setas se les han quemado las esporas. Hasta que no vuelva a crecer la jara…“, opone. El característico olor del matorral tardará en regresar. Ahora solo huele a parrilla.

Espejismo verde en el prado

En el paisaje de chamusca absoluta sorprende un pequeño círculo verdoso en el medio de un prado negro. Más de cerca, resulta que el verde es en realidad un maíz amarillento que no invita al optimismo. Allí está Pedro Morán, de 37 años, haciendo inventario. “No volveré a ver esto [verde] en la vida”, predice. “Son 25 años de abandono, sabíamos que iba a pasar”, recuerda. La comarca comenzó a despoblarse en los 60, cuando todo el monte era pasto, pero hoy la maleza se acumula. Por eso arde con tanta facilidad.

Acompañan a Pedro Laura Fernández, de 36 años, y Fernando Cañibano, de 42, que volvieron a Escober en 2016 para dedicarse a la apicultura. De los 12.000 kilos de miel que recogieron el año pasado, este año los habrán perdido casi todos. Su marca, ‘La miel de Laura’, había ganado un premio internacional, y el negocio iba bien. Ahora vuelven las dudas. La pareja va revisando las colmenas destrozadas, sorteando regueros de miel espesa sobre la tierra negra, metódicamente. “El duelo lo hicimos ayer”, explica Laura, que no sabe dónde se llevará la producción, porque quiere seguir cerca del pueblo pero todo está quemado aquí, como en el cercano Sesnández de Tábara, también en Ferreruela. Este matrimonio cree y estaba demostrando que en el pueblo se puede vivir bien, que prosperar en el campo es posible, incluso en la avejentada Zamora. Para conseguirlo, hoy no se puede perder un minuto en llorar. Fernando ve una bandada de pájaros y saca el teléfono, llama a un vecino, le advierte: “Vete a recoger las ovejas muertas, hay 20 buitres y en cuanto bajen se las zampan y después vete tú al seguro”.

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