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ESPECIAL

Cuando la juventud se va pero la precariedad se queda

Jaume, Verónica, Sadou y Lorena, protagonistas del reportaje

Daniel Sánchez Caballero

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En la habitación de Jaume no se puede grabar la entrevista. Es demasiado pequeña, no da el tiro de cámara y tampoco tiene buena luz. La única ventana da al descansillo de la escalera principal del edificio, por lo que siempre tiene la cortina echada. “¿Grabamos en el pasillo?”, propone el fotógrafo. Esto generará otro problema después, cuando alguno de sus cinco compañeros de piso necesiten pasar hacia la cocina o el baño. Jaume se lo toma con calma. Se ha prestado voluntario para visibilizar su situación e intentar concienciar sobre cómo viven los jóvenes y tampoco es que tenga nada mejor que hacer. Está en el paro y sin mucha perspectiva de encontrar trabajo en el corto plazo, augura: “En nueve meses buscando trabajo solo me han contestado dos veces, tampoco tengo esperanzas de que en el currículum 500 me llamen”. Siendo malo el presente, el futuro no pinta mejor y la amenaza de tener que volver a casa de sus padres está cada día más cerca.

En una incertidumbre similar viven unos seis millones de jóvenes en España, dos de cada tres personas de entre 15 y 34 años, que tienen un trabajo precario, si lo tienen, o muchas dificultades para emanciparse y realizar su propio proyecto vital. “La realidad viene empeorando drásticamente desde la anterior crisis, y España es el país de la UE en el que más ha crecido la pobreza juvenil general”, asegura Julia García, coordinadora de la Iniciativa de Juventud de Oxfam Intermón. “Ya antes de la pandemia, uno de cada cuatro jóvenes estaba en situación de pobreza y exclusión y tras ella se ha duplicado el porcentaje de menores de 30 en carencia material severa, que ya alcanza a uno de cada diez jóvenes”, añade.

Quién más quien menos conoce a un Jaume, que con 21 años emigró a Barcelona buscando un futuro mejor que, por el momento, sigue esperando en su habitación de ocho metros cuadrados. O tiene una sobrina como Verónica, que estudió por encima de sus posibilidades (económicas) para no conseguir jamás un trabajo decente y a los 26 años aún comparte la habitación de su infancia con su hermana y no sabe lo que es una vida independiente.

Quizá le haya caído cerca una Lorena, que se fue de Sevilla a Londres a buscarse la vida y cuando tuvo que volver fue para meterse de nuevo en casa de sus padres a los 34 años, donde sigue, y sin perspectiva de salir. O tiene un vecino como Sadou, inmigrante que se jugó la vida en el Mediterráneo buscando una España que, ahora lo sabe, solo existía en su cabeza y en la que trata de sacar adelante a su familia fregando platos.



Son cuatro caras, cuatro vidas dañadas antes siquiera de entrar en la edad adulta. Sin visos de mejorar su ya precaria situación. Cuatro historias que representan a muchas otras. A cualquiera de ese 33% de jóvenes que es pobre aún trabajando, según el informe Tiempo de Precariedad, de Oxfam Intermón. O a ese casi 90% que ha firmado un contrato en los últimos meses y era temporal. Eso, los que trabajan. Porque el 38% de los que tienen entre 15 y 24 años no lo hace. El 28% para los de 15 a 29. También forman parte del 85,1% de jóvenes que vive con sus padres porque no se puede emancipar, según datos del Observatorio de Emancipación del Consejo de la Juventud de España (CJE). A esa mayoría que lo hace a los 30 o rondándolos, uno de los países de Europa con peores estadísticas en lo que a dejar el hogar paterno y esbozar un proyecto de vida propio se refiere.

También a ese 10% de menores de 30 que vive en pobreza material, dato que se ha duplicado en apenas dos años. A los que están cobrando el paro o ayudados por sus familias para sobrevivir. Al 40% que tiene un trabajo para el que está ampliamente sobrecualificado o a esos cientos de miles que se fueron del país buscando un futuro. No ya uno mejor, muchos han renunciado: uno a secas.

La ruptura de una promesa

La historia es la misma se aborde desde donde se aborde. Desde lo cuantitativo, con unas cifras de precariedad que impactan pero que a la vez se pierden en la magnitud de los grandes números. O desde lo cualitativo, poniéndole ojos y piel a la precariedad.

Es la historia de una generación que se siente engañada. Que cumplió con lo que le pidieron, pero cuando le tocó recibir de la sociedad no había nada que coger. Así se siente Verónica, que estudió todo lo que pudo y lo que le queda es un par de títulos universitarios, el mal recuerdo de un trabajo de teleoperadora que no podía dejar –y que casi le cuesta la salud por la presión extrema a la que estaba sometida–, el paro hasta abril y después, el abismo.

En primera persona

Una generación quebrada mentalmente por la ruptura de ese pacto social que establecía que los inicios son precarios, siempre lo fueron, pero que prometía ir mejorando con el tiempo. Rota esa promesa, explican los expertos, las personas se derrumban sin nada a lo que agarrarse, especialmente aquellos más jóvenes que solo han conocido un mundo en crisis económica. El riesgo de desconectar, explican quienes trabajan con ellos, es grande.

“Se ha roto la expectativa no ya de vivir mejor que nuestros padres, pero al menos sí dignamente”, expone Elena Ruiz Cebrián, presidenta del Consejo de la Juventud. “La idea de que, habiéndote formado, pudieras optar a un trabajo relacionado con eso y a tener un salario razonable”.

“No sé si somos una generación estafada”, responde a la pregunta directa, “pero el estado del bienestar no ha cumplido con lo que le correspondía”.



“Y todo esto tiene un efecto en la población joven de sueños truncados y muchos problemas de salud mental”, añade Julia García, de Oxfam Intermón. “Los problemas de la juventud son de la juventud, pero también de toda la sociedad, por lo que implica: desafección política, sentimiento de falta de representación...”.



Etapa 1: “Estudia, fórmate” (para trabajar en un 'call center')

Precariedad omnipresente

Verónica Cañizares Ramos, de 26 años, compró el mensaje que le trasladaba la sociedad. “Estudia, fórmate, y tendrás acceso a un mejor trabajo”. Cumplió su parte, incluso por encima de lo que podía permitirse. “Mi idea era trabajar según terminara la carrera porque en mi casa hacían falta los ingresos”, cuenta. Con un padre que cobra una jubilación mínima, una madre desempleada y una hermana en su misma situación, que un miembro de la familia en condiciones de producir no lo hiciera era un lujo.

“Como no salía trabajo, más el mensaje de que sin especialización no vas a trabajar, me apunté a un máster”, cuenta. Siempre en la pública, siempre con beca. Era la única manera. Ese título tampoco fue suficiente para conseguir un empleo. A por más. Otro escalón, el doctorado. Pero su familia seguía necesitando ingresos y tras echar currículums en todas partes le acabaron llamando de un call center, pasando de un grupo estadístico precario a otro: de estar entre el 24% de graduados que siguen en el paro tres años después de acabar la universidad a engrosar el del 40% de jóvenes que tiene demasiados estudios para el trabajo que ejercen.

Tras dos años de infierno por las presiones que sufría y la imposibilidad de dejar el trabajo porque en casa hacían falta los ingresos, la acabaron despidiendo. A por más. Se apuntó a un módulo de Formación Profesional, que está a punto de concluir y en el que ha depositado sus esperanzas de futuro. Como la situación familiar es precaria, tiene que seguir colaborando en casa y nunca se pudo emancipar.

¿Qué perspectivas de futuro tiene ahora? “Solo aspiras a un trabajo, el que sea, para poder tener una estabilidad económica y mental”, se resigna. “Yo no veo futuro. Si me intento imaginar en el medio plazo me veo como estoy ahora”. Y no es la única. En su entorno, cuenta, la situación es la misma. “Lo hable con quien lo hable, la que tiene trabajo está rezando para que no la despidan, aunque esté explotada. Vas día a día. Y encima parece que si no haces 25.000 cosas no te estás esforzando, llegas a creer que no eres suficientemente buena”. Y entras en una espiral en la que incluso te da vergüenza estar así. “Te sientes mal cuando tienes que decir que no a todo por no tener dinero. Es un sentimiento vergonzoso, como si hubiera algo malo en ti. Para la autoestima es terrible”.

Y de ahí salta de manera natural a la salud mental, a lidiar con la carga que supone la situación sin recursos públicos: “Para poder llevar todo esto, que te afecta, ¿cómo te lo pagas? Y si vas a la psicóloga, ¿qué te va a decir? ¿Deja de ser pobre?”.

Verónica explica que la precariedad es una constante en su día a día. “Lo atraviesa todo, desde que me levanto hasta que me acuesto. Me veo limitada en muchas cosas porque no tengo recursos. Me tengo que buscar la vida constantemente para cubrir unos mínimos, siempre con el miedo de que llegue el momento de que no puedas hacerlo”. Precariedad es acabar la sesión de fotos en la Malvarrosa para este reportaje y pretender irte andando a casa, a 50 minutos, porque no tienes dinero para coger el autobús. Y verlo como algo normal.

La odisea de emanciparse

Una de las consecuencias más inmediatas y visibles de la precariedad laboral es la precariedad habitacional. Y eso para el que tiene su independencia, un unicornio para los menores de 30.

“La tasa de emancipación [de la juventud] es del 14,9%, la cifra más baja desde 1998. Para acceder a un alquiler en solitario tenemos que destinar más del 80% del salario, cuando el Banco de España recomienda que no se utilice más del 30% porque se supone que te vas a sobrendeudar. La edad de emancipación ronda los 29-30 años”, dispara Ruiz Cebrián, del Consejo de la Juventud. “Las personas jóvenes prácticamente no se emancipan, y esto tiene una repercusión enorme porque creemos que es un conflicto social, que afecta no solo al que lo sufre. Pero si empiezas a no contribuir, a no pagar impuestos, este estado del bienestar y de servicios públicos es insostenible sin la juventud”, augura.



Como Verónica, el resto de jóvenes que aparecen en este reportaje representan con bastante precisión las opciones habitacionales más habituales del colectivo: ella nunca ha dejado el domicilio familiar y comparte habitación con su hermana. Jaume comparte un piso sin salón y en su habitación apenas cabe una cama de 90 centímetros, un armario pequeño de Ikea y una mesa para el ordenador. Lorena sí ha probado la vida en solitario en Londres, pero le ha tocado volver al hogar paterno con 34 años. Sadou se emancipó de casa cuando vino a España, y ahora vive en un pequeño piso en Carabanchel que consigue pagar gracias a que ha metido a un inquilino en una habitación.

Etapa 2: dejar el nido para buscarse la vida (sale mal)

Precariedad habitacional

Jaume León Llorente, de 21 años, dejó su Plasencia (Extremadura) natal para buscarse las habichuelas en una gran ciudad, siguiendo los pasos de su abuelo varias décadas atrás. Empezó a estudiar Ingeniería de la Energía en la Politécnica de Catalunya y sobrevivía con la poca ayuda que sus padres, un camionero y una desempleada, podían ofrecerle.

Duró poco. El apoyo familiar dejó de ser posible y tuvo que cambiar la habitación que ocupaba en un piso compartido por otra con una ventana sin luz natural pero que le cuesta la mitad en un antiguo piso en el barrio del Eixample. Acabó dejando la universidad porque no le interesaba demasiado y veía que los compañeros que se graduaban tampoco encontraban trabajo, y se lanzó al mercado laboral.

No está saliendo bien. Encontró trabajo de comercial en una compañía telefónica. “En teoría era autónomo, pero tenía horario y jefe” y solo cobraba por contrato conseguido. En los nueve meses que han pasado desde que dejó aquel empleo ha conseguido trabajar una semana a media jornada en una heladería. En total, en tres años ha cotizado un mes.

Ahora cuenta que tiene depositadas sus esperanzas en una formación para ser soldador que empieza en febrero. “Solo me queda seguir”, cuenta con una sonrisa de resignación.

Como sucede habitualmente, la situación de Jaume se repite en su entorno. La precariedad, la pobreza, se heredan y se comparten. “Solo conozco una persona (de unos 25-30) en mi círculo que viva bien. La mayoría no hemos trabajado mucho; lo que me diferencia de algunos es que ellos tienen familias cerca y les pueden ayudar”, expone. La misma historia, con matices, que cuentan Verónica o Lorena.

Explica el fenómeno Julia García, de Oxfam Intermón: “Igual que el género o la nacionalidad son aspectos que condicionan, también lo son las características socioeconómicas”, ilustra. “Una persona con una madre con estudios superiores tiene un ochentaytantos por ciento de probabilidades de alcanzar ese mismo nivel académico; de lo contrario, el porcentaje se queda en un treintaypico. Más datos: la diferencia salarial entre una persona con una madre con estudios superiores y una que no es de unos 3.000 euros anuales”.

Por el momento, Jaume cumple con este determinismo social y sigue los pasos de sus padres. Es consciente. “Me considero muy precario, aunque tengo conocidos que están peor y han tenido que buscar comida en las sobras que tiran los supermercados”. Él intenta salir del círculo, pero el reloj corre. De momento sobrevive gastando apenas 350 euros mensuales, cuenta. Si no consigue ingresos pronto tendrá que volver a vivir en Plasencia, a casa de sus padres.

Etapa 3: muchos trabajos, ningún futuro (y de hijos ni hablar)

Precariedad culpable

De la carga que supone el retorno al hogar familiar puede hablar Lorena Coronado. Esta sevillana, de 34 años, realizó un Grado Medio de Formación Profesional en Sistemas Microinformáticos y Redes, un curso de fotografía digital profesional y otro de laboratorio. No le abrieron ninguna puerta. “No me cogían ni en el 100 Montaditos. Me fui a Londres porque aquí me sentía una inútil que no servía para nada”.

La culpa, otra derivada de la precariedad. “Se está culpabilizando a personas que han cumplido con su parte”, sostiene Julia García, de Oxfam Intermón. “Y se encuentran un mercado laboral que no les responde. A menudo vemos la relación entre sistema educativo y laboral en ese orden, cuando también el mundo laboral configura mucho los estudios a los que la gente opta. En los 80 el convencimiento de que una carrera garantizaba el trabajo aumentó las licenciaturas. Luego, con la burbuja inmobiliaria, hubo mucha intensidad laboral porque había sectores que tenían retribuciones altísimas y se disparó el abandono escolar porque ya no era rentable estudiar. Y ahora, de vuelta a la FP. ¿Qué estamos ofreciendo?”.

En Londres, descubrió Lorena, era más fácil. Aunque no pudo trabajar de lo suyo, no le fue mal del todo: encontró empleo en un restaurante a los pocos días de llegar pese a no tener experiencia en hostelería.

Por circunstancias personales, se tuvo que volver tres años después. Sin trabajo ni ahorros, vuelta al hogar familiar con sus padres y su hermano, quien está en una situación parecida a la suya. “Tengo la suerte de que la convivencia es maravillosa, con eso no tengo problema. Pero independizarme, hacer mi vida... es impensable. Un alquiler de 500 euros más los gastos sin un sueldo fijo, ¿cómo me voy a ir?”.

Porque a Lorena no le ha faltado trabajo desde que volvió. Tres tiendas, el Circo del Sol, teleoperadora... siempre temporal, sin saber si habría una continuidad que le permitiera hacer planes de futuro. “No he parado, ¿y qué? Puedo hacer muchas cosas, ¿por qué me tengo que conformar con trabajar en una tienda?”, se pregunta en voz alta. “Me provoca mucha frustración. Me cierra puertas. Hablo por ejemplo de tener un hijo; no quiero morirme sin ser madre, aunque sea sola. Pero, así, ¿cómo? Lo veo imposible. Mentalmente estoy agotada”, se quiebra. Una lágrima interrumpe brevemente la entrevista.

Como le sucede a Lorena, la maternidad se está volviendo un imposible para muchas mujeres, especialmente las jóvenes. La edad media a la que las españolas son madres no ha hecho otra cosa que retrasarse desde hace décadas. Actualmente está en 31,22 años; en 1975 eran seis menos. En paralelo ha bajado también el número de hijos por mujer: de los 2,21 de media en 1980 a 1,19 en 2020.

Y llegó la reforma laboral

En estas condiciones, cuando la precariedad aprieta incluso más que tras la crisis que empezó en 2008, según algunos indicadores, se aprueba la reforma laboral en el Congreso. La situación requería una intervención, coinciden desde Oxfam Intermón y desde el Consejo de la Juventud. ¿Era esta?

“Encontramos una realidad de tasas de paro juvenil muy elevadas: encabezamos los ránkings de la UE. Somos los primeros para menores de 25, y a medida que se van cumpliendo años, no mejora”, relata Julia García, de Oxfam Intermón.

“Una de cada cuatro personas jóvenes vive por debajo del umbral de la pobreza. Además, tener estudios no mejora mucho esta situación. Un ejemplo: las personas con estudios técnicos tienen una tasa de ocupación del 59%, frente al 72% de la media europea. Es difícil acceder al empleo y además te encuentras mucha precariedad si lo consigues: pocas horas a la semana, mucha rotación, tanto en distintos trabajos como en el mismo trabajo... La temporalidad tiene repercusión en la trayectoria laboral, la estabilidad y la posibilidad de hacer planes a largo plazo, y además perpetúa los salarios bajos, porque si trabajas menos, tienes menos probabilidad de mejorar”.



La reforma laboral no contempla medidas específicamente destinadas al colectivo joven, advierten los expertos, pero sí puede ayudar a mejorar su situación con la limitación de los contratos temporales, los únicos que atisba la juventud. “Introduce luces en relación a recuperar derechos laborales y reducir la precariedad. Hay una tendencia a volver a causalizar los contratos temporales para que sean una excepción”, valora García.

Adenda: en busca de un mundo ideal (que nunca existió)

Precariedad inesperada

A España la están salvando de un (mayor) envejecimiento poblacional inmigrantes como Sadou Diallo, de Guinea Conakry, padre de dos hijos de cuatro y dos años. Este joven de 30 años arriesgó su vida en el Mediterráneo hace ya 12 en busca de un futuro mejor. En su mente, este estaba en España. Era tarde cuando averiguó que no.

“Cuando llegué aquí, todo era muy diferente de lo que yo pensaba”, recuerda hoy en un más que correcto castellano desde su pequeño salón en el piso de Carabanchel por el que paga 600 euros como buenamente puede, subalquiler de una habitación incluido. “Creía que me iba a encontrar todo fácil, pero fue al revés. Tuve que pasar por asociaciones como Cruz Roja y otras para que me ayudaran. Luego me fui integrando, haciendo los papeles, la documentación... Fue muy duro porque estuve más de cuatro años sin la tarjeta de residencia”.

Hizo una formación de dos años en soldadura, pero como no podía trabajar legalmente subsistió a base de comedores sociales y ayudas. “Con la tarjeta se abrió alguna puerta, pero no he logrado trabajar de soldador”, cuenta. Finalmente consiguió emplearse en un restaurante, donde lava platos con un contrato fijo discontinuo. Hoy trabajas, mañana no. Y nunca lo sabes, explica.

Lo que sí sabe es que no le da para vivir, y menos para alimentar a dos hijos y una mujer o poner la calefacción tanto como necesitaría.



¿Se arrepiente de haber venido? “La gente [en Guinea Conakry] te cuenta cosas, que aquí es fácil encontrar trabajo”, explica. “Pero muchos vienen aquí traídos [por las mafias]. Si utilizas el dinero de venir aquí para montar algo allí podrías buscarte la vida”, reflexiona ahora. “Te crees que hay dinero fácil, que todo va a ser sencillo, pero no. Hay que trabajar muy duro”. Una cosa que ha aprendido de España en estos años es cómo funciona el mercado laboral: “Estoy viendo para estudiar más cosas, como jardinería o construcción... Hoy en día solo con enchufes se encuentra trabajo”.

Lo que no acierta a explicar Sadou es de dónde sale esa imagen idílica de España en su país natal: “Les cuento lo que hay aquí, que está el Mediterráneo... No quiero que les pase lo que a mí. Pero no me creen, piensan que la vida es muy fácil. Esta mentalidad que tienen... como yo cuando era joven”.

Porque la esperanza, los sueños de una vida mejor, no suelen atender a razones.

En primera persona

Gráficos por Ana Ordaz

Vídeos realizados por Olmo Calvo y Celia Hernández

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