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En primera persona

Violencia absoluta sin un solo golpe

EFE/Jeffrey Arguedas

Rebeca García (nombre ficticio)

El teléfono suena en mitad de la noche. No me hace falta mirar la pantalla para saber que es él. Lleva horas mandándome mensajes, pero hace rato que decidí no contestar. La pantalla brilla en la oscuridad de la habitación. Momentos después se apaga. Hasta que vuelve a encenderse una segunda, una tercera y hasta una cuarta vez. Me lo imagino al otro lado del teléfono, furioso, y pienso en cómo será su reacción al día siguiente cuando nos veamos en la universidad. El móvil lleva un rato sin sonar y respiro aliviada: “Ya se ha cansado”, me digo e intento dormir. 

De repente, vuelve a sonar otro tono, esta vez no es el móvil, sino el fijo de mi casa. Son las cuatro de la mañana. Me quedo inmovilizada en la cama por el miedo. Oigo a mis padres descolgar el teléfono y escucho su conversación desde la habitación de al lado: nadie contesta al otro lado de la línea. En silencio cojo el móvil de la mesilla y bajo el brillo de la pantalla. Solo habrían pasado treinta minutos desde que decidí dar la conversación por terminada, pero en el cristal aparecen decenas de mensajes y sms sin responder, todos de la misma persona. “Te vas a cagar mañana, quién te crees que eres”, leo en uno de los últimos textos enviados. Me conecto y ahí está él esperando, en línea. Abro el teclado y empiezo a escribir las primeras palabras, pensando en que tampoco voy a poder dormir hoy. 

Tenía 18 años cuando empecé mi primera relación seria y 21 cuando la terminé. En todo ese tiempo viví episodios como el que acabo de contar. Pero ninguno se parecía a los descritos en las noticias sobre violencia de género, tampoco a lo poco que me habían explicado sobre el tema en el colegio. Aun así sentía que algo no iba bien. 

Durante cerca de tres años –los que duró la relación- nunca me llegó a poner la mano encima. Y quizás por eso tardé tanto en darme cuenta de que mi novio me había maltratado. Todo por la creencia de pensar que la violencia son solo golpes, cuando, al menos al principio, casi nunca lo son.

“Los medios de comunicación siempre muestran el golpe, siempre te hacen un reportaje sobre mujeres maltratadas basado en la puñalada, en el asesinato… Pero no sacan las humillaciones, a una mujer completamente anulada. Cómo esa mujer estaba realizada y ahora no tiene capacidad de decisión. Eso no lo saca nadie”, explica Exdra Noguera, una educadora social que se encarga de atender a mujeres maltratadas en un centro de la asociación de mujeres víctimas de violencia de género Miriadas. 

El primer día que se presentó en mi casa de repente y sin avisar estaba con unas amigas. Sería la una de la mañana. La pelea de aquella noche empezó por un mensaje que me había mandado al Whatsapp: “¿Quieres montarte un trío?”. De primeras aluciné un poco, pero luego entendí que algún amigo le había quitado el móvil y me estaba vacilando. “Sí claro, lo que digas”, contesté en broma. Lo que pasó a continuación no se me va a olvidar nunca: fue la primera vez que el chico al que quería me llamó “puta”.

No paró de insultarme y amenazarme: : “Zorra”, “PUTA”, “te vas cagar”, “¿nunca quieres tener sexo y ahora te montas un trío?”, “se va a enterar todo el mundo de cómo eres”. No sé durante cuánto tiempo me quedé inmóvil frente a la pantalla, pero la violencia con la que me habló fue tal que empecé a temblar y a llorar. Casi no podía respirar. Mis amigas intentaron tranquilizarme, mientras el único chico que había en la habitación me cogía el teléfono de las manos. Cuando mi expareja se dio cuenta del cambio, empezó a llamar y a exigir que le pasaran conmigo. Oía como mi amigo respondía que no y le decía que no volviera a “hablarme a mí ni a ninguna chica así”. Apenas 15 minutos después estaba frente a la puerta de mi casa exigiéndome que bajara. 

Mis amigos me pidieron que no saliera. Yo no quería hacerlo, pero sabía que no se movería de allí y que las consecuencias serían peores si no lo veía. Ellos insistieron en acompañarme por miedo a que me pegara una paliza. “Avísanos si la cosa va mal”. 

Él estaba en la acera de enfrente, esperando. De todas las reacciones que podía tener, la que mostró en ese momento fue la que menos me podía esperar. “Qué, ¿tus amigos me quieren pegar?”, dijo antes de echarse a llorar. Empezó a decirme que no me merecía y que lo mejor era que me alejara de él para no hacerme sufrir. Yo había bajado con la intención de dejarle, pero no sé cómo acabé consolándole y prácticamente pidiéndole perdón, mientras le daba veinte euros para pagar el taxi de vuelta a casa. 

Este es uno de los episodios más violentos que viví. Achaqué todo lo que pasó esa noche a que había bebido algunas copas, pero la escena volvió a repetirse varias veces tiempo después y sin alcohol de por medio. 

“La mayor parte de la gente se ve inmensamente sorprendida al escuchar la noticia de que una joven de 26 años ha resultado asesinada por su novio de tan solo 24. Es parte del imaginario colectivo suponer que una relación de noviazgo está plagada de sentimientos positivos, de experiencias agradables, y que al no existir un compromiso mayor si la relación no cumple con las expectativas de quienes la integran será fácil dejarla”, explica la psicóloga Ianire Estébanez, bloguera feminista y especialista en prevención de violencia de género entre jóvenes.

El primer día en que estuvo a punto de cruzarme la cara estábamos en su casa. Eran algo más de las 12 de la noche. Yo quería irme, coger un taxi y marcharme a mi casa, pero él insistía en que me quedara a dormir allí. El problema era que dependía de él para volver: no tenía dinero para coger un taxi a menos que me prestara veinte euros.

Cada vez que le respondía que 'no' se ponía más nervioso y se inventaba excusas tontas para no darme el dinero. “¡¡Que te calles y dejes de liarla, joder, que te calles!!”, me gritó cuando me giré hacia la puerta. En ese momento me levantó la mano, pero nunca llegó a caer el golpe. Se quedó quieto durante unos instantes mirándome, antes de empezar a lanzar patadas contra la cama. Momentos después salió de la habitación. Al rato volvió con los veinte euros en la mano. Salí lo más rápido posible de su casa. Solo cuando cerré la puerta tras de mí y el taxi empezó a alejarse me sentí segura. 

La psicóloga Estébanez explica que “los celos, el control, la dependencia constituyen pequeñas agresiones toleradas por la sociedad. Todo ello genera dificultades para detectar la violencia en las relaciones de noviazgo”.

“¿Cómo te ha podido pasar a ti?”, fue la primera respuesta de mi padre tras enterarse de que había sido maltratada por mi expareja. Tardé cerca de tres años en salir de aquella relación y otros dos en comprender que había sido una mujer maltratada, aunque nunca hubiera llegado a haber golpe. La primera vez que me atreví a contar a mi familia lo que había pasado había pasado cinco años de silencio. Las heridas se van cerrando poco a poco, ya no hacen daño, pero su huella siempre va a estar ahí. Ya no soy la misma que era y no me importa. Me enseñó a no volver a estar callada nunca.

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