El periodo en que William Shakespeare no existió para la historia y que hoy sigue siendo un enigma
Con dos gemelos recién bautizados en Stratford-upon-Avon y apenas 20 años cumplidos, William Shakespeare desapareció. Se marchó sin dejar pistas, sin cartas ni rastros en archivos locales. Ningún documento certifica visitas, remesas de dinero o interés alguno por su familia en los siete años siguientes.
La imagen más constante que dejó en esa etapa fue la de una figura ausente. El escritor más citado de la historia arrancó su carrera lejos de casa y con un currículum que no incluye ninguna muestra de paternidad activa.
La carrera pública de Shakespeare empezó cuando otro escritor se burló de él en un panfleto
Cuando volvió a figurar en los papeles públicos, ya se le nombraba en Londres como alguien con aspiraciones en el teatro. El primer registro concreto tras ese silencio aparece en 1592, en un panfleto del escritor Robert Greene que lo menciona con desdén como “un cuervo advenedizo”. En esa frase, impresa en plena efervescencia teatral, comienza oficialmente la vida pública del dramaturgo. Hasta entonces, todo lo que se diga sobre ese periodo entra en terreno especulativo, sin respaldo documental firme.
A ese lapso se le ha llamado los años perdidos y abarca desde 1585, cuando nacieron sus hijos, hasta que su nombre circuló entre los autores de moda en la capital. La BBC recoge en uno de sus especiales que esos años carecen de registros verificables, lo que ha permitido que distintas teorías se abran paso en la historia literaria.
El investigador Daniel Swift, en su libro The Dream Factory: London’s First Playhouse and the Making of William Shakespeare, explica que esta noción surgió precisamente porque, al conocerse tantos detalles de su vida posterior, el vacío previo adquirió un peso casi simbólico.
La falta de pruebas convirtió los años perdidos en un terreno abonado para todo tipo de teorías
La ausencia de datos ha sido un campo fértil para las conjeturas, y varios biógrafos han alimentado teorías sin pruebas directas. Uno de los primeros fue John Aubrey, que recogió testimonios orales décadas después de la muerte de Shakespeare. En uno de ellos, escribió que “este William, inclinado naturalmente a la poesía y a actuar, llegó a Londres con unos 18 años y fue actor en uno de los teatros”.
Sin embargo, en otro pasaje del mismo libro, Brief Lives, Aubrey también recogió otra versión, menos glamurosa y más rural: “Había sido en su juventud maestro de escuela en el campo”. La contradicción no parece haberle importado. De hecho, sus anotaciones dieron pie a las dos grandes vías de interpretación que han seguido los investigadores: una que lo sitúa en los círculos teatrales de la ciudad, y otra que lo mantiene vinculado a tareas académicas lejos de Londres.
A partir de ahí, otros autores del siglo XVII y XVIII comenzaron a dar cuerpo a estas ideas. Nicholas Rowe, que elaboró la primera biografía completa incluida en su edición de 1709, amplió la leyenda que lo mostraba como un joven con malas compañías que habría cazado un ciervo en tierras ajenas.
Según esa historia, el incidente forzó su huida a Londres. Allí, según Rowe, “su admirable ingenio y su disposición natural para el teatro lo distinguieron, si no como actor extraordinario, al menos como excelente escritor”.
En el siglo siguiente, Edmond Malone buscó ordenar esos relatos con más rigor. Su edición crítica de 1790 sigue siendo una referencia. Aportó datos concretos, aunque también incluyó alguna suposición. En un momento del texto, afirmó que Shakespeare pudo haber trabajado en Stratford con un procurador rural. El detalle, aunque imposible de verificar, encajaba con su propia trayectoria como abogado.
El intento más ambicioso por dar forma definitiva a esos años lo protagonizó Arthur Acheson en 1920, con el libro Shakespeare’s Lost Years in London, 1586-1592. En esa obra proponía que el escritor llegó a la capital mucho antes de lo que se creía. Medio siglo más tarde, E. A. J. Honigmann defendió lo contrario: que Shakespeare permaneció en Lancashire, vinculado a una familia católica y trabajando como tutor o actor de corte menor.
Ninguna teoría se ha impuesto porque ninguna está respaldada por pruebas sólidas
Todas estas propuestas comparten un detalle: su cautela. Lo presentan como maestro, aprendiz legal, cuidador de caballos o actor secundario, pero nunca como alguien involucrado en actividades fuera del margen de lo esperable. Nadie afirma, por ejemplo, que participase en campañas militares o viajes marítimos, aunque tampoco haya documentos que lo descarten. Es esa falta de pruebas lo que ha permitido que cada autor rellene el hueco según su perspectiva.
Esa ambigüedad es precisamente lo que destaca el investigador Daniel Swift en su análisis más reciente publicado, donde subraya que la falta de pruebas sobre estos años no solo abre la puerta a la especulación, sino que pone en evidencia cuánto se ha intentado reconstruir para llenar ese vacío.
Paradójicamente, el concepto de años perdidos solo cobró fuerza cuando ya se había descubierto mucho sobre él. A medida que se consolidaba el estudio sistemático de sus obras, empezó a percibirse ese vacío como una grieta dentro de una trayectoria brillante. La incógnita se convirtió en un rasgo de su leyenda. Como si ese espacio en blanco dijese más sobre el mito que lo que podrían decir los datos reales.
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