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Reaprendiendo el valor de la privacidad

Reaprendiendo el valor de la privacidad

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Dos años después de haber sido fundado y, a pesar de su popularidad, Google todavía no había desarrollado un modelo de negocio sostenible. En esos tiempos, la tecnológica era una startup digital como cualquier otra, sin un horizonte rentable. En el año 2000 todo cambió. Google lanzó AdWords, inaugurando a la vez la economía de datos. AdWords, que ahora se llama Google Ads, aprendió a explotar los datos producidos por las interacciones de Google con sus usuarios para vender anuncios. En menos de cuatro años, la compañía logró un aumento de ingresos del 3.590%. Nada volvería a ser igual.

La economía de datos ha cambiado radicalmente y sigue cambiando cómo entendemos los datos personales, y cómo nos pensamos como sujetos de datos. La privacidad siempre ha sido importante para los seres humanos. Las normas sociales en torno a la privacidad evolucionaron para proteger al individuo de posibles abusos. Por el bien de tu seguridad, es mejor que tus enemigos no sepan dónde vives. Y mejor que tu jefe no conozca tus creencias políticas, no vaya a ser que discrimine en tu contra. Es de sentido común limitar lo que los demás saben de ti para que no puedan hacer un mal uso de ese conocimiento. Como han señalado Francis Bacon, Thomas Hobbes, Michel Foucault, y tantos otros, siempre ha existido una relación íntima entre conocimiento y poder.

La economía de datos quiso convencernos, y durante un tiempo quizás lo logró, de que la privacidad era cosa del pasado. En una entrevista en 2010, Mark Zuckerberg tuvo la audacia de insinuar que la privacidad ya no era una norma social, que habíamos evolucionado, y que Facebook simplemente estaba reflejando las normas del presente.

La privacidad nunca ha sido cosa del pasado. Hoy nos importa tanto como ayer o más que se respete el secreto del voto, por ejemplo, o que nadie publique nuestros mensajes privados. La privacidad nunca ha sido ni será cosa del pasado porque siempre habrá gente que quiera usar información sobre nosotros para su propio beneficio y en contra del nuestro. Mientras la sociedad sea sociedad y los seres humanos sean humanos, siempre necesitaremos de la protección de la privacidad, sin importar si nos movemos en un contexto digital o analógico, en línea o no.

A la gente común y corriente nos costó tiempo y experiencia darnos cuenta de que el contexto digital no es menos peligroso que el analógico. Las tecnológicas jugaron con la ventaja de la invisibilidad. Lo virtual no huele, no sabe a nada, no pesa. No vemos ni sentimos la mirada de todos aquellos que nos siguen los pasos. Que te roben los datos no duele hasta mucho después, cuando ya es demasiado tarde.

Ahora entendemos que las consecuencias de la falta de privacidad de hoy son tan graves como las de ayer. El robo de tus datos te puede salir tan caro como que te roben la cartera. Que los data brokers intenten saber todo sobre ti y vendan esa información a la empresa que quiere contratarte es incluso peor que cuando las empresas se atrevían a preguntarte en una entrevista de trabajo si estabas embarazada o si querías tener hijos.

Por lo menos antes tenían que preguntártelo mirándote a la cara.

Y esa visibilidad ayudó a hacer ilegales esas prácticas. Hoy no sabemos lo que otros saben o creen saber sobre nosotros. Lo que sí sabemos es que, en vez de tratarnos como a iguales, o en base a la información que nosotros estamos dispuestos a proporcionar y corroborar, demasiadas instituciones nos tratan de acuerdo a nuestros datos –incluso cuando estos son falsos, porque no hay nadie que tenga un interés en comprobar que los datos sean correctos–.

Las grandes tecnológicas cuyo modelo de negocio depende de datos personales y anuncios se esfuerzan por aparentar ingenuidad, inocencia, y benevolencia. Pero los fundadores de Google, Larry Page y Sergey Brin, eran perfectamente conscientes de los peligros que conlleva depender de anuncios. En un artículo que escribieron en 1998 señalaban que “los buscadores financiados por anuncios estarían predispuestos a beneficiar a los anunciantes, en contra de las necesidades de los usuarios”. Más claro, imposible. Ellos lo entendieron entonces. Ahora lo vamos entendiendo todos.

Una de las narrativas que la economía de datos ha propagado es que los datos se crean como un derivado de nuestra interacción con los ordenadores, que a los individuos no les sirven de nada, y que las empresas los pueden reciclar sin que nos cueste nada para financiar todos esos servicios que tanto nos gustan. Como si los buitres de datos no tuvieran nada que ver con la creación de esos datos. Como si solo estuvieran recogiendo lo que dejamos tirado en nuestros paseos digitales.

Recoger información... y producir información

Pero las empresas de datos no solo recolectan información, la producen. Primero, al observarnos y tomar nota de nuestros movimientos dentro y fuera del internet. Segundo, al empujarnos a compartir la mayor cantidad de información posible –dar más datos personales, publicar más en redes sociales, y mandar más mensajes–, lo que a su vez genera más reacciones y más datos.

Los buitres de datos no son observadores neutrales. Al nutrirse de la experiencia humana, son como vampiros que nos instan a producir más del alimento del que dependen. Desafortunadamente, las contribuciones que más datos generan (más comentarios, clicks, likes, retweets, etc.) son aquellas que más llaman a la discordia.

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