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Trump quiere recuperar las torturas, pero ¿de verdad funcionan?

Trump puede creer que “la tortura funciona”. Es poco probable que tenga la más mínima idea de lo caro que resulta ese pensamiento.

Jason Burke

¿Funciona la tortura? Donald Trump cree que sí. Si su uso durante miles de años de historia de la humanidad indica eficacia, entonces podríamos decir que tiene razón. El uso de la coerción, incluido el causar dolor y situaciones extremas, para recabar información ha sido atractivo para aquellos responsables de proteger a la sociedad, pero también para criminales, psicópatas, combatientes, dictadores y sádicos, desde tiempos inmemoriales.

Los egipcios, los griegos y los romanos utilizaron la tortura. El adjetivo “medieval” provoca la imagen mental, en parte por la película Pulp Fiction, de instrumentos de tortura salvajes utilizados para obligar a las personas a confesar algo que preferirían mantener en secreto.

La tentación es clara y está reforzada por docenas de películas, series de televisión y libros en los que violentos pero justos matones le sacan datos importantes a fuerza de golpes a sus prisioneros, y no hay lugar para objeciones progresistas.

La realidad es bastante más complicada, como lo admiten incluso los agentes de inteligencia más duros. El primer problema es que resulta extremadamente difícil sacarle información útil a una persona bajo tortura. Cualquier cosa que se diga bajo coacción es intrínsecamente poco fiable. Esto supone un problema incluso a nivel táctico, ya no hablemos del tema moral.

Si alguien está gritando que explotará una bomba en determinada ubicación, ¿hay que actuar en base a esa información cuando sabemos que puede estar diciéndolo sólo para detener el dolor? Si se sigue esa pista, podría haber una explosión de verdad en otro sitio, sobre la cual el sujeto torturado podría no saber nada, y se estaría desperdiciando tiempo y recursos valiosos.

“Siempre se puede hacer que alguien hable…el problema es lo que dicen”, dijo uno de los principales torturadores de Sadam Husein cuando fue entrevistado en una cárcel kurda en 2003.

Los tribunales lo saben y por eso no aceptan pruebas recogidas en esas circunstancias. Esto puede no suponer un problema para los interrogadores, pero debería serlo para sus superiores, que esperan conseguir una condena final.

Según aseguran una y otra vez interrogadores experimentados como Ali Soufan, uno de los principales investigadores del FBI tras el 11-S, la única forma fiable de recoger información es estableciendo un diálogo con el sospechoso. Soufan hizo esto con Abu Zubaydah, un jefe de logística de Al Qaeda, para conseguir información importante, como el nombre del autor intelectual de los atentados del 11-S, Khalid Sheikh Mohammed.

La CIA consideró que los interrogatorios de Soufan eran demasiado blandos y lo reemplazó por contratistas que implementaron varias técnicas violentas como el ahogamiento simulado. Nada de lo que obtuvieron pudo demostrar que las tácticas de Soufan fueran las equivocadas.

De hecho, en 2002, cuando le aplicaron el ahogamiento simulado a un antiguo miembro de una pandilla de California llamado José Padilla, lo único que consiguieron fue información falsa sobre una “bomba sucia” que supuestamente tenía como objetivo Estados Unidos. Finalmente se descubrió que la presunta conspiración estaba basada en un artículo que Padilla había leído en Internet y estaba plagado de inconsistencias.

La discusión sobre la eficacia de la tortura alcanzó su pico máximo con el asesinato de Osama bin Laden en 2011. El trabajo de Inteligencia que hizo que esa operación tuviera éxito surgió de diferentes vías a lo largo de más de una década e implicó el trabajo de miles de analistas. Mucha de esa información fue encontrada de forma electrónica, mucha provino de socios (incluidos algunos que utilizan la tortura de forma sistemática), otra llegó a través de las llamadas “fuentes abiertas” y mucha la aportaron personas que fueron convencidas sin la utilización de coacción física de contribuir con información.

No existen pruebas concluyentes de que la tortura de sospechosos de Al Qaeda como Khalid Sheikh Mohammed, a quien le aplicaron el ahogamiento simulado docenas de veces, haya sido indispensable para encontrar y matar a Bin Laden. La CIA dice que sí. Un comité del Senado que investigó esas afirmaciones concluyó que no.

“A días del operativo en el escondite [de Bin Laden], agentes de la CIA explicaron que detenidos en manos de la CIA habían ”delatado“ a Abu Ahmad al Kuwaiti [un mensajero de vital importancia]. Los registros de la CIA prueban que los primeros datos de Inteligencia obtenidos, así como la información que la CIA considera más fundamental —o más valiosa— sobre Abu Ahmad al Kuwaiti, no estuvieron relacionados al uso de técnicas de interrogatorio de la CIA”, señala el informe del comité.

Todas estas cuestiones, que pasan por alto alegremente los defensores de la tortura, son importantes. Porque la tortura tiene costes enormes. Y son lo suficientemente destacables como para contrarrestar cualquier beneficio táctico que se pueda obtener de la tortura, si es que realmente existe alguno.

Primeramente, tiene un coste para los torturadores, aunque no sientan mucha compasión. Un país que ejerce la tortura tiene que lidiar con cientos o incluso miles de individuos que quedan traumatizados. Luego están las consecuencias que sufren las instituciones involucradas: la CIA, las Fuerzas Armadas, la que sea. El uso de la tortura siempre es controvertido, divide a los colegas, desmoraliza a los compañeros y priva a las instituciones de la tan necesitada legitimidad frente a un público escéptico y receloso de aquellos que supuestamente prestan un servicio en su nombre. También tiene consecuencias para los países, que ven dañada su reputación o “poder blando”.

La historia está repleta de ejemplos de este tipo. El gobierno de George W. Bush, que permitió sistemáticamente la tortura en los centros de detención de la CIA y en otros sitios entre 2002 y 2008, se vio influenciado por la película de Gillo Pontecorvo La Batalla de Argel, en la que el ejército francés utiliza la tortura contra islamistas y nacionalistas de la ciudad del norte de África en 1956 para obtener información de importancia táctica.

Cinco o más años después de comenzada la guerra contra el terrorismo, legisladores de Estados Unidos y, especialmente, altos rangos de las Fuerzas Armadas recurrieron otra vez a la película. La guerra no iba bien, reinaba el caos en Irak y los ataques islamistas aterrorizaban al mundo entero. Esta vez, aprendieron algo diferente del filme. Los franceses lograron una victoria de corto plazo en parte gracias al uso de la tortura. Pero, a largo plazo, la derrota en Argelia fue aplastante en el transcurso de seis años.

El uso de la tortura jugó un papel importante en el fracaso de Francia para mantener a Argelia como colonia. Decenas de miles de militares quedaron traumatizados, el apoyo del pueblo francés a sus Fuerzas Armadas –y por ende a la guerra– quedó socavado, el enemigo se radicalizó y se motivó, la reputación democrática de Francia se vio perjudicada en todo el mundo y tuvo consecuencias muy dañinas para Francia como nación durante varias décadas. Las relaciones con la nueva Argelia libre se vieron enturbiadas y las relaciones diplomáticas de Francia con toda la región siguen siendo difíciles.

Estados Unidos ha pagado muchos de estos costes durante la última década y los sigue pagando. Trump puede creer que “la tortura funciona”. Es poco probable que tenga la más mínima idea de lo caro que resulta ese pensamiento.

Traducido por Lucía Balducci

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