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The Guardian en español

Los Hormigas Rojas, un ejército de pobres para ejecutar desalojos en Sudáfrica

Los Hormigas Rojas en una misión de limpieza de un asentamiento chabolista en Khayelitsha, Ciudad del Cabo.

Jason Burke

Los Hormigas Rojas son una empresa de seguridad privada sudafricana especializada en desalojar “invasores ilegales” de propiedades. Dos veces por semana, a veces tres, un convoy de camiones sale de una casa rural en expansión en la provincia de Gauteng y lleva a cientos de hombres que están dirigidos por “agentes” armados con fusiles y pistolas.

La empresa rara vez escapa de los titulares en Sudáfrica y se le ha acusado en numerosas ocasiones de delitos que van desde robos a asesinatos. Los activistas de derechos humanos la critican fervientemente. Pero la actitud de la opinión pública general es más ambivalente y los Hormigas Rojas son muy leales entre sí y con sus empleadores. “Somos una familia. Nos cuidamos los unos a los otros. Hemos construido una comunidad”, dice Johan Bosch, el agricultor dueño y fundador de la empresa.

Edificios en ruinas en Johannesburgo

Uno de los legados más tóxicos que dejó el régimen del apartheid que gobernó Sudáfrica durante casi 50 años es la falta de viviendas dignas. Familias, trabajadores migrantes, estudiantes y gente sin techo pagan a intermediarios por parcelas en terrenos baldíos en los alrededores de Pretoria y Johannesburgo, o por acceso a edificios abandonados en el centro de las ciudades.

Las autoridades locales no muestran mucha compasión y dicen que tienen que hacer valer la ley. Y para hacer cumplir la ley eligen a la policía y, a la hora de sumar más efectivos en los desahucios, a los Hormigas Rojas.

Fattis Mansions fue alguna vez un edificio de pisos muy de moda en los años 30, situado en el corazón del distrito financiero y legal de Johannesburgo. Los residentes blancos y adinerados se marcharon del centro de Johannesburgo a fines de los 80 y principios de los 90, dejando atrás cientos de edificios que fueron ocupados por inmigrantes pobres que llegaban de las zonas rurales. Cuatrocientas personas compartían tres grifos. No había lavabos ni electricidad.

Las autoridades de la ciudad han estado desalojando estos “edificios tomados” uno por uno durante años, a menudo utilizando los servicios de los Hormigas Rojas.

La operación, que involucra a 600 Hormigas Rojas, comienza temprano por la mañana, sin aviso previo. Coches de policía con sus sirenas ocupan las calles estrechas. Los Hormigas Rojas entran por la puerta principal y van avanzando por las escaleras de metal y los pasillos sucios. No encuentran resistencia. Los narcos, los líderes de las pandillas y los que chantajean con los alquileres ya se han marchado. Afuera, en la calle, se apila la basura, los muebles y colchones.

Comienza el canto, con voz baja y resuelta, mientras los Hormigas Rojas trabajan. Sacan a los niños, luego a las madres alteradas que se aferran a las pertenencias que han podido recoger en bolsas de plástico. La mayoría de los adultos sabía que algún día esto sucedería. Pero para los más jóvenes, el cielo ha caído sobre sus cabezas.

¿Quiénes son estos hombres vestidos con monos rojos? Provienen de pequeños pueblos que se dedicaban a la minería y ahora han caído en la pobreza, de pueblos de provincias lejanas en medio de las montañas, de Soweto, de barrios llenos de miseria escondidos en los suburbios de Johannesburgo.

La mayoría son jóvenes. Muchos no han recibido ni la educación más básica. Algunos tienen antecedentes penales. Un puñado de ellos ha estado en prisión. Todos son pobres. Les pagan el equivalente a 8,40 euros por día, más algo de comida. Muchos de ellos viven como ocupantes ilegales en algún sitio.

Uno de ellos emigró desde Mozambique, país vecino, para trabajar en la construcción, pero le ha costado encontrar empleo. “Mi mujer me dijo que consiguiera un trabajo, y eso hice”, explica, encogiendo sus estrechos hombros.

Otro dice que tiene que alimentar, vestir y enviar a la escuela a varios hermanos pequeños: “A nadie le gusta hacer esto. Pero voy a la iglesia cada domingo y rezo por mi alma, y sé que el Señor me está cuidando, incluso aquí”. Todos aseguran que sienten pena por los ocupantes que desalojan, pero “el trabajo es el trabajo”.

Los hombres a cargo son mayores y su origen está muy vinculado a la compleja y turbulenta historia de su país. Uno de ellos participó en los años 80 en las fuerzas de defensa sudafricanas en las batallas en Angola, durante la Guerra Fría. Otro, un exagente de policía de Soweto cuya familia estuvo profundamente involucrada en la lucha contra el apartheid, dice que su carrera acabó cuando denunció un hecho de corrupción. Dice que este trabajo le recuerda a sus días como policía. Pero ahora sufre insomnio crónico.

Demoliendo barrios de chabolas

Lo primero que se ve, sobre las colinas secas y las chabolas de chapa, es el humo. Luego se oye el ruido. Si la operación va bien, el ruido es el mismo que el de un sitio de trabajo: los martillos golpeando las chapas rítmicamente, motores diésel esforzándose, canciones de trabajo, radios, y gritos de órdenes. Si la operación está saliendo mal, el ruido es el de una batalla: cristales que se rompen, piedras golpeando escudos plásticos, pisadas fuertes, disparos, sirenas e insultos y desesperación.

Sikhumbuzo Dlamini, un líder de los Hormigas Rojas, observa a 650 hombres equipados con monos rojos y escudos. Se mueven por un barrio de chabolas ilegales en las afueras de Pretoria, la capital administrativa de Sudáfrica. “Siempre ganamos. Debemos ganar. Estamos en territorio enemigo. Estamos muy lejos de casa”, dice Dlamini.

Un incidente ha generado un montón de nuevas acusaciones. Los Hormigas Rojas son contratados para desalojar las chabolas en un terreno donde se va a construir un centro comercial en Lanesia, en los suburbios al sur de Johannesburgo. La operación comienza temprano por la mañana. Pero la gente en las chabolas está preparada y lucha contra los Hormigas Rojas con machetes, piedras y palos.

El desahucio se detiene y los Hormigas Rojas se repliegan. Dos ocupantes yacen en el suelo. Uno está agonizando con heridas en la cabeza, el otro ya está muerto. Debajo de un árbol, una viuda llora acurrucada sobre una silla de plástico que rescató de su choza improvisada. La violencia hace que los supervisores de la industria de la seguridad privada inicien una investigación. Los Hormigas Rojas niegan haber actuado incorrectamente.

Perder a uno de los suyos

A veces los Hormigas Rojas resultan heridos, incluso pueden acabar muertos. Kervin Woods murió cuando unos ocupantes ilegales abrieron fuego en Lenasia Sur. Los Hormigas Rojas afirman que, tras caer al suelo, fue apuñalado por algunos ocupantes, incluso con destornilladores. Se estaban preparando para prender fuego al cuerpo, cuando los Hormigas Rojas comenzaron a disparar, dispersando a la multitud.

El funeral de Woods es en Soweto. La tía del fallecido llora, consolada por un puñado de familiares y vecinos. Pero este es el funeral de un Hormiga Roja. Los líderes veteranos saludan al féretro y pronuncian breves panegíricos antes de que los demás canten himnos mientras se cierra el ataúd. Luego, cual guardia de honor, siguen al coche fúnebre hacia el cementerio, donde cantan mientras se turnan para tirar tierra seca sobre el ataúd con una pala.

El último saludo consiste en disparos al aire realizados con pistolas y escopetas. Luego, los Hormigas Rojas regresan a sus autobuses para volver a su base para una comida en recuerdo del fallecido. En pocos días, saldrán en otra operación de desahucio.

Sudáfrica es una tierra fracturada. Se la conoce con el optimista nombre de 'nación arco iris', en referencia a la diversidad de sus comunidades. Pero en un arco iris, los colores siempre permanecen separados. La grieta más llamativa en Sudáfrica es la económica. Los Hormigas Rojas están en primera línea de un conflicto entre los dueños de la tierra y los que no son dueños de nada, los que tienen y los que no tienen, los ganadores y los perdedores en uno de los países más desiguales del mundo. Durante su jornada de 12 horas, están de un lado. Cuando el trabajo acaba, regresan al otro.

Traducido por Lucía Balducci

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