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The Guardian en español

Neil Armstrong fascinó a toda la humanidad. Ahora el espacio se ha convertido en un juguete para las élites

Un astronauta en el espacio / NASA on The Commons

John Harris

Les prometieron un viaje de la Tierra al espacio, en vez de un trayecto de la estación de trenes Londres Euston a Crewe. Sin embargo, la historia de la compañía de Richard Branson Virgin Galactic recuerda las malas experiencias que algunos viajeros vivieron en sus trenes. Durante la mayor parte de los últimos diez años, sus clientes potenciales han estado esperando poder vivir una experiencia que, en un principio, les dijeron que llegaría en 2011. Lo cierto es que hoy por hoy solo hemos podido constatar un hecho: los billetes son exorbitantemente caros. El precio de un viaje en el cohete de Virgin podría rondar las 250.000 libras esterlinas, y según algunos rumores, entre los que esperan pacientemente para subir a bordo se encuentran Katy Perry, Justin Bieber y Lady Gaga.

Ahora, finalmente, parece que estamos ante un avance significativo. Si bien ya dijo algo parecido en 2017, Branson afirma que la nave propulsada por cohetes conocida como VSS Unity está a “semanas, no meses” de alcanzar la altitud clave de 80,4 km (264.000 pies) sobre la Tierra, lo que significa que los primeros pasajeros podrían experimentar la ingravidez y maravillarse ante la curvatura de la Tierra “no mucho después”.

Si las promesas de Branson se cumplen, habrá conseguido ganarle la partida a otros dos poderosos magnates que también están gastando una desmesurada cantidad de dinero en proyectos de vuelos espaciales privados: el fundador de Amazon Jeff Bezos, con la empresa Blue Origin, y el visionario, cada vez más propenso a tener contratiempos, Elon Musk, el cerebro detrás de los automóviles eléctricos Tesla y de Space Exploration Technologies Corp, más conocida como SpaceX.

Crecí en los años 70, cuando la primera era espacial llegaba a su fin. En aquellos días, que se enmarcaban en el contexto de las rivalidades entre las potencias de la guerra fría, la exploración y los viajes espaciales eran esfuerzos colectivos. Solo las dos principales potencias podían reunir los fondos necesarios para semejante aventura (el presupuesto del programa Apolo, que permitió que el hombre pisara la luna, fue de más de 100.000 millones de dólares de nuestros días).

Como queda reflejado en la película biográfica sobre Neil Armstrong First Man (el primer hombre), estrenada recientemente, los astronautas estadounidenses eran hombres modestos y tranquilos, y, de hecho, la Nasa los eligió precisamente porque tenían esta personalidad.

En los años dorados de la carrera espacial, los equipos que supervisaban estos viajes extraordinarios estaban integrados por personas que llevaban camisas de manga corta y lucían cortes de pelo tradicionales. Permanecieron en la sombra, hasta el punto que la historia no ha podido recuperar algunos de los nombres de las personas clave en los logros más destacados (como el administrador de la Nasa James E. Webb o su mano derecha, George E. Mueller). Mirando atrás, la carrera al espacio fue la gran victoria de la maquinaria burocrática de la postguerra, hasta que en los años 80 se empezó a desmantelar.

Si bien China podría ser la próxima potencia en liderar un viaje espacial impulsado por un Estado, en Occidente la carrera para llegar al espacio es completamente distinta y tiene tintes surrealistas. Se ha convertido en una competición entre emprendedores ricos, a menudo algo extravagantes, cuyas motivaciones no están nada claras.

Sin lugar a dudas, algunos de los progresos son genuinamente útiles; como ejemplo, los cohetes reutilizables de SpaceX. Sin embargo, demasiado a menudo hay una brecha que resulta reveladora entre las ambiciones declaradas de estos emprendedores, sus salidas de tono que los hace merecedores de grandes titulares, como cuando Musk habla del asentamiento de colonias en Marte, por no hablar de ese espectáculo absurdo con un maniquí en uno de sus coches deportivos, lanzado al espacio en febrero y que ahora vaga por el espacio.

Este tipo de espectáculos nos distraen de cuestiones cada vez más relevantes en torno a cómo regular los viajes espaciales privados, tanto por sus peligros (en 2014 un piloto murió mientras probaba uno de los aviones espaciales de Virgin Galactic) como por el hecho de que crece la sensación de que algunos aspectos de la nueva carrera espacial están hechos de un tipo de avaricia muy terrenal. Esto último se hace muy evidente en el caso de las empresas que ya están haciendo planes para la minería de asteroides, y analizan la luna, o una empresa japonesa que quiere anunciarse sobre la superficie lunar.

Resulta revelador que los orígenes de lo que está pasando se encuentran en las ideas de los libertarios partidarios de una mínima intervención estatal que aspiraron la obra del autor estadounidense Ayn Rand y que consideraron que la retirada de la NASA de la exploración espacial era la demostración decisiva de que el gobierno no sirve para nada. Como ejemplo de ello, el caso de Peter Diamandis, que trabajó con Branson y más tarde creó la Fundación X Prize. Su primera acción relevante fue conceder 10 millones de dólares a las personas que en 2004 consiguieron que la nave de construcción privada SpaceShipOne saliera de la atmósfera terrestre.

En 1994, redactó un protocolo referente a la labor inicial en torno a los viajes espaciales privados. “A lo largo de la historia”, escribió, “los mayores logros de la humanidad han sido promovidos o protagonizados por el individuo o un grupo reducido de personas; las masas nunca han conseguido innovar”.

Parecería que, conforme a esta visión, los viajes al espacio deberían ser el coto exclusivo de una élite, que sin la intromisión de los gobiernos estaría menos interesada en explorar nuevas fronteras para la humanidad que en dejarnos al margen de estos logros. Y tal vez esto es lo que estamos viendo.

Blue Origin ofrecerá viajes espaciales por hasta 300.000 dólares cada uno. En 2023, SpaceX transportará al magnate japonés Yusaku Maezawa alrededor de la luna, un privilegio por el que ha pagado una suma desconocida. La compañía estadounidense Axiom Space está trabajando en una estación espacial privada que, según afirma, será lanzada en 2022.

Los responsables prometen “un laboratorio de microgravedad donde educadores, científicos e investigadores llevarán a cabo investigaciones con el objetivo de mejorar la calidad de vida”. Sin embargo, la parte más llamativa del plan es una propuesta para llevar al espacio a personas “destacadas” durante ocho días, con un coste de 55 millones de dólares por persona.

Esto lleva a que nos hagamos la siguiente pregunta: el primer paso de Amstrong en la Luna, ¿servirá para que la humanidad pueda seguir maravillándose? ¿O solo servirá para constatar que los ricos también experimentan la ingravidez?

Incluso si no llegan a las colosales cantidades gastadas por la NASA en los años 60 y 70, las sumas de dinero que se destinan a la nueva carrera espacial siguen siendo exorbitantes. Virgin Galactic nació gracias a una financiación inicial de 100 millones de dólares del Grupo Virgin de Branson, y posteriormente recibió alrededor de cuatro veces esa cantidad de un fondo soberano de inversión con sede en Abu Dhabi. Bezos está financiando Blue Origin con al menos 1.000 millones de dólares anuales. La facturación anual de SpaceX es de casi 2.000 millones de dólares.

Mientras, el aburrido y viejo planeta Tierra tiene una situación de emergencia: la creciente crisis en torno al cambio climático, que ha quedado evidenciada con toda su crudeza por un reciente informe del IPCC que advierte que tenemos doce años para evitar una catástrofe ecológica. Muchos de los nuevos pioneros del espacio, entre ellos Branson y Bezos, están financiando algunas investigaciones en torno a un mundo más sostenible. Sin lugar a dudas, los coches eléctricos de Musk también son una valiosa contribución.

Sin embargo, si estos mismos empresarios comparten la visión de que deben lanzarse todos los cohetes privados que sean necesarios si hay una oportunidad de negocio, entonces tal vez valga la pena tener en cuenta el volumen de emisiones de carbono que esa actividad comportará. Así mismo, será importante tener presente la comentadísima opinión de un ingeniero de cohetes con sede en California llamado Martin Ross, que ha indicado: “Ahora entendemos el impacto atmosférico de los lanzamientos de cohetes y cómo daña la capa de ozono”. Además, debemos hacernos una pregunta todavía más relevante: Si la Tierra se está sobrecalentando ¿por qué se está invirtiendo tanto dinero en un proyecto para mandar al espacio coches, estrellas del pop y empresarios?

Es posible que estemos ante un tipo de exploración espacial que no cumple ninguna de las promesas románticas de antaño, sino que simplemente refleja el tipo de injusticias terrestres ignoradas por los nuevos hombres del espacio.

Traducido por Emma Reverter

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