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Chicos que amenazan a chicas

José María Calleja

Resulta descorazonador comprobar cómo chicos educados en democracia, y que no han conocido más que un sistema de libertades desde que han nacido, tratan a sus novias, amigas o compañeras de manera humillante, con insultos machistas y amenazas que provocan miedo a buena parte de ellas, pero que no son consideradas como graves por otras.

Así lo atestigua un trabajo realizado por la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género que nos dice que 6 de cada 10 chicas jóvenes reciben, de forma habitual, mensajes con insultos machistas por parte de sus novios y amigos, vía WhatsApp y Tuenti.

En los años del franquismo se aplicaba la denominación “crimen pasional” para informar de que un hombre había asesinado a una mujer. Se decía: “Crimen pasional en… [el pueblo o ciudad en el que se hubiera cometido el asesinato]”, y todo el mundo traducía que un hombre había matado a una mujer. No se podía escribir, ni decir, “un hombre ha asesinado a una mujer”, en una época en la que se censuraban hasta los sucesos, en la que ni siquiera se podía informar de todas las muertes violentas que se producían en una España en la que las mujeres no podían abrir una cuenta corriente ellas solas, viajar sin permiso y corrían el riesgo de ser condenadas por adúlteras, cosa que no les ocurría a los hombres.

Crimen pasional era un sintagma imposible de digerir, pero que la inmensa mayoría se tragaba con la anestesia de lo consagrado por el uso en un régimen que creó su propia jerigonza. Crimen pasional eran palabras disparatados, que exoneraban de responsabilidad al criminal, que casi le entronizaban, que sepultaban a la víctima, que pretendían convencernos de que alguien mataba por amor, que un hombre había asesinado a “lo que más quería”. El asesinato presentado como muestra máxima de amor.

Tuvo que pasar mucho tiempo para llegar en la información periodística a hablar del asesinato de una mujer a manos de un hombre como “violencia doméstica”, que era algo así como una violencia menor, nada grave, como un accidente casero, sin mayor trascendencia, algo así como una violencia ejercida en zapatillas de cuadros en torno a una mesa camilla y un brasero y por la que nadie podía morir. Violencia doméstica suponía un avance respecto a crimen pasional, pero no servía para reflejar la realidad del asesinato sistemático de mujeres en toda su crudeza.

Violencia de género se establece como término de referencia y se fija como adecuado cuando se aprueba, en 2004, una ley que supuso un avance extraordinario respecto de los asesinatos que sufrían las mujeres a manos de hombres. Ahora se emplea de forma habitual en los medios.

Posiblemente sea más adecuado hablar de violencia machista o de terror contra la mujer. Palabras en las que se refleja con mayor profundidad aún el perfil del victimario y el carácter de la víctima.

Que después de ese avance en la elección de las palabras para definir una de las principales causas de muerte violenta en nuestro país –una media de cincuenta mujeres son asesinadas por hombres cada año en España–, veamos ahora cómo jóvenes educados en libertad amenazan, controlan, humillan e insultan a chicas jóvenes –se supone que no educadas en la idea de la sumisión, la resignación y el vivir dos pasos por detrás del macho como forma de excelencia–, resulta desolador.

Hemos vuelto, o no hemos salido aún, a los celos como muestra de amor –según nos cuenta en otro estudio María Jesús Díaz Aguado, las ¾ partes de los adultos transmiten esa creencia a los jóvenes–, al control como prueba de amor, a que la mujer es más querida cuanto más sometida está por su novio. Hemos vuelto, incluso, al crimen pasional. Estas han sido las palabras empleadas por algunos medios para contar el asesinato de la adolescente Almudena Alfaro, de 13 años, en El Salobral (Albacete), el 20 de octubre de 2012.

Es un lugar común decir que la mayor parte de los problemas se arreglan con una buena educación. Ante los datos que nos hablan de practicas de terror cotidiano por parte de chicos jóvenes contra chicas jóvenes –que no conocieron, en ningún caso, la dictadura más que en los libros de texto–, practicas de sometimiento que a algunas chicas no les parecen tan graves, quizás deberíamos plantearnos hasta que punto la educación democrática no es antídoto suficiente para terminar contra el terror que sufre la mujer. O bien plantearnos hasta que punto esa educación no ha sido tan democrática, o ha quedado relegada a esa información que, según los datos, las tres cuartas partes de los padres transmiten a sus hijos.

Lo que parece evidente es que después de más de treinta años de democracia, la mayoría de los medios de comunicación no hemos dado aún con un relato adecuado para contar el terror que sufre la mujer a manos del hombre. No es casual que alguno de los escoltas que hoy ya no protegen a los amenazados en su día por ETA hayan pasado a proteger a mujeres amenazadas y presas de un terror tan parecido en tantas cosas.

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