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Disparates en cadena

Ángel Hernández atiende a los medios

Javier Pérez Royo

Todos los derechos fundamentales, menos el derecho a la educación, tienen una vertiente positiva y otra negativa. Están en la Constitución para que los individuos puedan hacer o no hacer uso de ellos discreccionalmente. El ejercicio de ambas vertientes tiene que estar garantizado.

El ejercicio y garantía de esta doble vertiente no plantea problemas en la práctica totalidad de los derechos. Únicamente en el derecho a la vida se suscitan dificultades en el reconocimiento de la vertiente negativa del derecho.

No existe dificultad en el reconocimiento de la libertad en el ejercicio de la vertiente negativa del derecho. Todo individuo dispone de libertad para poner fin a la propia vida. El suicidio no está tipificado como delito en nuestro ordenamiento. De lo que no se dispone es del DERECHO a poner fin a la propia vida, es decir, de contar con la asistencia de la sociedad en el ejercicio de tal derecho.

En principio, no hay ninguna razón de tipo jurídico que justifique el no reconocimiento y garantía de la vertiente negativa del derecho a la vida. Puede haber razones de naturaleza política por las cuales la sociedad limite el ejercicio de dicha vertiente negativa. La sociedad a través de su órganos de representación política democráticamente constituidos puede decidir no prestar asistencia al ejercicio de la vertiente negativa. Puede hacerlo incluso con carácter general. Pero no puede, no debe poder impedirlo en todo caso. La sociedad tiene que contemplar aquellas circunstancias en las que los ciudadanos tienen derecho a solicitar el auxilio de la sociedad para poner fin a su propia vida. Este es un derecho constitucional que no se puede ni se debe dejar de reconocer.

A esta exigencia constitucional intentó dar respuesta el Gobierno presidido por Pedro Sánchez en la pasada legislatura con el envío a las Cortes Generales de un proyecto de ley reguladora de la eutanasia. El intento quedaría frustrado por el abuso de su posición en la Mesa del Congreso de los Diputados de AP y Ciudadanos.

Como consecuencia de ello, la sociedad española ha tenido que asistir a la concatenación de una serie de disparates que no deberían haberse producido. La crueldad de la condena de María José Carrasco y de su marido Ángel Hernández es de una falta de humanidad injustificable. María José tenía derecho a morir en paz, sin forzar a su marido a cometer un acto antijurídico. Ángel tenía derecho a velar a su mujer, acompañado de sus familiares y amigos, en su casa y a no tener que pasar la noche en un calabozo de una Comisaría de Policía. Ambos tenían derecho a que no se hubiera activado un proceso de naturaleza penal contra Ángel. Ningún miembro de la Policía Nacional debería haberse visto obligado a detener a Ángel. Ningún Fiscal ni Juez debería haberse visto obligado a intervenir. Han sido los derechos fundamentales de todos ellos los que se han visto afectados por el no reconocimiento del derecho de María José a poner fin a su propia vida en las circunstancias en las que se encontraba.

Para colmo Ángel ha tenido que pasar por la humillación de la desviación del asunto a un Juzgado de Violencia de Género, como consecuencia de una interpretación judicial esperpéntica.

A esta concatenación de disparates es a lo que suele conducir abandonar el terreno de los derechos fundamentales y pasar al terreno de las convicciones religiosas, que en ningún caso deberían servir de soporte a la legislación penal.

Confiemos en que no tengamos que volver a asistir a un trato tan cruel, inhumano y degradante como el que han recibido María José y Ángel, sus familiares y amigos. Esperemos que ningún funcionario público tenga que volver a pasar por el trago por el que han tenido que pasar los policías, fiscales y jueces que han tenido que intervenir. Y, en cualquier caso, que la experiencia sirva para que no se vuelva a confundir lo que es el ejercicio de un derecho fundamental con un acto de violencia de género.

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