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Elogio de la incoherencia

Jonathan Pyrce como Don Quijote y Adam Driver, su Sancho Panza

Jose A. Pérez Ledo

La incoherencia tiene mala fama, especialmente en la actividad política. Nadie se fía de quien dice una cosa y hace otra distinta, es normal. Pero muchos desconfían también de quienes manifiestan incoherencias con el paso de los años. Algunos medios, en nuestro país y en otros, utilizan la hemeroteca como arma arrojadiza, encarando a los políticos a sus propias palabras, señalándolos, tratando de ponerles así contra las cuerdas. Los políticos se amedrentan, saben que los espectadores (que es la tipología más perezosa de los votantes) rinden tributo a la coherencia, y tratan entonces de justificarse: tal vez no me expliqué bien, falta contexto en esas declaraciones. Raramente se encuentra uno con un político que, enfrentado a sus palabras de hace dos, tres o diez años, se encoja de hombros y suelte: qué quiere que le diga, ahora sé más que entonces.

Un experto en comunicación política, supongo, desaconsejaría tal estrategia. Esa actitud, diría, transmite incertidumbre, zozobra. Después de todo, ¿cómo fiarse de un político que va por ahí cambiando de opinión? ¿Qué nos garantiza que no lo hará de nuevo y que dentro de dos, tres o diez años opinará otra cosa completamente distinta? ¿En qué situación me deja eso a mí como votante? ¿Cómo voy a apoyar a un partido o a un candidato sin la certeza de que lo nuestro es para siempre?

La mayor parte de la gente espera que los políticos se comporten como personajes literarios, congelados en el tiempo, inmutables, inconmovibles. Uno no abre Don Quijote y se encuentra con el protagonista súbitamente cuerdo, leyendo, como si tal cosa, sus libros de caballería. Si el arte nos ahorra esos disgustos, ¿por qué no puede hacerlo el ser humano?

Esa coherencia, entendida como el mantenimiento pertinaz de las mismas opiniones, es lo contrario a la adaptación. Y ya sabemos cómo trata la naturaleza a quienes no saben adaptarse. En virtud de la coherencia, nuestra especie seguiría hoy en los árboles, saltando de rama en rama. Solo una extravagante sucesión de incoherencias nos ha traído hasta aquí, al suelo, a la civilización, al arte y a la ciencia.

El problema, por tanto, no es la incoherencia sino el cinismo, y eso es más difícil de detectar. No vale con escupirle a uno sus propias declaraciones. Hay que atender a los hechos, ver lo que dijo y lo que hizo, lo que dice y lo que hace, y tratar de comprender los porqués. Digan lo que digan los expertos en comunicación política, cambiar de opiniones con el paso del tiempo no es síntoma de debilidad sino de inteligencia. Deberíamos desconfiar de aquellos que pasan limpiamente el test de la hemeroteca. O no han aprendido nada o prefieren ocultarlo.

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