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Insumisión democrática de un Gobierno en funciones

José Antonio Martín Pallín

La democracia es un conjunto de principios y valores construido sobre unos pilares que si se resquebrajan o rompen terminan por desmoronar el difícil equilibrio entre los poderes que la sustentan.

Cuesta trabajo recordar, como algo elemental, que la soberanía reside en el pueblo y que son los ciudadanos los únicos y legítimos titulares de un conjunto de derechos y libertades, entre las que se encuentra la potestad de elegir, mediante elecciones libres, a los candidatos que representan las distintas opciones políticas que conviven dentro de un esencial pluralismo democrático, sin cuya supervivencia y desarrollo no serían posibles los derechos fundamentales. La piedra angular del normal mantenimiento de la esencia de la democracia está compuesta de un sistema de controles recíprocos entre los tres poderes del estado, legislativo, ejecutivo y judicial.

En estos momentos estamos viviendo en España una situación de normalidad democrática, aunque algunos agoreros interesados, se empeñan en convertirla en una especie de vacío de poder, quizá porque añoran los tiempos en que los poderes absolutos, nunca dejaban de ejercerse y se perpetuaban en el tiempo.

Nuestra Constitución, contempla la existencia de un Gobierno en funciones, mientras se produce el traspaso de la responsabilidad de gobernar a los que resulten elegidos según las reglas establecidas para la elección y la investidura de un nuevo ejecutivo. El artículo 101 regula del cese del gobierno, tras la celebración de elecciones generales o en otras circunstancias y dispone que el Gobierno cesante, permanece en funciones, hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno.

Un Gobierno en funciones nunca puede estar por encima de los principios rectores del sistema democrático y no puede refugiarse en una inaceptable y tramposa cobertura de la legalidad infraconstitucional para actuar al margen de los controles necesarios para la estabilidad y salud democrática.

El Gobierno en funciones, no se escapa a las previsiones del artículo 66 de la Constitución que encomienda, sin distinciones ni matices, a las Cortes generales la irrenunciable función de controlar la acción del Gobierno. Existe unanimidad doctrinal y jurisprudencial para delimitar de manera inequívoca, las competencias de un Gobierno en funciones.

La ley que regula la acción del gobierno cuando se trata de un ejecutivo en funciones, como es lógico, deja un espacio abierto a determinadas decisiones que, por razones de urgencia y de interés general, deben tomarse sin perjuicio de establecer nítidamente que su gestión se limita al despacho ordinario de los asuntos públicos, absteniéndose de adoptar, salvo casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés general cuya motivación expresa así lo justifique, cualesquiera otras medidas. Es evidente y creo que nadie tendrá la osadía de sostener lo contrario que carece de facultades legislativas y sus funciones deben limitarse al despacho diario de los asuntos públicos.

Un mínimo respeto a los principios constitucionales y a las normas éticas que deben presidir el ejercicio de la función pública, exigen que el gobierno en funciones limite su actuación como a las medidas ordinarias que sean necesarias para evitar la parálisis de la administración pública y de los servicios públicos.

El Tribunal Supremo ha tenido oportunidad de pronunciarse sobre el contenido y ámbito de la gestión ordinaria, recordando de manera inequívoca, que la esencia de su misión es la de facilitar el normal desarrollo del proceso de formación de un nuevo Gobierno y el traspaso de poderes. En lo demás, todos los contenidos son restrictivos, salvo, como ya hemos dicho, los casos de urgencia y los asuntos de trámite.

Es necesario, por un mínimo respeto a las reglas elementales de la cultura y convicciones democráticas, aplazar o someter a control parlamentario, las demás decisiones. En consecuencia el Tribunal Supremo considera nulos los actos que carezcan de esta cobertura suficiente.

También advierte el Tribunal Supremo que se debe acudir a la regulación constitucional a la hora de interpretar la Ley del Gobierno para configurar el contexto en el que se mueve el Ejecutivo en funciones porque es evidente que en casos, como el que estamos viviendo en estos momentos, el gobierno puede permanecer en funciones “un período de tiempo significativo” según expresión del Tribunal Supremo, afirmando de forma tajante que su condición de Gobierno en funciones, no tiene que ir acompañada necesariamente de la inexistencia de control parlamentario. Por si restaba alguna duda el Tribunal Supremo advierte que, el Gobierno funciones ha de continuar ejerciendo sus tareas sin introducir nuevas directrices políticas y desde luego condicionar, comprometer o impedir las que deba trazar el que lo sustituya.

Pienso que, con estas pautas, establecidas por el Poder judicial, debería zanjarse la cuestión de sus competencias. Por encima de dictámenes expedidos por la Abogacía del Estado que continúa siendo el defensor jurídico de las tesis del gobierno, se imponen los valores y los equilibrios del sistema democrático.

La posición arrogante del Gobierno en funciones al negarse reiteradamente a comparecer ante las nuevas Cortes, legítimamente constituidas por los que representan, en estos momentos, la soberanía popular, sólo puede ser el producto de una absoluta falta de calidad democrática de sus componentes. No creo que ningún Estado democrático medianamente consolidado y consciente de los valores de la democracia, admita, sin rechazarlo, que un dictamen jurídico de un órgano sometido al gobierno, esté por encima de los principios indiscutibles del control democrático de las actuaciones de todos los poderes públicos.

Es precisamente un gobierno con elementales convicciones democráticas el que tiene que asumir voluntariamente la decisión de someterse al control parlamentario.

Ya sabemos que efectivamente cabe el recurso a los tribunales para solicitar la nulidad de las decisiones del Consejo de Ministros, pero la política impone unas pautas de comportamiento que deben procurar evitar la confrontación, siempre con respuesta tardía, en las sedes judiciales donde por supuesto la justicia se ejerce en nombre del pueblo pero no encarna la soberanía popular.

Parece que, a última hora alguien ha advertido que presentarse ante la Unión Europea, sin el aval parlamentario, supondría una seria descalificación del protagonista ante el resto de los gobiernos que representan a países, en los que la soberbia y el desprecio a los niveles mínimos de la cultura democrática, solo merecen la baja estima de nuestras instituciones.

Ante el drama de los refugiados, parece que el Gobierno, por boca de su Vicepresidenta, ha retrocedido levemente acudiendo al sucedáneo de la búsqueda del consenso, al margen de la comparencia pública en el Congreso de los Diputados. Lo que se haya de acordar, no puede hacerse bajo los manteles sino en un debate público al que tenemos derecho los ciudadanos.

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