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Veinte segundos para no morir

Día Mundial de la Higiene de Manos

Sabrina Duque

El jabón tiene una índole curiosa. Sus moléculas son antagonistas aparentes: unas le huyen al agua y se pegotean a la grasa. A las otras les gusta el agua más que a un pato. Esa naturaleza compleja hace que una sola cosa disuelva la grasa y luego la escurra de la piel, tejido o metal en la que está pegada. Fácil. ¿Fácil?

Los seres humanos sabían hacer jabón por lo menos 2.800 años a.C. Un cilindro babilónico de arcilla traía la receta básica: hervir grasas con cenizas. El cuento no venía completo, porque el cilindro no explicaba para qué usaban aquello. Pero se sabe.

Teníamos jabón. Le debemos la vida al agua. Y al ser humano no se le ocurría que era una buena idea lavarse las manos que manipulan artefactos que quién sabe en qué otras manos anduvieron, tocan tierra, llevan comida a la boca, frotan labios, estrujan tejidos, secan sudores febriles, se empapan con las babas de los niños…

En la Biblia se describe que en el 701 a.C. el asirio Senaquerib ordenó el sitio de Jerusalén. Pero llegó un ángel durante la noche y derribó a 185.000 hombres en el campamento asirio. Al amanecer, según el relato, eran todos cadáveres. Un infectólogo, quizás, intuiría una epidemia de cólera.

El historiador Tucídides, en Historia de la Guerra del Peloponeso, describió la llegada de la Plaga de Atenas. La epidemia llegó por el puerto. Había atravesado África para llegar a los dominios griegos. De pronto, la enfermedad se descerrajó sobre Atenas. Una tercera parte de sus habitantes murió. Una plaga que no habría pasado a la historia si los atenienses se hubieran lavado las manos antes y después de cocinar, de atender a los enfermos, de tratar heridas. Antes de comer. Después de ir al baño, sonarse la nariz, toser, estornudar, acariciar al gato, rascarle la panza al perro o intercambiar algunas monedas.

Pero seguimos muriendo durante milenios. Y en el siglo XIX quienes morían más eran las parturientas. En los hospitales. Oliver Wendell Holmes, médico y poeta, concluyó que la fiebre puerperal que mataba a tantas en las maternidades se transmitían de una paciente a otra por medio de los médicos y las enfermeras que las atendían. Él recomendó en el ensayo On the Contagiousness of Puerperal Fever, en 1843, que “un médico dedicado a atender partos debe abstenerse de participar en autopsias de mujeres fallecidas por fiebre puerperal, y si lo hiciera deberá lavarse cuidadosamente, cambiar toda su ropa, y esperar al menos 24 horas antes de atender un parto”. Dentro del hospital, lavarse las manos antes y después de atender a las pacientes redujo la enfermedad y la mortalidad. Pero afuera, el ofendido gremio -¿cómo así que los médicos transmiten enfermedades mortales?- rechazó su teoría. No fue el único pionero del buen lavado de manos al que le fue mal.

Por aquella época, al húngaro Ignac Filip Semmelweis estaba desarrollando la misma teoría que Holmes y Nightingale. Él trabajaba en el Hospicio General de Viena y descubrió que las parturientas tenían más fiebres puerperales que las que parían en casa. Lo registró: en el hospital, moría el 30%. En casa, el 15%. Su teoría era que las mujeres que recibían más visitas de médicos y estudiantes -que venían de los quirófanos o la morgue- eran las que enfermaban y morían más. Así que puso agua y jabón a la entrada y pidió que matronas y obstetras se lavasen las manos con una solución desinfectante antes de ver a las embarazadas. Las infecciones se redujeron a menos del 10% de las parturientas. Publicó sus resultados en 1861, pero, de nuevo, la comunidad científica lo castigó por decir que eran los médicos quienes enfermaban a sus pacientes. ¡De no haber sido por Lister y Pasteur…!

Este martes, 15 de octubre, se celebra el #DiaMundialDelLavadoDeManos. La Organización Mundial de la Salud y la Organización Panamericana de la Salud propusieron que en esta fecha, desde 2008, recordemos que una rutina tan simple puede salvar cientos de vidas.

La próxima vez que entren al baño, recuerden tararear en su cabeza el Cumpleaños Feliz, dos veces, mientras se enjabonan y enjuagan. Veinte segundos bastan.

Ya sabemos que a Lady Macbecht “todos los perfumes de la Arabia no bastarían a lavar y purificar esta mano mía”, y que a Poncio Pilatos lavarse las manos lo inscribió en la historia católica como omiso, no criminal. (Para la iglesia abisinia, en Etiopía, es un santo). Pero no olviden cuántas vidas se han salvado desde que en los hospitales empezaron a escuchar a Holmes, Nightingale y Semmelweis.

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