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Elecciones y erecciones en la Europa de Hollande

La popularidad de Hollande sube ocho puntos tras los atentados de París

Javier Aroca

Cuando acabe el dolor colectivo, no el personal, que acabará como se acabó en Madrid, Londres o Nueva York, ¿volverá la calma, el sentido común? ¿O esta locura es irreversible? De momento, estamos en caliente, lógico, pero asistimos al espectáculo penoso de un Hollande sin ideas en una Francia golpeada, con una amnesia preocupante de su historia, de lo que supone su ejemplo

para los amantes de la libertad y la democracia.

Hollande, duele decirlo desde la izquierda, ante un horizonte electoral negativo, amenazado por el empuje de una derecha extrema en auge, ha decido pescar en el fértil caladero de las pasiones y las emociones inoculadas en un desconcertado pueblo francés. Todos compiten ahora en ese caladero, incluso la izquierda, abandonada a su suerte. Hollande sufre una erección bélica, simbolizada en el perfil fálico de las toneladas de bombas inteligentes, lo único inteligente en una guerra, que arroja a diario contra el Estado Islámico.

No hay lugar para el pensamiento disidente, poco espacio para la reflexión y la autocrítica. La máxima expresión que se le permite al pueblo y que se permiten, incluso, algunos intelectuales, es

la solidaridad litúrgica. Lazos, velas, flores, música y poesía espontánea, cantos corales, dentro todo ello del tremendismo mediático, como siempre preocupado por los índices de audiencia. El

periodismo muestra ocultando. Nos enseña la dura realidad del dolor parisino y europeo, por extensión, mientras oculta, o relega a otro nivel, el dolor, con el mismo origen, causado en Beirut,

Bagdad, Trípoli, Yemen, o cualquier lugar en donde los musulmanes están soportando la mayor carga de la furia de la violencia extremista.

Lo primero que ha hecho Francia es atacar, pedir complicidades, por adhesión. Y la Unión Europea no se plantea una política exterior común, una defensa común, no. Recorta las libertades de las personas, tocando de muerte a Schengen, sin que sepa explicar, después de limitar la libertad de circulación de las personas, cómo va a limitar el tráfico de armas. No parecen tener respuestas para explicarnos cómo entran en París o Bruselas los kalashnikov, los AK 47, las granadas.

No hay esperanzas de que decidan pensar en el futuro pero, al menos, reflexionemos sobre el pasado. La Yihad no es nueva, ni siquiera para Occidente. Ya en la Primera Guerra Mundial, el káiser Guillermo II le pidió al sultán turco que la declarara, con la esperanza de que las masas árabes, fundamentalmente, se sumaran a ella contra el Eje. No ocurrió,pero se intentó. Fue Occidente quien desde el principio de esta historia ha manoseado la fuerza de la Yihad para crear violencia y terror. Esa guerra acabó con el Imperio Otomano e inauguró el periodo de los Mandatos, en el que Francia y Reino Unido se repartieron el Levante, a golpe de escuadra y cartabón. De camino, se pusieron las condiciones para la creación del estado de Israel.

Luego vino la guerra de 1948 y una derrota humillante de los árabes a manos de Israel. En un momento de depresión anímica en toda la nación árabe, surge Nasser, con otros líderes laicos

árabes que pretendían un socialismo blando. EEUU no lo iba a consentir, solo porque pensaba que la pérdida de estima árabe por la derrota era el clímax perfecto para la irrupción del comunismo en una zona estratégica, importante por razones petroleras. Nasser, que no aceptó formar parte de un frente antisoviético, perdió el favor americano y llegó a sufrir varios intentos de asesinato, auspiciados por la CIA que por aquellos momentos ya se había echado en los brazos del islamismo radical y de derechas como instrumento para oponerse al avance de los árabes progresistas. Así, la CIA fortaleció a los Hermanos Musulmanes, dirigió varios golpes de estado contra la Siria laica, armó a los kurdos frente al gobierno laico de Iraq. El presidente Johnson acabó en los brazos de Arabia Saudí y su rigorismo wahabí, desde entonces aliada de la CIA en la tarea de perpetuar su dinastía y los intereses más conservadores de los países árabes ligados al petróleo. El rey de Jordania fue otro de sus aliados.

No se puede entender el auge del islamismo , desconocido hasta esas fechas en la escena política árabe, sin esa cooperación entre Occidente y Arabia saudí contra unos incipientes e ingenuos intentos de jóvenes árabes por crear una nación laica y progresista. Esa política de apoyarse en la Yihad sigue hasta nuestros días. El amigo Tim Osman acabó convertido en Osama Bin Laden para combatir contra los soviéticos en Afganistán, para luego crear Al Qaeda. Arrasar Iraq, al Baath y al ejército iraquí, ha servido para crear Daesh, primero para luchar contra El-Assad.

Liberados en su orgullo, perdidos por las erráticas políticas de sus aliados occidentales, estos amigos terminan siempre convirtiéndose en enemigos. Occidente dice no saber quién es exactamente su enemigo, dicen que son los yihadistas, da igual que sean de Al Qaeda, con todas sus versiones , o de ISIS con todas las suyas, incluido el grupo de Bamako, Mali, los morabitum, es decir, los almorávides, pero, al menos, debería saber quiénes son sus amigos; desde hace sesenta años parece que no acertamos.

(Dedicado a Said Aburish, periodista palestino disidente, y no muy creyente que digamos).

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