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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Altsasu y el odio

La Audiencia Nacional dará a conocer su decisión definitiva sobre el caso de Alsasua a principios de marzo

Jesús C. Aguerri

La Audiencia Nacional confirmó hace unas semanas las penas para casi todos los acusados por el caso Altsasu (para todos menos para uno). El terrorismo ha quedado fuera de la ecuación, pero, aun así, ahí quedan las condenas de hasta 13 años de prisión. Cabría preguntarse que, si finalmente no estamos ante un caso relacionado con el terrorismo, por qué lo ha juzgado la Audiencia Nacional y no la Audiencia Provincial de Navarra. Puede que este asunto de la jurisdicción esté amparado por la más estricta legalidad procesal, pero esto no es óbice para que alguien le pida a la Jueza Lamela −actualmente magistrada en el Tribunal Supremo− alguna explicación sobre dónde estaba ese terrorismo que vio en la instrucción.

En cualquier caso, aun prescindiendo del terrorismo, las penas de prisión se han mantenido, alcanzando, como ya hemos mencionado, los 13 años, de los cuales los acusados deberán cumplir 9 (al limitar nuestro ordenamiento el internamiento al triple de la pena mayor) a menos que el Tribunal Supremo dicte otra cosa. Para poner en contexto esa cifra, cabe decir que el homicidio doloso (matar a alguien con voluntad y conciencia de que se le está matando) está castigado en nuestro código penal con entre 10 y 15 años de prisión. También cabe señalar que, según los estudios de los que disponemos, 15 años es el límite máximo que una persona puede permanecer en prisión sin que las secuelas psicológicas que deja el encierro sean incurables y difícilmente conciliables con su reintegración en la vida social. Es decir, que aun aceptando que haya alguna pena de prisión que pueda no considerarse inhumana, 9 años es una pena elevadísima, y desproporcionada si atendemos a que se ha impuesto por unos delitos de lesiones.

La cuestión está en que, si finalmente no se ha apreciado ningún delito relativo al terrorismo, ¿cómo son posibles unas penas tan altas? La respuesta, como ya han comentado diversos medios, se encuentra en la aplicación del artículo 22.4 del Código Penal, en virtud del cual deben agravarse las penas de los delitos que se cometan por motivos racistas, antisemitas o discriminatorios. El citado artículo reza así:

“[Serán circunstancias agravantes] Cometer el delito por motivos racistas, antisemitas u otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, la etnia, raza o nación a la que pertenezca, su sexo, orientación o identidad sexual, razones de género, la enfermedad que padezca o su discapacidad”.

La aplicación de este agravante implica que, de nuevo, la Audiencia Nacional ha estimado que las lesiones causadas por los acusados a los guardias civiles y sus parejas responden a motivos discriminatorios. Como, de momento, es difícil argumentar que pertenecer a la Guardia Civil sea una raza o una etnia, el tribunal ha aplicado el agravante en su modalidad de discriminación ideológica. Es cuánto menos discutible que el motivo de la pelea en Altsasu tuviera algo que ver con una cuestión ideológica, pero, aun aceptando lo señalado por la Audiencia Nacional, la aplicación del agravante sigue siendo curiosa por dos motivos.

En primer lugar, la ley impone que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (FFCCSE) deben ser neutrales, por lo que deben carecer de ideología, así que cuesta entender cómo se puede discriminar ideológicamente a unos individuos por pertenecer a un cuerpo que por imperativo legal no puede tener ideología. En segundo lugar, se debe observar, como ya habrá hecho cualquier lector avispado, que el agravante, al hacer referencia a diferentes fuentes de discriminación presentes en nuestra sociedad, está tratando de, en teoría, proteger a los grupos que sufren dicha discriminación. Éste es el elemento más relevante en todo este asunto porque nos lleva a preguntarnos ¿Son los FFCCSE un grupo discriminado? ¿Son una minoría a la que haya que brindar especial protección? La respuesta es: rotundamente no. No solo porque no hay ni una evidencia que lo señale, sino porque son los ejecutores del monopolio estatal de la violencia legítima, son parte del ente más poderoso de nuestras sociedades, del todavía mayor centro del poder, son parte del Estado. Si, como dice el jurista Luigi Ferrajoli, el Derecho debe ser la ley del más débil, esto es todo lo contrario, es la sobreprotección del más fuerte.

Este hecho es especialmente aberrante en una democracia no militante como se supone que es España. En teoría, la construcción española protege también a quien la niega o se opone frontalmente a ella. La traducción de esta idea es que se nos reconoce el derecho a oponernos al Estado, incluso se puede entender que tenemos el derecho a odiar abiertamente al Estado. Atendiendo a esto y teniendo en cuenta el inmenso poder que tiene el Estado, es tremendamente difícil justificar jurídicamente esta sobreprotección frente aquellos que lo rechazan u odian.  Pueden caber rechazos morales al odio al Estado, como al odio en general, se puede incluso considerar malvados a aquellos que odian, pero aquí está el quid de la cuestión: el Derecho penal, de nuevo en teoría, no funciona por criterios de bondad o maldad, ni por asuntos netamente morales, sino por el daño o el peligro causados a bienes jurídicos.

Es tentador forzar el Derecho para que castigue aquello que uno considera malvado, de hecho, la tentación es tan grande que, a menudo, los Derechos Fundamentales, otrora escudo frente a los abusos del poder, se tornan molestos impedimentos para implementar esos castigos que se creen justos. Uno de los muchos problemas que tiene este camino es que ningún poder puede poseerse, solo puede detentarse, ejercerlo un breve tiempo antes de perderlo. Y una vez perdido, las herramientas para el castigo quedan libres y dispuestas para que las use a voluntad el nuevo inquilino del poder. Da igual que el “gran peligro” que justificaba estas herramientas desaparezca, ya sé encargará el poder de crear una nueva amenaza que justifique la excepcionalidad, la suspensión de los principios del Derecho. Es decir, mientras haya mecanismos excepcionales para el castigo, podrán encontrarse siempre casos e individuos que justifiquen el recurso a la excepcionalidad.

Una de las consecuencias de esta naturaleza del poder y la excepción son casos como el de Altsasu, en el que un agravante creado para “proteger” a colectivos socialmente discriminados se convierte en una herramienta usada para imponer un castigo ejemplar por una pelea de bar. Y ahí queda la ley, aguardando nuevos refuerzos anunciados desde todas partes, y queda el peligrosísimo precedente que permite usar la “discriminación ideológica” como argumento que permita imponer castigos desproporcionados a aquel que un tribunal considere que actuó movido por el rechazo al Estado o alguna de sus partes. Ahí queda la excepcionalidad convertida en norma.

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