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Las luces y sombras de Barcelona-El Prat

Barcelona-El Prat / JOF

Javier Ortega Figueiral

Las estadísticas publicadas por Aena con los resultados del mes de agosto han sorprendido en el sector aeronáutico y también en el económico y político: por primera vez en la historia se había revertido un podio clásico en el que El Prat tenía más pasajeros que Barajas. Fueron algo más de 100.000 y solamente (de momento) durante un mes, aunque la significación de estos resultados ha preocupado en Madrid y ha hecho sacar pecho a los responsables del aeropuerto y a muchos políticos de Barcelona y Cataluña, aunque en muchos casos no hayan tenido nada que ver con este resultado.

Hay varias claves para este sorpasso histórico en el sector aéreo: el declive de Iberia en su hub, el nervio y potencia de Vueling en su principal base, la caída de demanda turística en la capital de España y el boom de los vuelos desde y hacia Rusia, de los que se ha beneficiado claramente la ciudad catalana, aunque no todo es tan brillante como pudiera parecer, y mucho menos en una época de retraimiento que ha evidenciado algunos excesos y alegrías con instalaciones que ahora son redundantes, sobran o simplemente no se utilizan. ¿Y cómo se ha llegado hasta aquí? Pues tras una larga historia.

Los terrenos donde hoy se levantan las diferentes terminales de pasajeros y carga de El Prat son las mismas que hace casi 100 años vieron despegar el primer avión que unió en vuelo Barcelona y Palma de Mallorca. También es el mismo en el que en 1919 se estableció la primera línea comercial que atravesó España de norte a sur, la de Latécoère, un servicio postal francés que por la velocidad y limitaciones tecnológicas de los aviones de la época tenían que realizar varias escalas en sus vuelos desde Toulouse a Casablanca (en territorio español se eligieron tres campos: Barcelona, Alicante y Málaga).

En los años 20 llegaron a coexistir tres aeródromos diferentes en los mismos terrenos. Desde uno de ellos despegó el primer vuelo Barcelona-Madrid, con el apoyo alemán de la 'Lufth Hansa', germen del famoso puente aéreo. En los años siguientes, buena parte de las rutas Españolas convergían en Barcelona para enlazar con otros vuelos hacia y desde Europa desde ese campo de vuelo. En la siguiente década, ya en plena República y tras la proclamación del Estatuto de Cataluña, el Gobierno central acaba traspasando las competencias de aviación y aeropuertos a la Generalitat, que con mayor o menor acierto y presiones intentó realizar una red aeroportuaria, con su punto central en El Prat, un proyecto que se fue definitivamente al traste con el inicio de la Guerra Civil.

Durante la contienda, el flujo de pasajeros cayó considerablemente y solo aguantaron algunas rutas puntuales. Los vuelos internacionales cancelados se recuperaron con el apoyo de la Italia de Mussolini en 1939, con la ruta Barcelona-Palma-Roma, también regresó Iberia y la nueva Lufthansa, aunque se vio afectada por la evolución de la IIª Guerra Mundial.

A pesar de toda esta evolución del tráfico aéreo comercial, en Barcelona siempre se usaron terminales provisionales y no se levantó una terminal de pasajeros real hasta 1949, año en el que pasaron por el aeropuerto 108.000 pasajeros. Por entonces, el aeropuerto fue bautizado como “Muntadas”, en recuerdo de uno de los dueños de la factoría “La España Industral”, Carlos Muntadas Prim, que como piloto murió en la Guerra Civil mientras combatía con la aviación franquista. Bajo la pequeña torre de control, en el centro de la pequeña terminal fueron instaladas letras A.T.B., acrónimo del pomposo “Aeropuerto Transoceánico de Barcelona”, al empezar a recibirse algunos vuelos con Estados Unidos de la legendaria Pan Am.

El Prat aguantó como pudo el enorme aumento del tráfico aéreo de la década de los 50 y sobre todo los 60 con las mismas instalaciones, pasando de 100.000 pasajeros a dos millones en menos de dos décadas. Para entonces, en 1968 se inauguró una terminal que permitió respirar a compañías aéreas y pasajeros, esa terminal con el característico mosaico de Miró es el que hoy tiene la consideración de terminal 2B. Como la precedente, aguantó encorsetada durante muchos años. La primera ampliación fue en 1974, con la creación de una nueva zona específica para el puente aéreo Madrid-Barcelona-Madrid, operado en exclusiva por Iberia durante los siguientes 20 años.

La concesión de los Juegos Olímpicos de 1992 y el crecimiento continuo de la demanda obligó a pensar en una ampliación de las instalaciones, aunque el por entonces Ministro de Transportes Enrique Barón no creía esas obras urgentes ni necesarias, aunque finalmente se aprobó un plan que mediante concurso acabó adjudicándose al Estudio de Arquitectura de Ricardo Bofill. Aquí apareció una de las primeras faltas de previsión: poco antes se había construido un “bloque técnico” de tres plantas, con fachada acristalada y magníficas vistas sobre la pista, un edificio que acabó siendo totalmente tapado por las nuevas instalaciones del aeropuerto: una rambla de casi un kilómetro de longitud rematada por cuatro grandes triángulos, divididos por destinos. El coste total de las obras ascendió por entonces a 27.000 millones de pesetas (unos 162 millones de euros), sin incluir la nueva torre de control, que no se pudo terminar a tiempo para atender el pico de demanda de los Juegos, para los que si estuvieron listas las terminales A, B y C, estéticamente intachables, aunque con la elección de algunos materiales más propios de un hotel de lujo que de un aeropuerto.

Con diferentes ampliaciones, El Prat afrontó su crecimiento post-olímpico, una etapa en la que la ciudad supo venderse bien y aprovechó el rebufo de los Juegos para convertirse en un destino muy deseado. Prueba de ello es que si en 1993 pasaron por el aeropuerto casi 10 millones de pasajeros, diez años después esta cifra llegó a los 22,7 millones. Para entonces ya se puso en marcha el llamado “Plan Barcelona”, creado para mejorar y ampliar en lo posible las instalaciones existentes, la construcción de una tercera pista y en una segunda fase, la edificación de una nueva e inmensa terminal con un edificio satélite.

El caso es que mientras se construía la nueva terminal, también se ampliaron las instalaciones existentes, como si la demanda fuese a crecer indefinidamente y la apertura de un nuevo y flamante edificio no fuese a robar la mayor parte del tráfico existente, como así ocurrió. Tanto en la gestora, en las constructoras, operadoras e incluso los medios de comunicación existía sensación generalizada de que todo era infinito y nadie, en ningún momento, parecía dar la voz de alarma o cuanto menos de atención de que todo son ciclos y no era creíble un crecimiento continuo mes tras mes y año tras año... pero se hizo.

Así, el 16 de junio de 2009, el presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, el ministro de Fomento José Blanco y el presidente de la Generalitat José Montilla inauguraron una nueva terminal, también obra del estudio Bofill de arquitectura, en la que se invirtieron 1.258 de euros, más de una tercera parte del gasto de todo el llamado “Plan Barcelona” (algo más de 3.000 millones de euros).

La T1 soñada y la T1 real

A principios de este siglo, las primeras presentaciones públicas del proyecto de la nueva terminal (por entonces “terminal sur”) en los diseños aparecían aparcados alrededor de este edificio dibujado, un buen número de aviones de Iberia, y es que por entonces las compañías de bajos precios aún no habían hecho el gran desembarco en España e Iberia tenia aún en mente hacer de Barcelona su segundo gran hub, un proyecto, que según confiesan algunos antiguos directivos de la compañía a este diario, se vio truncado por el apoyo económico de algunos gobiernos (en clara alusión a la Generalitat con Ryanair en Girona y Reus) que afectó claramente a la demanda y percepción de precios de los pasajeros. A esto cabe añadir la aparición de la compañía barcelonesa Vueling, la posterior incorporación de Clickair (respuesta directa de Iberia a la anterior, que acabó integrándola) y la progresiva desaparición de Iberia en Barcelona replegándose casi absolutamente en el hub de Madrid. De hecho, actualmente Iberia vuela exclusivamente entre Barcelona y Madrid, tanto sirviendo al puente aéreo como alimentando sus vuelos de largo radio. Ante esa situación, con un crecimiento exponencial de las “low cost”, Air Nostrum, franquiciada de Iberia que tenía un importante proyecto de conectividad para Barcelona, también se ha ido retirando del aeropuerto y su presencia es ahora testimonial.

Finalmente fue la hoy desaparecida Spanair la que tuvo el privilegio de inaugurar la T1 en un día de tensión y nervios por el estreno (Aena tomó buena nota de la inauguración de la T4 en Madrid para corregir algunos errores) y todo salió a la perfección. Las primeras compañías en operar allí fueron Spanair y sus socias de Star Alliance, meses después se incorporó Oneworld (la alianza de Iberia, y British, además de la compañía Vueling) y en una tercera fase se trasladó desde las antiguas instalaciones a las nuevas la alianza SkyTeam (Air Europa, Air France y sus socias comerciales).

Esta mudanza en tres fases hizo que las terminales del 92 quedasen prácticamente vacías, los diferentes aparcamientos en altura que se construyeron paralelamente a la nueva terminal por lógica nunca se llenaron y hasta que Ryanair no acabó desembarcando en la actual T2, la imagen de un aeropuerto que había manejado más de 30 millones de pasajeros, ahora tiene espacios de sobra, terminales enteras casi sin uso y zonas de embarque clausuradas hasta que remonte la demanda en un futuro a medio plazo.

Uno de los contrastes más chocantes está también en el volumen de pasajeros, la cantidad de empleados de la instalación y la carencia de un transporte público de calidad: el tren solo llega hasta una zona alejada de la antigua terminal y desde la apertura de la nueva terminal se le espera; los andenes están preparados en una planta subterránea, pero no hay fecha para que Adif ponga en funcionamiento las vías, del mismo modo que la línea 9 del metro de Barcelona, uno de los proyectos más ambiciosos del gobierno autónomo catalán, aún está por ver cuándo llegará al aeropuerto. De momento, la única opción para llegar directamente a la flamante T1 es un autobús de una empresa privada a un precio que no es precisamente económico, o bien optar por taxis o el vehículo particular y aparcarlo en una instalación gestionada por Saba-Abertis.

La T1 se inauguró en plena crisis: verano de 2009. Por entonces, a pesar de los excesos que se cometieron al construir dos terminales sin la demanda suficiente para ello, hubo una concienciación de que el crecimiento no iba a ser infinito, y se renunció a levantar una nueva terminal, en forma de satélite, entre las pistas y unida a la T1 por un ferrocarril subterráneo. Cuando aún las constructoras creían que esa obra iba a llevarse a cabo, el consejo de administración de la gestora aeroportuaria renunció a que El Prat creciese más. El aeropuerto es hoy más que suficiente para la demanda actual y la futura. Con las instalaciones actuales, ambas terminales pueden atender holgadamente a más de 50 millones de pasajeros al año. En 2012 pasaron por ambas 35 millones (la mayor parte, por la T1). Si se hubiera construido el edificio satélite, se hubiera llegado a una capacidad de 70 millones, una cifra enorme con la que se soñaba en una época en que el combustible no estaba por las nubes y el tren de alta velocidad aún no había arañado un buen trozo de los clásicos pasajeros del avión.

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