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La estafa del prisionero español: así nació el 'spam' en pleno siglo XIX

Los primeros correos 'spam' se enviaban por carta

Lucía Caballero

Quieres alquilar tu piso, así que cuelgas un anuncio en cualquiera de las plataformas de internet habilitadas para ello. Un buen día, abres el correo y entre la lluvia de mensajes con motivo de la oferta te llama la atención uno escrito en inglés. “Hello Dear”, comienza. El remitente dice que está muy interesado en tu propiedad. Utiliza un lenguaje enrevesado, lleno de frases que no concuerdan.

Dice ser un veterano de guerra estadounidense que reside en Afganistán y quiere esconder en tu casa nada más y nada menos que 18,2 millones de euros. El dinero lo obtuvo de sus inversiones en petróleo en Irak. No puede llevárselo a Estados Unidos y piensa mudarse pronto a España. Si accedes a esconder su tesoro, te llevarás el 20%. Suena a milonga, ¿no?

Se trata de una de las modalidades de la llamada 'estafa nigeriana', una extendida forma de correo fraudulento o 'spam''spam'. El militar puede transformarse en un pariente desconocido, una señorita que ofrece su inocente amistad o alguien que te notifica un premio de la lotería (aunque nunca hayas jugado). Todas acaban igual: quien debe apoquinar es el destinatario del correo.

El nombre del timo proviene de otra versión, en la que una supuesta compañía de un país africano promete transferir grandes cifras a la cuenta del elegido, pero las primeras versiones del 'spam' no salieron de ese continente, sino - al menos en teoría - de tierras españolas. Llegaban en sobres lacrados y seguramente viajaban en diligencia, porque se remontan al siglo XIX. Lo llamaban por aquel entonces ‘fraude del prisionero español’.

Batallas y más batallas

Entre 1808 y 1814, la Guerra de la Independencia Española enfrentaba a nuestro país con la Francia napoleónica. Después vinieron las tres entregas de las Guerras Carlistas (1833-1840). Mientras los soldados de la península blandían sus espadas sin tregua, los timadores se dedicaban a sacar partido de la desgracia ajena. Escribían cartas fingiendo ser uno de los muchos encarcelados que pedían ayuda desde sus celdas a aquellos buenos señores extranjeros que quisieran librarles de su injusta condena.

Algunas pruebas del fraude en forma de epístolas pueden encontrarse en los Archivos Nacionales británicosArchivos Nacionales británicos. Durante décadas, las islas del norte de Europa fueron blanco de todos esos delincuentes del papel, que, como demuestran los documentos, muchas veces ni siquiera eran españoles. Incluso residían en el mismo estado que sus objetivos. Y, por si cabe alguna duda, las misivas están en un anticuado pero correctísimo inglés.

Carta de Luis Ramos, 1905 (Haz clic para ampliar)

Un ejemplo es la correspondencia intercambiada en 1905 por un tal Luis Ramos y Paul Webb, un tendero londinense. Con palabras rimbombantes y letra cursiva, Ramos explica en la primera de las cartas que es un preso político. Había sido secretario privado del general Martínez Campos durante la “última guerra cubana”. Después de que el mandatario fuera sustituido por Valeriano Weyler, se unió a la resistencia y huyó finalmente a Inglaterra con su patrimonio; según él, valorado en 37.000 libras.

La imaginación del presunto prisionero Ramos no acaba ahí. Cuando su esposa murió, decidió regresar a casa para cuidar de su pobre hija, Mary, no sin antes ingresar su dinero en un banco inglés (para aligerar los bolsillos durante el viaje). Lamentablemente, fue capturado en Barcelona y acabó entre rejas sin ver a su retoño. Y por si faltara drama en la historia, cayó enfermo de un mal que seguro le provocaría un “final breve y fatal”.

Toda la parafernalia terminaba con una petición mucho más concisa: suplicaba a Webb que le enviara una cifra suficiente para proteger a su hija y liberar su equipaje confiscado, donde guardaba secretamente el recibo del misterioso banco inglés. Comenzó entonces un baile de cartas.

El tendero escribió a Jean Richard, el presunto carcelero del remitente, para cerciorarse de la información, pero recibió a cambio otra misiva de Ramos haciendo hincapié en su inminente defunción y el miedo que sentía por Mary. Además, advertía a Webb que no debía de ninguna manera alertar a las autoridades españolas o inglesas. A esta siguieron otras cartas, en las que aseguraba sentir la muerte cerca y haber nombrado a Mary su única heredera, y a él, su guardián.

Esquela y certificado de fallecimiento (Haz clic para ampliar)

Como el tendero no contestaba, Richard (el carcelero ficticio) le comunicó un mes después que Ramos había muerto de hepatitis. Y dejaba todo bien atado: la misiva iba acompañada por un certificado de defunción, una esquela en la prensa y una copia del testamento del prisionero. Le pedía también 59 libras por el preciado equipaje. Sin embargo, Webb no cayó en la trampa y entregó la correspondencia a la policía.

Los despistes del farsante

Ramos continuó en su empeño con otras víctimas, aunque con meteduras de pata constantes. Escribió a William Topley, un empresario muerto. Mary Bates llevó una carta a Scotland Yard dirigida a su marido, que también había pasado a mejor vida. A Harry Robertson le cambió el orden de su nombre y apellidos por Robertson Harry.

Pero hubo quien se dejó engañar por el insistente prisionero español. Margaret McAllister le envió un cheque de 60 libras. George y Mary Sophia Vooght terminaron por mandar 115 libras a Álvaro de Guzmán, encarcelado en Murcia durante veinte años. Por supuesto, también tenía una hija desvalida a la que ayudar y proteger.

Muchos de los documentos acabaron en la embajada británica en Madrid y en manos de las autoridades españolas, que no podían hacer nada por los defraudados ni para encontrar a los defraudadores. Llegaron a la conclusión de que los timadores debían ser empleados de correos, porque interceptaban las cartas de sus víctimas antes de que llegaran a ninguna cárcel.

La prensa ibérica también reflejaba la tendencia, denominada en este caso “timo del entierro”. El delincuente prometía a su víctima un tesoro oculto bajo suelo, exigiendo a cambio una suma considerable para conseguir los planos del escondrijo. Sin embargo, parece ser que aquí ya estaba superado y nadie se dejaba seducir por la trama. Los incautos eran los extranjeros. Los prisioneros se transformaban en tesoreros militares que huían con los fondos, los escondían y justo después acababan en prisión.

En un periódico de 1987, los periodistas informan del descubrimiento de una guarida de timadores que actuaban como si regentaran un negocio completamente lícito. “Llevaban sus libros de cuentas y no dejaban de copiar una sola de las infinitas cartas que mandaban a distintas personas del extranjero, proponiéndoles un gran negocio”, señala el texto. Tenían además fotografías de “una niña muy mona”, que se suponía era la hija de un general, interna en un colegio de Badajoz. La única que podía acompañarles a desenterrar el botín. Pero antes había que sacarla de la institución, billete en mano.

Si estas primeras cartas falsas son las predecesoras del ‘spam’ moderno, uno de sus agravantes en Gran Bretaña puede considerarse el pasado de las redes sociales. La publicación ‘Who’s Who’ (‘Quién es quién’), editada anualmente desde 1897, es una especie de directorio donde figuran las biografías y datos personales de “todo el que es alguien” en el país. Una versión impresa de Facebook que todavía existe, ahora también ‘online’. Allí, los delincuentes encontraban a sus víctimas servidas en bandeja.

Entre los años 30 y 40, los remitentes eran también mejicanos: la policía londinense recogió varias misivas de un tal Vicente Olivier que intentaba sacarle los cuartos a la ‘crème’ de la ‘crème’ de la sociedad inglesa de la época.

Olivier se había modernizado. Ya no utilizaba una pluma para redactar los textos, sino una máquina de escribir. Además, gracias a la fuente inagotable de nombres y direcciones que le proporcionaba ‘Who’s Who’, no enviaba cartas a fallecidos. Ramos tuvo que basarse en esquelas e información que encontraba en la prensa.

Así, pasaron los años y los nombres: del timo del entierro al del prisionero, de las cartas a mano a las escritas a máquina, hasta la llegada del siglo XXI. Del triste reo se ha pasado a un nigeriano, un militar o una chica amistosa. De las máquinas de escribir a los ordenadores y de los buzones a las bandejas de entrada. El fraude nunca se destruye, solo se transforma. Al menos ahora tenemos filtros 'antispam'.

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Las imágenes de este reportaje son propiedad, por orden de aparición, de Gajman, La Vanguardia, y Archivos Nacionales británicos

En una versión previa de este artículo, el siglo en que se produjeron los acontecimientos se consignaba de forma errónea en el titular y la entradilla. No se trata del S.XVIII, sino del XIX.

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