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La muerte del rey Abdalá no traerá cambios a Arabia Saudí

El nuevo rey saudí Salman con François Hollande el 1 de septiembre.

Leila Nachawati

“El rey reformista”, “el rey moderado” y “el rey que trajo la estabilidad a Arabia Saudí” son algunos de los adjetivos con los que se describe estos días a Abdalá bin Abdelaziz Saud, tras su muerte el 23 de enero. Sin embargo, y a pesar de ciertas reformas cosméticas, en lo fundamental la monarquía saudí se ha mantenido fiel a su esencia desde su ascenso al poder en 1932. Represión de cualquier forma de disidencia dentro de sus fronteras, avance de la hegemonía suní en la región, y fuertes lazos económicos con Estados Unidos y sus aliados continúan siendo los tres pilares que la sostienen.

Un alto cargo saudí se mostraba recientemente sorprendido por la reacción internacional ante la flagelación del bloguero Raif Badawi. “No entiendo el revuelo. Lo hacen en Irán, lo hacen en Afganistán...”, decía, reafirmando la legitimidad del castigo público a quienes cuestionan la autoridad religiosa. Un castigo que coincide con los que aplica Daesh, el autoproclamado Estado Islámico, o ISIS, contra el que Arabia Saudí ha lanzado, junto con EEUU y otros países del Golfo, una campaña militar para “detener el avance del extremismo en la región”.

Los paralelismos entre la autoridad saudí y Daesh tienen sus raíces en el wahabismo, una secta ultraconservadora suní que propugna una lectura literal del Corán, y desprecia las innovaciones y desarrollos posteriores a las primeras generaciones del Islam. La alianza entre el wahabismo y la familia Saud que gobierna Arabia Saudí se remonta a hace más de 200 años.

En su aplicación práctica, el wahabismo en Arabia Saudí sirve a un programa que reprime cualquier forma de disidencia en lo doméstico. En cuestión de derechos y libertades, el control de la monarquía se ha mantenido prácticamente inamovible durante décadas. Las reformas que se asocian al rey Abdalá, como la eliminación del beso en la mano al monarca durante las recepciones oficiales, no han pasado de ser gestos simbólicos, un guiño más dirigido hacia el exterior que a la propia sociedad saudí.

La homosexualidad se castiga con la cárcel, el castigo público o la muerte, al igual que el delito de adulterio. Las mujeres continúan sometidas a la tutela de los hombres y necesitan autorización para viajar, adquirir propiedades o conducir. A pesar de que las reformas no dejan de anunciarse desde hace años, el sector más conservador no ha dejado de imponerse y Arabia Saudí continúa siendo el único país del mundo en el que las mujeres tienen prohibido conducir.

Arabia Saudí continúa teniendo uno de los peores historiales en materia de derechos humanos y es considerado por organizaciones internacionales como “uno de los estados más represivos”. Una represión que se manifestó con crudeza durante las protestas populares de 2011, mediante la detención y tortura de activistas y la inyección de grandes cantidades de dinero a la sociedad saudí. Por esa capacidad de frenar las protestas populares, Abdalá recibe estos días elogios en medios occidentales con titulares como “el rey que sobrevivió a la Primavera Árabe”.

ISIS, una expresión indomesticable del wahabismo

Y si en la aplicación práctica cuesta distinguir los principios que rigen la monarquía saudí de los de ISIS, ambos compiten también en su agenda de expansión regional. Las declaraciones oficiales saudíes de compromiso con “la lucha contra el extremismo” contrastan con el extremismo promovido por la propia monarquía para avanzar la hegemonía suní en la región frente al poder chií, cada vez más reforzado, que representa Irán. El apoyo de Arabia Saudí a la monarquía de los Jalifa en Bahréin es una de sus expresiones más claras.

El respaldo de Arabia Saudí al extremismo, a la vez que dice luchar contra él, se muestra también en su financiación de movimientos ultraconservadores salafistas en la región para contrarrestar la influencia de los Hermanos Musulmanes, mucho más proclives a introducir reformas. Por su campaña contra los Hermanos Musulmanes, Riad ha apoyado el golpe de estado de Abdel Fatah Sisi en Egipto para impedir cualquier avance reformista liderado por otras facciones religiosas en la región. En palabras de Ignacio Álvarez-Ossorio, “Arabia Saudí capitaneó el frente contrarrevolucionario ya que una eventual democratización del mundo árabe era contemplada como una amenaza existencial”.

El propio ISIS es, de hecho, una nueva expresión de los deseos de expansión wahabíes. Una expresión “indomesticable”, que se ha hecho fuerte en el contexto de impunidad y caos desatado en Siria e Irak, y que Arabia Saudí ya no logra controlar. Si los gobiernos de Siria e Irak han sido fundamentales en crear el caldo de cultivo que ha hecho florecer al autoproclamado Estado Islámico, Arabia Saudí ha sido decisivo en su crecimiento y expansión.

El discurso de ISIS necesita del wahabismo de Arabia Saudí para reafirmarse como puro, frente a la corrupción y los lazos de la monarquía saudí con Occidente. Es esa naturaleza purista, esa ruptura de los lazos con las potencias occidentales, lo que diferencia a la autoridad saudí de la de ISIS. No el carácter extremista y la intolerancia hacia otras formas de practicar el Islam, que están en la raíz de ambos.

En su primer discurso como rey, Salman bin Abdulaziz hizo referencia al caos desatado por ISIS en Oriente Medio y a la importancia de la unidad regional e internacional contra el extremismo, unas declaraciones que dejan clara la intención de recrudecer la campaña militar iniciada junto a EEUU por su predecesor. Y si en lo internacional la postura saudí se mantendrá, es difícil imaginar que en lo doméstico vayan a producirse cambios significativos en los próximos años.

La edad y el propio rostro del nuevo monarca, apenas distinguible del anterior, son un fiel reflejo de los cambios que cabe esperar del Estado saudí bajo el reino de los Saud.

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