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Opinión - El problema de los tres gorros. Por Elisa Beni

The Guardian en español

Esta es la historia de los sureños blancos que han cambiado de opinión sobre el racismo

Simbología confederada en EE.UU.

Donna Ladd

Jackson, Mississippi —

La primera canción que Krista Hinman aprendió a tocar en el piano fue Dixie, el himno de facto del ejército sureño durante la Guerra de Secesión. Aprendió esta canción de juglar que se convirtió en el himno de la esclavitud durante su infancia en Southaven, Mississippi, un suburbio predominantemente blanco de Memphis, Tennessee.

“Crecí haciendo actividades de blancos”, explica Hinman, una camarera de 44 años, en el jardín trasero de su apartamento en Jackson, la capital de Mississippi, una ciudad habitada predominantemente por negros. Durante su infancia, el Ku Klux Klan, una organización racista que más tarde se volvió a movilizar para aterrorizar a los negros durante el movimiento por la defensa de los derechos civiles, prácticamente no existía. A pesar de ello, el que fue su vecino durante la década de los setenta era miembro de esta sociedad secreta.

¿Ella era racista? “Sí”, reconoce Hinman. Nacida en 1974, reconoce que a menudo pronunciaba la palabra “negrata” con desprecio y le divertía compartir chistes racistas con sus amigos. “Estaba muy convencida. Me creía toda esa historia de la 'herencia' y demás”, señala.

Solía recitar tropos revisionistas de la guerra civil que se habían ido perpetuando en los libros de texto sureños, como los que afirmaban que la Guerra de Secesión nada tuvo que ver con la esclavitud, que la guerra fue un alzamiento valiente contra la tiranía del norte, que los esclavos eran felices y adoraban a los “señoritos” a los que servían hasta que 'los yankees del norte' les comieron el cerebro. También defendía la bandera y los monumentos de la Confederación.

Los padres de Hinman no querían que pronunciara la palabra “negrata” o que hiciera bromas racistas en casa. A pesar de ello, de niña, cuando miraba el programa de televisión In the Heat of the Night, le gustaba decir que cuando fuera mayor tendría un novio negro, para hacer rabiar a su padre. “[Si tuvieras un novio negro] Te daría una patada en el trasero de tales proporciones que volarías hasta Nueva York y volverías”, exclamaba el padre. Desde las reacciones violentas en el contexto de la lucha por los derechos civiles de los sesenta, muchos sureños blancos mostraron un código racial algo confuso. “Mi padre no creía en un racismo total”, recuerda Hinman, “pero no invitabas a negros a casa”, añade.

Ya de veinteañera, cuando estudiaba en la Universidad de Mississippi, sus valores cambiaron. Hizo amigos progresistas. Su amiga Kiki le explicó cómo era vivir en el barrio negro de la ciudad universitaria, donde los blancos no iban prácticamente nunca y donde los niños tenían escasas oportunidades de progresar. Hinman entendió que el racismo no era solo una sucesión de motes sino la negación sistemática de un trato igualitario y equitativo en las escuelas, en el lugar de trabajo, en política, en el acceso a la vivienda y la salud pública; en definitiva, en el día a día.

Hinman se percató de que muchos blancos son propensos a creer mentiras sobre los negros, como que son biológicamente inferiores, más proclives a delinquir y menos trabajadores. “Tiene que ver con un sentimiento de superioridad”, indica: “puedo vivir en una caravana en Tchula, Mississippi, pero de algún modo puedo seguir afirmando que soy mejor que ellos… este sentimiento de superioridad ha justificado actos horribles”.

En la actualidad, forma parte de un grupo cada vez más numeroso de blancos de Mississippi de distintas procedencias y deseosos de compartir la mala educación racista que recibieron de niños con la esperanza de que la verdad salga a la luz y las tensiones disminuyan. Ahora está convencida de que la bandera de Mississipi y las estatuas de la Confederación son un recordatorio de esa opresión. “Es importante que sean retiradas”, afirma. Paradójicamente, Mississippi es probablemente el lugar con más diálogos raciales del país, al menos per capita.

La historiadora Susan Glisson, de 50 años, desempeñó un papel clave para que el estado reconociera públicamente su pasado racista cuando ayudó a crear un foro en la Universidad de Mississippi en 1997, en el contexto de una iniciativa impulsada a nivel nacional por el entonces presidente Bill Clinton. Ese esfuerzo dio paso al Instituto William Winter para la Reconciliación Racial, que diseñó un formato de diálogos y mesas redondas con personas de diferentes razas y creencias.

“No empezamos los debates hablando de racismo”, indica Glisson. “Empezamos desde la noción de un ser humano que reflexiona sobre quién es, sus valores. Intentamos tender puentes de confianza”. Solo si se tienden estos puentes es posible poner en contexto 500 años de historia de racismo y derribar creencias que han permitido seguir justificando las actitudes supremacistas de los blancos años después de poner fin a la esclavitud. “No es un modelo basado en culpar y avergonzar”, indica Glisson en referencia al enfoque de estos encuentros. Es necesario que los blancos, incluso los progresistas que creen que tienen los valores correctos, vengan y escuchen. “Realmente es importante que los blancos reflexionen con otros blancos”, señala.

La gente no se queda de brazos cruzados

Glisson aplaude el rechazo público que causaron los supremacistas blancos que se manifestaron en Charlottesville en 2017. “Esos cabrones perdieron sus puestos de trabajo”, indica con un gesto de aprobación, recordando que en décadas pasadas la población se limitaba a observar, grabar imágenes y a no hacer nada. Sigue invitando a los racistas a los diálogos, sin reproches o insultos, ya que cree que esta actitud no propicia el entendimiento y un cambio de mentalidad. “Tenemos que hacer ambas cosas de forma inteligente”, indica y recuerda las amistades políticas de Hannah Arendt. Cree que es una simple cuestión numérica y que cuantos más racistas cambien de opinión, menos personas se verán perjudicadas por sus acciones o por medidas políticas racistas.

Bob Fuller, de 56 años, trabajaba como director de una escuela de secundaria situada cerca de Starkville, cuando tuvo una revelación. Dos profesores negros se apellidaban Coleman, como un antepasado suyo esclavista. “Mis antepasados eran los amos de sus antepasados”, pensó horrorizado.

Cinco generaciones de la familia Fuller han trabajado el campo en el condado de Winston, situado en el este central de Mississippi, donde ahora él vive junto a su esposa e hijos. La mayoría eran granjeros y madereros, pero los antepasados de Coleman poseían esclavos. “Los habitantes de Iowa no tienen este tipo de pasado”, indica sentado en un sofá de piel, en una casa de campo que construyó en un terreno de su familia, y rodeado de libros sobre la historia del estado, arte, folk y una serie de banderitas tibetanas. Su esposa, Allison Stacey Parvin, es pastora en una iglesia metodista situada cerca de su casa.

“Fui un niño supremacista blanco. Pensábamos que éramos mejores que los negros”, reconoce. Cuando Fuller estudiaba tercero, el Tribunal Supremo de Estados Unidos obligó a las escuelas que todavía separaban a los estudiantes en función de su raza a cambiar de política. Sin embargo, los autobuses siguieron discriminando a los negros durante algunos años más, de hecho su autobús pasaba de largo y no recogía a los niños negros que esperaban en una parada. En las clases de historia de Mississippi que tomó en 1976 todavía no se mencionaban a los activistas que habían conseguido transformar el estado doce años antes. “En clase nunca se habló del movimiento en defensa de los derechos civiles”, señala.

Solo cuando entabló relación con profesores y familias negras cambió de mentalidad. Fue entonces cuando decidió enfrentarse a la verdad y estudió la historia de los estados sureños. “La guerra civil sí tuvo que ver con la esclavitud pero los libros de texto endulzaron la historia”, indica. Añade que “era una lucha de ricos contra pobres”.

“Como ahora”, subraya Fuller, puntualizando que hay un “esfuerzo consciente” para que los blancos y los negros de clase trabajadora no se unan políticamente a pesar de que comparten intereses: “Se le llama estrategia sureña”. Con esta afirmación, Fuller hace referencia a unas alianzas políticas de la década de los 60 que propiciaron que los republicanos blancos hicieran comentarios racistas sobre los delitos cometidos por “los negros y las madres que reciben ayudas del estado” para que los sureños blancos se hicieran de derechas. “No quieren que estemos unidos” afirma Fuller, refiriéndose a los blancos y negros de clase trabajadora.

Como director de un centro educativo, Fuller decidió ondear la bandera de Estados Unidos en vez de la del estado de Mississippi, que incluye motivos de la Guerra de Secesión. No tuvo problemas hasta que un padre, oriundo del estado de Virginia, se percató. “¿Por qué no ondeas la bandera?, preguntó ¿No lo dice la ley del estado?”. El hombre informó a la oficina central del distrito, que confirmó que la escuela debía ondear la bandera de Mississippi. Fuller se negó e indicó que un trabajador de la oficina central del distrito tendría que desplazarse diariamente hasta la escuela e izarla.

Robert Brown se sienta frente a Fuller, en un sofá de piel idéntico, con los brazos cruzados. Brown es negro y conoció a la mujer del director de escuela, Parvin, después de que en 2014 un tornado causara graves daños en la zona del condado de Winston donde viven muchos afroamericanos. El balance fue de diez muertos y muchas casas destruidas.

Brown, de 44 años, hijo de un contrabandista, luego adoptado por una mujer negra que lo educó para que quisiera progresar. Ahora es dueño de la barbería Straight Line. Sin embargo, y al margen de su éxito actual, Brown desearía haber ido a la universidad. Tuvo una educación autodidacta, en especial en lo referente a la historia de su estado. Siempre que tiene ocasión, le gusta explicar a los blancos qué connotaciones tienen los emblemas de la Confederación para los negros.

“He sido un rebelde toda mi vida”

Protestó por el hecho de que se ondeara la bandera del estado en un acto en recuerdo de las víctimas del tornado en el que habló el gobernador de Mississippi. Intentó, sin éxito, convencer al ayuntamiento para que no izara la bandera en edificios públicos. “He sido un rebelde, un radical, toda mi vida”, afirma con calma. Sin embargo, la masacre de Charleston, en la que un joven supremacista blanco, Dylann Roof, mató a nueve personas, lo sacudió. “Murieron nueve feligreses en Carolina del Sur y eso fue el detonante”, dice. Parvin lo apoyó. “Muchas personas, como Stacy, me dijeron que estaban orgullosos de mí y que me apoyaban al 100%”.

Brown explica que algunos afroamericanos a menudo le preguntan: “¿Por qué te preocupas por ese trapo?”. “Los símbolos son una manera de hacerte saber subliminalmente quién manda, quién tiene el control”, responde. La bandera y la estatua confederada que se encuentran en medio de una intersección en la cercana Louisville, cerca de su barbería, le dicen a la gente negra que todavía son sirvientes. Es por este motivo que no deberían estar en lugares públicos.

Brown todavía recuerda cómo un profesor de la escuela pública para los estudiantes negros lo intentaba convencer de que la guerra civil no tuvo que ver con la esclavitud sino con la situación económica. “Señor, –le contestó Brown– fue sobre la economía de la esclavitud y las espaldas de los trabajadores negros”.

Fuller puntualiza que “la sangre, el sudor y las lágrimas” de los esclavos africanos levantaron el país. “Son la base de la riqueza de Estados Unidos, no admite discusión”, concluye.

Cuanto terminan de hablar, Fuller y Brown hacen planes para cenar con otras personas que comparten sus ideas. Para Fuller, los esfuerzos por terminar con el supremacismo de los sureños blancos, y de los estadounidenses blancos en general, “es un maratón”, dice Fuller sobre el fin de la supremacía blanca en el sur y en Estados Unidos: “El testigo del legado se nos pasa a nosotros”. “Ojalá ya se hubieran sentado a hablar hace 20 años”, agrega Brown.

Laurie Myatt, de 49 años, vive en un suburbio de Jackson. Recientemente se percató que nunca ha compartido mantel en una casa con una persona negra. “¿Es un buen ejemplo de que no se ha avanzado mucho, no?”, se pregunta. Ella ya no vive en la sociedad cerrada de mente de la zona rural de Raleigh, Mississippi. Hace tiempo que se fue del condado de Smith, donde la palabra “negrata” sigue siendo común, y desde hace años tiene un círculo más extenso de amigos y con ideas más abiertas.

“Repites tus creencias y pronuncias la palabra 'negrata' hasta que te formas una opinión”, explica sentada en el salón de su casa, frente a una pared cubierta de cruces. “Era algo común. No es algo de lo que me sienta orgullosa”.

Myatt comenzó a reflexionar sobre sus ideas en torno al racismo y a la bandera de la Confederación después de leer un artículo publicado en The Guardian sobre los habitantes de Mississippi que todavía defienden determinados símbolos y creencias. Contactó con un amigo ingeniero negro que le explicó el dolor que le causó ver a un niño blanco con la “bandera rebelde”, la Navy Jack, en su vehículo. Luego preguntó a amigos blancos con una educación similar qué sentimientos les provocaba la bandera. “Lo cierto es que este tipo de símbolos no me molestan”, le dijeron.

Como muchos otros habitantes blancos de Mississippi, la infancia de Myatt estuvo marcada por las retorcidas intrigas de los supremacistas blancos, creando confusión sobre si huir o adaptarse, si avergonzarse y callar, o si dar un paso al frente para desmantelarlas. Su padre dirigía una fábrica de ropa y cuando ella era pequeña el hombre ya contrataba a blancos y negros por igual. Pero también recuerda haberse encontrado con una antigua empleada de la limpieza de su familia en un supermercado; emocionada, la mujer negra la levantó en el aire y la besó. La muestra pública de afecto enfureció a la madre de Myatt, una profesora de historia que dejó su carrito de compras en el pasillo, agarró a sus hijos, se los llevó a casa y les lavó la cara.

Myatt, que se describe como “una persona muy conservadora”, votó a Donald Trump pero está descontenta con su gestión. “Cada día que pasa parece más idiota”, indica: “No está uniendo a los ciudadanos, los separa”. Le gustaría ayudar a otros blancos a deshacerse de falsas creencias sobre la inferioridad de los negros. “Te limitas a creer lo que te enseñan, lo que ves, hasta que ves algo más y te das cuenta de que esto no está bien”, dice.

Traducido por Emma Reverter

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