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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

Con Dios y con el diablo

El Papa Francisco junto al presidente de Perú, Pedro Pablo Kucyznski. Foto cedida por el periódico Correo del Perú

Gabriela Wiener

Si yo fuera un poco como Juan José Millás podría escribir sobre esta foto. Podría decir que los vientos no corren a favor del Papa. O que corren a favor de su ceguera. Hablar de todo lo que no quiso ver Bergoglio mientras le besaban las manos unos niños peruanos. O de la sombra de cuernos satánicos que proyecta en la pared el soldadito de plomo de atrás y con la que conversa el Presidente del Perú, tan en las nubes, dando la espalda a la realidad, porque la aureola se ha convertido en capirote, la sonrisa en máscara y él mismo en su propio espectro.

Esta es la foto: El Papa acusado de encubrir pederastas se encuentra con el Presidente que acaba de indultar a Fujimori, un exdictador condenado por crímenes contra los derechos humanos. Ambos pasan por un bajón de popularidad. El primero no llenó las misas en Chile. El segundo tiene 20 por ciento de aprobación en las encuestas. No hablan de ello, pero se sirven mutuamente para llenar algunas plazas, algunas iglesias con palabras rimbombantes, como reconciliación o paz. Se lavan la cara juntos, maquillan el crimen, la desgracia, la pobreza. Pero también el paisaje de la indolencia para que no pueda verse desde el Papamovil: en el barrio que lleva el nombre de la ciudad donde nació Bergoglio, Buenos Aires, al norte del país, en Trujillo –una zona golpeada por las lluvias y desbordes y que en un año sigue igual de abandonada por el Estado–, solo se ha asfaltado la vía por la que va a arrastrar su sotana. Todo lo demás se ha cubierto con láminas de madera y plástico, para esconder lo destrozado y mísero que está.

En esta foto, aunque no se ven, también están todos los daños que no han sabido reparar sus protagonistas. Los materiales y los simbólicos. Los de las víctimas de Fujimori. Los de las víctimas del clero pedófilo y sus encubridores. Más tarde, el obispo sodálite José Antonio Eguren ofrece el solemne discurso de bienvenida al santo padre. Eguren es uno de los nombres envueltos en el mayor caso de abusos sexuales contra menores dentro de una congregación religiosa en el Perú, la de los Soldalicio de Vida Cristiana, fundada por Luis Figari, acusado de múltiples abusos y quien, por cierto, también está libre y dándose la gran vida en Roma.

Pero el “papa progre” se vuelve a poner el capirote sin ojos. Como ya hizo en Chile, donde pidió pruebas de la complicidad encubridora de Juan Barros, y dijo ver para creer. ¿Y las pruebas de la existencia de Dios? Porque a él, a diferencia de a sus acólitos, parece que no le basta con la fe, ni con la empatía. “Francisco, aquí sí hay pruebas” podía leerse en un cartel en alguna calle de Lima.

“Cambiar apariencias para que nada cambie”, escribió Martín Caparrós sobre la función del Papa argentino, que sufre “los límites del populismo: por más que lo intentes, es difícil quedar bien con Dios y con el diablo”. Un día dice que “no podemos naturalizar la violencia contra las mujeres” y al día siguente ante decenas de monjas –diecinueve de ellas, que nunca serán sacerdotes, se han encargado como sus siervas de vestirlo, alimentarlo y hacerle la cama durante su estadía– les señala con el dedo acusador y advierte que “ser una monja chismosa es ser una terrorista peor que los terroristas de Ayacucho (en donde surgió el grupo armado Sendero Luminioso); ya saben hay que morderse la lengua”.

El Papa quizá se defina como se definió Evo Morales, “un feminista que hace bromas machistas”. Yo me acuerdo de unas cuantas monjas “chismosas” que tiraron algunas bombas, por ejemplo las que denunciaron torturas y abusos en sus conventos. A ellas, claro, las quiere calladitas. El Papa denuncia las esterilizaciones forzadas pero cuando menos te lo esperas ya está hablando contra los preservativos. El Papa latino del discurso progre que representa a la institución más ultraconservadora que existe sigue una mañana en la selva con su perorata sobre la deforestación, se abraza a Santiago Manuín, líder indígena, defensor del medio ambiente y de la libre determinación de los pueblos originarios. ¿Sabrá el Papa que Manuín esté en silla de ruedas a consecuencia de las ocho balas que recibió de la policía de Estado por oponerse a un proyecto minero en su territorio? ¿Sabrá que su anfitriona, la actual Premier Mercedes Araoz, justificó esa represión? ¿Sabrá que el Arzobispo de Lima, Cipriani, que se ha convertido en la sombra de Francisco en esta visita es, como recuerda la escritora Irma del Águila, accionista de una poderosa minera? ¿Que el actual Presidente del Perú es un lobbista conocido y que la Fiscalía lo investiga por sus vínculos con la constructora Oderbrech?¿La sombra de la foto será la de la corrupción? ¿La del pasado? ¿La del futuro? ¿La del obispo, la del arzobispo, la de Figari?

No queda claro, pero ya se han vendido miles de “kits del peregrino”, que incluye una gorra, un bolso con los colores del Vaticano, un folleto de preparación espiritual y un rosario, a casi diez euros. Su última aparición pública será en una misa celebrada en una base militar: Estado, Iglesia y tanques, todos juntos. Antes de irse el Papa pregunta retórico, ¿cínico?: “¿Que pasa con Perú que todos los presidentes están presos...?”, como para que completemos la pregunta con un “...y todos los curas pedófilos libres?”. Bueno, hasta hace nada la respuesta hubiera sido: porque una vez, solo una vez se hizo justicia en este país. Pero el señor de corbata que está a su lado en la imagen, al que ahora no puede ver por los caprichos del viento, nos devolvió a la impunidad, santísimo padre. Por su culpa, por su culpa, por su gran culpa. Y es muy probable que, gracias a esa sucia jugada, este presidente distraído tampoco pise la cárcel.

Los periodistas locales, en #ModoPapa, informan de que ha aparecido un hermoso arcoíris cuando el avión del Santo Padre surcaba el cielo peruano. Ninguno lo relaciona con la bandera gay sino con “un signo de paz, alegría y esperanza”.

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