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El síndrome de Estocolmo

Antonio Orejudo

Desde hace unos años me viene con frecuencia a la memoria el comienzo de Conversación en La Catedral, la novela de Vargas Llosa, y en particular la frase de uno de sus protagonistas, que yo adapto a mi país: «¿En qué momento —se pregunta Santiago— se había jodido el Perú?».

Además de esta pregunta hay otra que me vengo haciendo desde el final de la era Zapatero, cuando Rajoy empezaba a vender su crecepelo. ¿Qué interés puede tener alguien en presidir un país malogrado?

A estas dos, he añadido últimamente alguna más: ¿proporcionará el poder una satisfacción tan potente que merezca la pena pasar a la historia como el sátrapa que terminó de hundir al país? Entiendo que ser presidente de los Estados Unidos o canciller de la República Federal de Alemania te ponga cachondo. Pero... ¿presidente del Gobierno de España? Por mucho que mandes, por mucho dinero que ganes con sobresueldos, no dejas de ser el presidente de un viejo país ineficiente. Dinero se puede ganar sin necesidad de estar tan expuesto. ¿Compensa entonces provocar tanto desprecio, tanta náusea, tanto odio y tanto deseo de venganza? A ver si es que Rajoy —he llegado a pensar en mi desconcierto— es un hombre honrado y generoso, un mártir dispuesto a inmolarse...

¡Qué va, hombre, qué va!

Rajoy es el brazo ejecutor de un plan que consiste en quedarse con todo sin provocar violencia. Para lo cual es necesario desactivar a la gente, empobrecerla con indigencia cultural, pervertir su moral, inducirle rancias costumbres y dominarla con el miedo a quedarse en paro o con el miedo a quedarse sin dinero o con el miedo a pasar hambre o a perder la casa, o a vivir en un país intervenido, o a caer enfermo, o a hacerse viejo, o a no poder pagar los estudios de los hijos...

Un contexto de crisis económica es muy apropiado para poder ejecutar con éxito esta expropiación de lo público y esta involución ideológica. No estoy diciendo que todos los militantes populares quieran como Andrea Fabra que los parados se jodan. O que no sepan, como la diputada Carmen Amorós, si 720.000 es el número de parados que tiene la Comunidad Valenciana o el Gordo de Navidad.

Lo que me estoy preguntando es por qué el PP no desmanteló la sanidad, la enseñanza y la justicia aprovechando en la etapa de José María Aznar el expolio de Telefónica, de las eléctricas, de Iberia o del Banco Hipotecario.

Porque las cosas iban bien y no existía un relato que justificara la demolición de la sanidad, la enseñanza y la justicia universal y gratuitas. ¿Habría despedido a los médicos veteranos de Madrid, como hizo el otro día el presidente de la Comunidad, si no hubiera podido acogerse al expediente de la crisis? ¿Habría redactado Wert su catastrófica ley de educación sin la excusa del dinero?

¡Claro que Rajoy quiere salir de crisis! ¡Seguro que le gustaría que hubiera mucha más gente trabajando! Lo que pongo en duda es la velocidad de ese deseo. El único peligro de prolongar la crisis económica más de la cuenta es la revuelta social. Pero ese riesgo ya está conjurado. Así que no hay prisa: la crisis es necesaria para consumar la expropiación económica, ideológica y moral.

Por eso Rajoy se resiste a modificar una reforma laboral que sólo ha producido parados. Por eso no quiere ni oír hablar de pactos de estado. Por eso no se alía con Enrico Letta y con François Hollande para constituir un contrapoder que plante cara a los intereses de Alemania.

Ya habrá tiempo, cuando queden unos meses para las elecciones, de bajar el IVA, de reducir el IRPF y de crear un poquito de empleo. El síndrome de Estocolmo hará el resto.

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