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Soldados derrotados de una causa invencible

Una mujer y su hija ante los escombros de un ataque israelí sobre Rafah en enero de 2009 / Khaled Omar/AP Photo/Gtres

Alberto Arce

(I) Fósforo blanco.

Fue el 14 de enero de 2009 mientras hacíamos la digestión tras engullir unas cuantas chocolatinas de emergencia cuando una llamada telefónica nos avisó de que el almacén central de las Naciones Unidas en la Franja de Gaza se quemaba tras el supuesto impacto de pastillas de fósforo blanco. Tardamos menos de 15 minutos en llegar a un recinto envuelto en llamas y calor. Media docena de trabajadores identificados con sus respectivos chalecos gritaban impotentes.

“Es fósforo, es fósforo, toda la harina y los medicamentos se han ido, es fósforo, esto es un gran crimen, no nos queda nada, esta es la ayuda humanitaria que la comunidad internacional nos había hecho llegar para alimentar a un millón y medio de personas”.

En una esquina, mirando la escena en silencio, John Ging, máximo responsable de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados vio que me acercaba cámara en mano y me preguntó.

“¿Quieres que te diga algo?”.

“No sé”, respondí, “lo que quiera”.

“Este es el resultado de un ataque directo sobre nuestras instalaciones. Y miles de toneladas de ayuda se han ido, por no hablar de los daños, esto es un desastre y una muestra de porqué este conflicto tenía que haber terminado incluso antes de comenzar”.

No era la primera vez que me encontraba con el fósforo, pero sí la primera en que podía grabarlo correctamente. Corrí a enviar las imágenes por satélite a un canal de televisión en España. Al mismo tiempo que el fósforo blanco caía sobre el almacén de alimentos, el secretario general de las Naciones Unidas llegaba a una capital vecina para anunciar un alto el fuego junto a una de las partes implicadas en el conflicto.

Pensé que documentar el uso de fósforo blanco contra un almacén de ayuda humanitaria de las Naciones Unidas abriría noticieros en todo el mundo. Me equivoqué. La rueda de prensa -y no el bombardeo- fue la noticia aquel día.

El fósforo blanco es un componente químico utilizado en teoría para cubrir movimientos de tropas en campo abierto. Atraviesa paredes, provoca horribles quemaduras, un humo tremendamente tóxico y provoca llamas durante días al contacto con el aire. Ni el agua ni la arena lo apagan. Su uso está prohibido no sólo contra civiles, sino sobre zonas pobladas, imagínense si hablamos de los recintos de las Naciones Unidas.

Una foto que mostraba los fuegos artificiales mientras destruían una escuela ganó meses después el World Press Photo.

Se abrió una investigación que duró 9 meses. Se publicó un informe. No sucedió nada más.

El gas puede ser obsceno, como lo llaman estos días. El fósforo, amor romántico o vapor para una fiesta, me imagino, porque entonces, casi nadie se escandalizó.

(II) Intervención humanitaria.

Dos años más tarde, en mayo de 2011 me pasé tres días varado a varias millas de la costa libia. Tratábamos de entrar en la ciudad de Misrata. Rompíamos el tedio entre vomitona y vomitona escuchando a través de la radio del barco las conversaciones entre los rebeldes que defendían la ciudad de Misrata del asedio al que el ejército libio la sometía y un barco de la OTAN que decía ayudarles. Los rebeldes señalaban lugares desde donde la artillería pesada del ejército libio les bombardeaba. Los militares españoles y franceses respondían “recibido” y los rebeldes se quejaban porque pasaban días antes de que los aviones extranjeros atacasen o, porque cuando lo hacían, ya era tarde.

Pasé tiempo en las trincheras. Comí kilos de macarrones con pasta, dormí con ellos al aire libre y les escuché. Ni una palabra de elogio o respeto hacia esos extranjeros que teóricamente les ayudaban. “¿Por qué no nos ayudan, porqué se pasean por el aire pero no hacen lo que les pedimos, porque no bombardean las posiciones que les damos para que podamos avanzar?.

La impresión que me llevé de la opinión de los rebeldes sobre la intervención extranjera fue “Nos están utilizando. Antes ayudaban a Gadafi, ahora dicen que nos ayudan a nosotros, ¿quién puede confiar en ellos?”.

Corriendo por campo abierto y bajo fuego enemigo la sensación no es de Síndrome de Estocolmo sino de “quealguiensuelteunpepinoquehagaquedejendedisparardeunavezportodas” sin importar quien lo haga, porqué o contra quien. Decenas de reporteros empotrados en el bando rebelde hicieron, hicimos, lo que pudimos. Ya que el ejército gadafista no permitía la presencia de periodistas e incluso los asesinaba o detenía, nuestra posición en esa guerra civil era la de acompañar a quienes nos permitían acompañarles.

Empatía humana mediante aprendimos que si Alí, que era estudiante de filología inglesa, se convierte de un día para otro en miliciano que lucha por la libertad contra un dictador lisérgico, muestra valor y encima es de quien depende que no te peguen un tiro, la reacción está servida: por Alí, que al abusón sólo se le paraba golpeándole.

Omran fue nuestro traductor en Libia. Un tipo sensible, bueno y pacífico que nunca había disparado un arma que se preocupaba por mí mientras tomaba notas y vigilaba que no me pusiese pot error en la mira de ningún francotirador. El día que me despedí de él, le pasé los contactos de otros periodistas para que siguiese traduciendo y guiando extranjeros por la guerra que había decidido no combatir a tiros. Pero el ejército mató a su hermano y se enfadó. Pasó a formar parte de los tigres de Misrata y fue uno de los rebeldes que rodeó a Gadafi, a aquellas alturas un pobre viejo herido e indefenso y le torturó hasta matarlo.

Poco después de dejar Libia, una de tantas misiones de Médicos Sin Fronteras que tantas vidas salvó y tantos miembros amputó limpiamente evitando muertes o gangrenas durante el cerco de la ciudad, anunció que se retiraba de Misrata porque los rebeldes recurrían a los cooperantes extranjeros para que les ayudasen a reanimar a prisioneros gadafistas torturados con el objetivo de seguir torturándolos. La víctima convertida en verdugo.

Triste, decidí desconectar.

(III) Periodistas.

Dos años más tarde, cuando parece que quedan pocos días para que aviones y barcos occidentales bombardeen Siria en represalia por el uso -“obsceno”, dicen- de armas químicas y entren así aunque sea sin quererlo y como opción, dicen, menos mala, a apoyar a uno de los bandos enfrentados en una guerra civil, escucho en Managua una entrevista con Ernesto Cardenal.

El poeta, citando al obispo Pedro Casaldáliga, afirma que los miembros de la teología de la liberación son “soldados derrotados de una causa invencible” y me paro a pensar.

¿Cuál es para mí ahora, como periodista que creyó en tantas causas, la causa invencible que no implique teologías ni liberaciones por las que yo no esté dispuesto a luchar?

La de llegar, ver y narrar. La de los hechos. Ya sólo me queda esa.

Me han pedido que escriba sobre Siria, un país en el que sólo estuve años antes de que estallase la guerra y en el que me limité a constatar la existencia de un régimen que no permitía a los periodistas extranjeros trabajar con libertad.

Me han pedido también que trate de valorar lo que ha sucedido en Libia tras la intervención extranjera, cuando no he pisado Libia ni hablado con ningún libio en más de dos años.

Quizás, que trate de recordar mi experiencia en Irak y Afganistán, por si existiera algún paralelismo. Sólo alcanzo a pensar que hace pocos días, y una década después de una intervención extrajera en Irak, una cadena de coches bomba volvió a llevarse por delante a docenas de civiles iraquíes que compraban en algún mercado.

Cada vez que escucho esa noticia, demasiado a menudo, recuerdo a mi amigo Zaid, que por allí sigue, esquivando a la muerte.

Pero como periodista que ya sólo cree en una causa, la de los hechos, y está convencido de que opinar es ciencia para expertos o tertulianos sin vergüenza, sólo sé contestar que para escribir la pieza que me han pedido debería, primero, viajar a Libia, luego a Siria, quizás también preguntarles a mis amigos en Bagdad cómo se sienten en 2013 y luego pedir al menos 20 páginas y un mes de reflexión para escribir antes de responder.

Un periodista que escribe sin eso es un periodista derrotado al que sólo le quedan la primera persona y las emociones para responder a casi todas las preguntas. Eso soy, porque, derrotado, escribo en lugar de callar y respondo a la única pregunta que no me han hecho en esta ocasión.

¿Qué hay bajo una bomba, bajo cualquier bomba, que había debajo de todas las bombas que he visto caer?

Bajo una bomba estaba, por ejemplo, Lama Hamdan, de 11 años, reventada por una hemorragia interna masiva. Nunca, bajo una bomba, he encontrado la solución a un problema, acaso uno multiplicado y enturbiado, lanzado sus tentáculos hacia delante en el tiempo. Sí he visto, en cambio, muchas vidas destrozadas que ningún reportero ha podido salvar y cuya certera narración, cuando no un trauma, ha generado premios y aplausos para el testigo.

Por eso creo que ante la próxima guerra, ni la nuestra, la causa de los hechos, es ya una causa invencible.

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